AS paredes se movían cada vez más rápidamente. Miró hacia atrás y vio que el cruce ya se había cerrado. Si tropezaba, si se caía al suelo, las paredes de ambos lados se juntarían con ese terrible sonido y la aplastarían.
Sus pulmones iban a tope, como cuando iba a nadar a la playa de Haggard. Le gustaba nadar. Era mucho mejor que ser aplastada.
Y entonces vio una luz más adelante, una llama parpadeando en la mano de Skulduggery Pleasant.
—Sería un poco redundante —gritó Skulduggery alzando la voz por encima del ruido— insistir te en que te des prisa, ¿no?
Ella dejó de hacer fuego con su mano y se concentró en correr.
—Hagas lo que hagas —continuó en voz alta—, no te caigas. Tropezar sería lo peor que podrías hacer en este momento.
Estaba cerca, muy cerca de Skulduggery y del espacio abierto en el que él se encontraba.
Las paredes que había frente a ella se movieron, rugieron y empezaron a juntarse. Ella se lanzó hacia delante de un salto, chocó contra el suelo y rodó por él, mientras el pasillo se cerraba justo detrás y el ruido desaparecía. Se quedó tendida en el suelo, intentando recuperar la respiración.
—Bueno —dijo Skulduggery en tono alegre y burlón—. Ha estado cerca.
—¡Te…! —dijo ella jadeando.
—¿Cómo?
—¡Te… odio…!
—Toma un poco más de aire; la falta de oxígeno te está haciendo delirar.
Ella se levantó, pero se mantuvo inclinada, apoyada en sus rodillas hasta que recuperó el aliento.
—Mejor que tengamos cuidado —dijo él—. Puede que Torment sea viejo, pero es rápido y ágil, y todavía tiene mi revólver.
—¿Dónde estamos?
—Uno de los aspectos desagradables del agitado pasado de Roarhaven fue un intento, hace algunos años, de derrocar al Consejo de Mayores y establecer un nuevo Santuario aquí. Ahora estamos en lo que iba a ser el edificio principal.
Valquiria vio un interruptor en la pared y lo encendió. Unas cuantas bombillas parpadearon sobre sus cabezas. La mayoría estaban fundidas.
Skulduggery dejó apagar la llama de su mano y siguieron por el pasillo. Luego giraron hacia la derecha, y continuaron. Caminaron a través de pequeños tramos de luz y grandes tramos de oscuridad. El suelo estaba cubierto de polvo.
Skulduggery volvió la cabeza hacia atrás lentamente. Valquiria lo conocía lo suficiente como para saber cuándo algo no iba bien.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Sigue caminando —le dijo Skulduggery en voz baja—. No estamos solos.
Valquiria se quedó helada. Intentó enterarse de algo, como hacía Skulduggery, pero ni siquiera en su mejor día podría detectar más que unos pocos pasos en alguna dirección. Se rindió, e intentó resistir las ganas de mirar hacia atrás.
—¿Dónde está?
—No es uno. No sé exactamente qué es, pero hay docenas de ellos, relativamente pequeños, moviéndose juntos.
—Puede que sean gatitos —dijo ella esperanzada.
—Nos están acechando.
—Puede que sean tímidos.
—No creo que sean gatitos, Valquiria.
—¿Perritos, entonces?
Algo se escabulló en la oscuridad junto a ellos.
—Sigue caminando —dijo Skulduggery.
Ese algo se movía justo detrás de ellos ahora.
—Mira hacia el frente.
Y entonces llegaron a un tramo iluminado, dejando las sombras atrás, y vieron lo que los perseguía. Arañas negras, peludas, tan grandes como ratas, con las patas acabadas en garras.
—Vale —dijo Skulduggery—. Creo que podemos dejar de caminar ahora.
Las arañas salían de grietas en las paredes, se movían por el techo, aproximándose cada vez más. Valquiria y Skulduggery se colocaron espalda contra espalda, viendo cómo se acercaban. Cada una tenía tres ojos, profundos, hambrientos y muy abiertos.
—Cuando cuente hasta tres —dijo Skulduggery en voz baja—, empezamos a correr, ¿vale?
—Vale.
Las arañas hacían un gran ruido con sus patas. Según se acercaban, el ruido se iba convirtiendo en un estruendo.
—Bueno —dijo Skulduggery—, mejor olvida lo de contar. ¡Corre!
Valquiria salió corriendo lo más rápido que pudo y las arañas atacaron. Saltaba por encima de las que se le ponían por delante y las pateaba si alguna se acercaba más de la cuenta. Mientras, Skulduggery lanzaba bolas de fuego.
Giraron bruscamente, y el pasillo que tenían delante se llenó de cuerpos peludos. Se metieron en una habitación en cuyo centro había una gran mesa de conferencias, mientras la masa que los perseguía crecía más y más.
Una araña se subió a la mesa y saltó sobre Valquiria cuando esta pasó por su lado. Se apretujó contra su espalda y se agarró con fuerza, intentando hundir sus garras en el abrigo. Valquiria gritaba y se movía de un lado a otro, tropezando, rodando por el suelo y sintiendo la araña debajo de ella. Se puso en pie y la araña todavía permanecía agarrada a ella. Trepó por su hombro, hacia su cara, y ella le vio los colmillos. La agarró, se la quitó de encima y la lanzó lejos.
Skulduggery la agarró de la mano y siguieron corriendo.
Corrieron hasta alcanzar las dos puertas que tenían frente a ellos. Skulduggery extendió la mano, el aire se agitó y las puertas se abrieron. Se apresuraron a entrar y siguieron corriendo a través de lo que debería haber sido el vestíbulo. Skulduggery lanzó unas cuantas bolas de fuego más y Valquiria llegó hasta la puerta principal, la empujó con el hombro y se precipitó hacia la cálida luz del sol.
La claridad la cegó momentáneamente. Notó a Skulduggery a su lado, se agarró a su manga y lo siguió. Ahora ya podía ver, podía ver más adelante el oscuro lago y el cielo azul.
Dejaron de correr. Oían a las arañas, el clic-clac de sus patas, el frenético movimiento en la puerta, pero aquellos monstruos eran incapaces de abandonar la oscuridad, y finalmente dejaron de oírlas.
Pasados unos instantes, cuando Valquiria ya volvía a respirar normalmente, se dio cuenta de que Skulduggery estaba mirando algo por encima de su hombro izquierdo.
—¿Qué pasa? —preguntó, pero él no contestó.
Ella se dio la vuelta. Torment estaba ahí de pie, con su pelo largo enredado en su barba, y apuntándola a ella directamente con el revólver de Skulduggery.
—¿Quién eres tú —dijo Torment con una voz que parecía no haber sido usada desde hacía años— para perseguirme, para molestarme, después de todos estos años?
—Es un asunto del Santuario —dijo Skulduggery—. Somos detectives.
—Ella es una niña —dijo Torment—. Y tú eres un cadáver.
—Técnicamente, tienes razón, pero somos más de lo que aparentamos ser. Creemos que tú tienes una información que puede sernos de gran utilidad en una investigación.
—Lo dices como si estuviera obligado a ayudaros —respondió el anciano, sin mover el revólver—. ¿Qué me importan a mí vuestras investigaciones? ¿Qué me importan a mí los detectives y los asuntos del Santuario? Yo odio el Santuario y al Consejo de Mayores, y detesto todo lo que hacen. Nosotros somos hechiceros. No deberíamos estar escondiéndonos de los mortales; deberíamos estar gobernándolos.
—Necesitamos averiguar cómo detener al grotesco —dijo Valquiria—. Si abre el portal y deja que vuelvan los Sin Rostro, todos nos veremos perjudicados, no solo…
—La niña se está dirigiendo a mí —dijo Torment—. Haz que pare.
Valquiria se enfadó, pero se cayó.
Skulduggery asintió con la cabeza.
—Lo que ella dice es cierto. Tú no le tenías ningún aprecio a Mevolent cuando estaba vivo, y estoy seguro de que no te gustaría nada que los Sin Rostro regresasen. Si nos ayudas, quizá podamos hacer algo por ti.
Torment se rió.
—¿Quieres intercambiar favores?
—Si nos ayudas, sí.
Torment puso mala cara y miró a Valquiria.
—Tú, niña. Tienes sangre contaminada en tus venas. Lo puedo oler desde aquí.
Ella no dijo nada.
—Estás relacionada con ellos, ¿verdad? Con los Antiguos. Yo detesto a los Antiguos tanto como detesto a los Sin Rostro, ya sabes. Si ganaran la carrera, lo gobernarían todo.
—Los Antiguos eran buenos tipos —dijo Valquiria.
Torment frunció el ceño.
—El poder es el poder. Los hechiceros tenemos poder para gobernar el mundo; la única razón por la que no lo hacemos es que tenemos debilidad de mando. Pero si los Antiguos volvieran, ¿no crees que cometerían el mismo error? Los seres con ese poder no tienen cabida en esta tierra. Esperaba que el último de tu especie ya hubiera muerto.
—Siento decepcionarte.
Torment volvió la mirada hacia Skulduggery.
—Esta información, hombre cadáver, tiene mucho valor para ti. Ese favor que me estás prometiendo, ¿será igual de sustancial?
—Espero que sí.
Torment sonrió; no era un espectáculo agradable.
—¿Qué necesitas?
—Necesitamos saber dónde ha estado guardando el barón Vengeus a su grotesco desde su entrada en la cárcel, y necesitamos saber también cómo planea recuperarlo.
—Tengo esa información.
—¿Qué quieres a cambio?
—No es mucho —dijo Torment—. Quiero que mates a la niña.