Marcas saltó de la cama y corrió al salón.
Anaïs estaba de pie, con el rostro contraído; Edipo la amenazaba con un cuchillo en la garganta. El asesino de Dionisos esbozaba la misma sonrisa irónica que en Venecia y Granada, la misma expresión de reírse constantemente del mundo. El hombre emitió una risilla al ver a Antoine.
—¡Querido Marcas! ¡Por fin juntos! Creí que me pillaríais escondido en ese polvoriento armario de la cocina. ¡Deberíais limpiar más a menudo, qué poco aseados sois!
—¡Déjala!
—Vamos, comisario, ten un poco de sangre fría. Estoy a dos dedos de rajarle el cuello, así que será mejor que te sientes ante el televisor, tranquilito, porque vamos a un ver un programa. ¡Date prisa!
Impotente, el comisario se sentó en el sofá, maldiciéndose por haber dejado el arma en el despacho.
Edipo no había soltado a Anaïs. Con la mano derecha le acariciaba distraídamente los pechos.
—Pequeñas pero duras, como a mí me gustan. ¡No debes de aburrirte, poli! En la Abadía tenía fama de gustarle la jodienda. Antoine no apartaba la vista del cuchillo. El asesino prosiguió:
—Tener que seguir las instrucciones de la difunta Isabelle no me deja tiempo libre. Enviar el vídeo por e-mail, telefonear para difundir un mensaje grabado, visitaros para hablar de la vida en general, ¡cuánto trabajo! Menos mal que mi misión acaba ya.
Anaïs trató de alzarse de puntillas. El asesino le hincó la punta del cuchillo en el cuello. Una gota de sangre perló su garganta. Marcas se levantó de un salto.
—¡Otro movimiento y la degüello! Siéntate, poli, ¡ahora mismo!
Marcas se sentó, con la cara desencajada de cólera. En la televisión empezó el telediario.
—¡Ah, ya empieza! —dijo Edipo.
El locutor tenía una expresión grave.
—Acabamos de recibir un documento exclusivo que pondrá de nuevo de actualidad el caso de la logia Casanova y de la matanza de Cefalú. Se trata de una secuencia de vídeo de Isabelle Landrieu, también llamada Dionisos, grabada poco antes de su muerte. Tras un debate deontológico en el seno de nuestra redacción, hemos considerado que nuestros telespectadores deben conocer el contenido de este documento exclusivo, que nos ha llegado de forma anónima.
Marcas se puso tenso. Millones de telespectadores debían de estar viendo la televisión.
Isabelle apareció, en el mismo escenario que se veía en la grabación enviada por correo electrónico.
—Hola, me llamo Isabelle Landrieu. Ustedes me conocen también por el nombre de Dionisos, guía espiritual de la logia Casanova. Esto es un testamento. Si me ocurriera algo, deseo que el mundo sepa que mi grupo y yo hemos sido víctimas de un complot internacional. Nunca ordené la espantosa matanza de Cefalú; mi grupo era pacífico. Los verdaderos responsables de esa atrocidad son altos cargos de gobiernos europeos, miembros de la francmasonería internacional. Sé lo que digo, yo misma formé parte de esa masonería. He sido especialista en sectas y jamás habría creado un grupo semejante. Espero que entre ustedes haya mentes libres que me crean. Sé que quieren asesinarme. Una de mis jóvenes simpatizantes ha sido manipulada por las fuerzas que estoy denunciando. No se lo reprocho, ha tenido que mentir bajo amenaza de muerte…
—¡Miserable! —gimió Anaïs.
La voz de Isabelle temblaba:
—No sé qué me pasará. A mis amigos y a mí nos persigue un comando dirigido por policías francmasones franceses e italianos: uno de ellos fue miembro de la siniestra logia P2. No dan cuartel, están ligados a los que quemaron a mis amigos en Sicilia. Tengo miedo. Quiero decir una última cosa antes de…
Se interrumpió unos segundos para enjugarse la frente y continuó:
—Nuestro grupo ha descubierto en un manuscrito de Giacomo Casanova un secreto extraordinario sobre el amor. Un secreto que puede cambiar el destino de la humanidad y que molesta a los poderosos. Copias de este manuscrito serán enviadas al mayor número posible de personas. Les digo adiós, y les pido que no crean a las autoridades y a los medios que las obedecen. Os lo ruego… La logia Casanova no debe extinguirse.
Isabelle echó una última mirada temerosa a la cámara, luego su rostro desapareció.
Marcas apretó las mandíbulas y exclamó:
—¡Esta sí que es buena! Lo tenemos todo: el gran complot internacional, los francmasones, la pobre adepta manipulada, los periodistas vendidos, la logia P2… No falta más que Bin Laden. Tu amante ha jugado con nosotros. Por eso planeó aquella espectacular matanza y ahora inventa falsos culpables. Se convertirá en una mártir, en un icono.
—¡Mejor! En un mito —añadió Edipo—, en un mito inmortal, siempre joven; en una Marilyn de la espiritualidad… Será la mártir de una nueva religión, sacrificada por fuerzas poderosas y misteriosas… Y mucha gente creerá a pie juntillas su engaño. Te apuesto a que el rumor correrá por internet como un reguero de pólvora.
En el plató de televisión, el presentador iniciaba el debate. Edipo parecía como hipnotizado por la pantalla. Lentamente, Antoine se desplazó hasta la punta del sofá y cogió el mando. Subió el volumen.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó el policía.
El asesino sonrió.
—Muy sencillo. La pobre Anaïs será hallada muerta con una confesión que va a tener la amabilidad de escribirme. Declarará haber sido manipulada por su amiguito comisario. Entonces…
—¿Qué?
—Pues que su vida ya no tenía sentido después de matar a Dionisos. Ya sabes lo que pasó con Judas…
Marcas pulsó a fondo el botón del volumen. Los altavoces del Home Cinema multiplicaron al infinito la voz del periodista. Las puertas vidrieras de la estantería retumbaron.
«Advertimos a nuestros telespectadores sobre el contenido de la filmación. De momento, ningún hecho corrobora la versión de Dionisos…».
—Baja eso ahora mismo —gritó el asesino.
Su voz casi no se oía, ahogada por el raudal sonoro.
«… Al contrario, la investigación ha demostrado de manera irrefutable la responsabilidad de Isabelle y de los miembros de su grupo. Los expertos son claros…».
Marcas pulsó el botón del equipo musical y tiró el mando a los pies de Edipo. Una explosión de música tecno sacudió el apartamento.
—Los vecinos llegarán dentro de cinco minutos. Somos una comunidad muy formal —gritó Marcas.
Edipo pareció desconcertado. Se oyeron unos golpes en el techo. El hombre obligó a Anaïs a agacharse cerca del mando. Las voces a todo volumen del televisor resultaban insoportables. Edipo se precipitó hacia el aparato.
El policía saltó del sofá y le dio un puñetazo en la sien. Con el golpe, el asesino aflojó la presión, aplastó el mando y soltó a la joven, que rodó a un lado. La televisión se apagó, la música cesó de golpe.
Los dos hombres se enzarzaron en una furiosa pelea. El asesino golpeaba a Marcas en el vientre. El policía trataba de protegerse, pero su adversario le ganaba. Marcas chocó contra la mesa de cristal del salón. Edipo lo alcanzó en la cara y le partió los labios. Antoine sintió que las manos del asesino le oprimían la garganta. Se le nubló la vista. Pronto dejaría de llegarle sangre al cerebro. Su mano agarró un cenicero. Con un gesto brusco, golpeó con el objeto macizo el rostro de su agresor, que dio un grito de dolor pero siguió apretando. El policía golpeó de nuevo. La presión cedió. Antoine respiró, sacó fuerzas de flaqueza y empujó a Edipo que, desequilibrado, rodó de costado. El comisario se levantó y empezó a sacudirle en las costillas; el asesino dio otro grito.
Anaïs se había quedado cogida del respaldo de sofá. Vio que Marcas se levantaba ante ella, sangrando por la boca.
—¡Ve por la pistola al despacho, rápido!
Anaïs se levantó, se tambaleó. Como en una pesadilla, vio que Edipo se erguía detrás de Marcas con una expresión de odio feroz. El resplandor de la televisión iluminaba su demente rostro. Sacó un cuchillo.
—¡Antoine! ¡Detrás!
Enfrente, reflejado en el espejo, Marcas vio al asesino y el brillo plateado del cuchillo. Se echó a un lado y con un gesto desesperado empujó la mesa contra las piernas del agresor. El asesino se agarró a los ángulos de cristal.
Anaïs lo esperaba con el sacacorchos en la mano; se lo hundió hasta el fondo.
Edipo bramó como una bestia herida y echó una mirada de odio a la joven. El cuchillo cayó sobre el cojín del sofá.
El hombre trató de huir. Antoine fue más rápido y le dio un golpe seco.
Anaïs vio que Edipo se cogía el vientre. Con la mirada extraviada, el hombre se enderezó. Una mancha roja se extendía por su camisa de color crudo.
—Isabelle…
Edipo se desplomó como un muñeco desarticulado. Un charco de sangre se formó sobre la alfombra.
—Yo… duele… duele.
La joven se acuclilló a su lado y dijo con voz ronca:
—¡Qué gusto da verte sufrir… y morir!
Marcas se arrodilló.
—Hay que llamar a una ambulancia.
—No —replicó Anaïs—. Quiero ver cómo se desangra como un cerdo.
El asesino se retorcía como un gusano seccionado, sus ojos imploraban ayuda. Un olor acre de intestinos que evacúan se extendió por la estancia.
—¡Ya basta! Voy a llamar a urgencias.
Los movimientos de Edipo se hacían más débiles. Balbuceaba cosas ininteligibles. Anaïs se inclinó y le susurró al oído algo que Marcas no pudo entender. El asesino abrió los ojos. Su pecho se infló por última vez.
—Ya no necesita ayuda —dijo Anaïs poniéndose en pie.
—¿Qué le has dicho?
—Que Thomas estaba vengado.