—¡Joder! ¿Y qué te ha dicho?
Anaïs no tenía palabras, estaba como hechizada.
—Que mire mi e-mail.
El taxi pasó ante la salida de la puerta Maillot, estaban a diez minutos de su apartamento.
—No es posible —maldijo Marcas, con el corazón acelerado—. ¡Isabelle está muerta, muerta! No puede hacerte nada. Yo mismo fui a identificar su cadáver al depósito de Venecia con el capitán Pratt. Alguien te ha gastado una broma imitando su voz.
Con los dedos siempre crispados en el brazo de su amante, Anaïs murmuró:
—Pues la imitación ha funcionado… Me ha dicho que iba a comprenderlo, a comprenderlo todo… Era su voz, Antoine, la voz de Dionisos.
El comisario estrechó a su compañera. En el fondo, después de lo ocurrido en Venecia, sabía que el caso de la logia de Dionisos no se cerraría con la muerte de Isabelle.
Y aunque había pensado en lo peor, no contaba con que la maestra de la logia Casanova volviera de entre los muertos.
El taxi había dejado la circunvalación a la altura de la puerta de la Muette y se adentraba en una sucesión de callecitas. Anaïs ya no hablaba. Sus jadeos se ahogaban en el crepitar de la radio de la centralita de la compañía de taxis.
Marcas contenía a duras penas su impaciencia. Solo una cosa importaba: correr al ordenador, abrir el correo electrónico y ver el mensaje, aquella burla sangrienta.
El taxi entró por fin en la rue de l’Assomption. No se veía luz en casi ningún apartamento. El vehículo se detuvo suavemente. Mientras buscaba calderilla para pagar la carrera, Marcas murmuró a Anaïs:
—Sube y enciende el ordenador. Encuentro un billete y…
—¡No, tengo miedo! ¡No quiero ir sola!
Marcas no insistió. Pagó al taxista. Se apearon del coche. Anaïs miró a su alrededor; la calle desierta le parecía hostil. Los rincones en sombra de la entrada del inmueble parecían escondites para un enemigo. Para Edipo. O peor, para la mismísima Isabelle, que surgiría de la nada. La joven reprimió un escalofrío. Sí, era realmente Isabelle la que le había hablado por teléfono. Marcas se equivocaba. Aquellas inflexiones melifluas, aquel tono irónico, amenazante. Dionisos no había muerto.
Marcas tecleó el código de entrada y abrió la pesada puerta de vidrio. Maquinalmente, se llevó la mano a la pistolera para asegurarse de que llevaba el arma. Desde que habían vuelto de Venecia no la dejaba un momento.
Todo parecía tranquilo en el vestíbulo. Anaïs pulsó el botón del ascensor y echó una mirada angustiada a su compañero.
—¿Recuerdas las últimas palabras de Isabelle cuando la… maté?
Marcas asintió, se le había quedado todo grabado en la memoria. La expresión demente de Isabelle, sus brazos agitando el manuscrito de Casanova y sus últimas palabras.
—Sí. «Soy una estrella». Aún no sé qué quiso decir. Pero se volvió loca…
Entraron en la cabina del ascensor. Les pareció que tardaban una eternidad en subir al segundo piso. Anaïs buscó en su bolso y sacó un manojo de llaves.
—Espero que… nadie nos espere dentro.
Marcas le apretó la mano a modo de respuesta y salió el primero del ascensor. Cogió las llaves e introdujo una de ellas en la cerradura. Hizo seña a Anaïs de quedarse atrás y desenfundó el arma reglamentaria. La puerta se abrió con el chirrido de bisagras habitual. Marcas entró con cautela, encendió la luz y apuntó con su arma al pasillo. Esperó unos segundos y avanzó lentamente hasta el salón. Todo estaba tranquilo. La luz suave de la lámpara arrojaba un halo anaranjado sobre la gran estancia que hacía de cuarto de estar. Satisfecho, dio una vuelta por el resto de las habitaciones y volvió al pasillo para indicarle a Anaïs que entrara.
Ella emitió un leve suspiro, arrojó el abrigo sobre la cómoda y corrió al despacho.
Se sentó y encendió el ordenador.
—Antoine, dame algo de beber; si no, no tendré valor para abrir el correo.
El comisario cogió del bar una botella, la abrió y dejó el sacacorchos sobre la mesa de cristal. Anaïs se bebió de un trago el vaso que le dio; el disco duro daba vueltas; finalmente, pinchó en internet. Al instante apareció un sobre en la barra del menú. Pulsó la tecla de acceso. Apareció un archivo adjunto, un archivo de vídeo. Anaïs dudó, pero de nuevo hizo clic. Ya no podía echarse atrás.
Marcas estaba de pie tras ella, con las manos sobre sus hombros, la mirada fija en la pantalla. El icono que indicaba que el archivo estaba cargándose se interrumpió. En la pantalla apareció una imagen.
Antoine profirió una maldición ahogada. Anaïs se echó atrás instintivamente.
Isabelle los miraba fijamente, sonriendo. Sentada en el trono veneciano de Pedro, hizo una seña y su rostro pasó a primer plano.
Su voz andrógina resonó en el altavoz del ordenador.
—Celebro volver a veros. —El tono era suave, sosegado—. Sorprendidos, ¿verdad? ¡No todos los días regresa una de entre los muertos para hablar con los vivos! Para hablar con aquellos cuya tarea aún no ha terminado. ¿Cómo estáis, Anaïs y Antoine, desde nuestro último encuentro?
Se hizo un silencio, como para permitir que sus interlocutores contestaran. Ellos se miraron, desconcertados. Dionisos continuó:
—Lo olvidaba, no podéis contestar… Por lo demás, cuando veáis este vídeo grabado el día de mi ejecución seré un cadáver pudriéndose.
La voz hizo una pausa y prosiguió:
—Este es mi testamento virtual, destinado únicamente a vosotros. Os aconsejo que escuchéis atentamente. Otro testamento, también virtual, será difundido luego, este para toda la humanidad. Anaïs, tienes derecho a saber por qué dejé que me mataras. Tú has sido el único instrumento de mi muerte. Pero yo y solo yo lo decidí así.
Marcas tecleó para tratar de copiar el vídeo, elemento crucial para el juicio.
Isabelle miraba fijamente a la cámara.
—Todo empezó hace cuatro años, cuando mi padre reapareció en mi vida, o mejor dicho uno de sus fieles. Falleció en un accidente múltiple y me legó un imperio imprevisto, el imperio de los clubes libertinos Casanova, personaje que siempre lo fascinó. Por entonces yo era socióloga especializada en sectas y joven aprendiz en masonería. Todo se me echó encima. Me era imposible encargarme oficialmente del negocio. Así que hablé con el contable de mi padre y decidimos montar una serie de sociedades tapadera para que yo pudiera seguir con mi vida normal, olvidarme de la herencia y no aparecer en las actas de la sociedad. El contable se ocupaba de gestionar el negocio.
Isabelle se acercó al objetivo.
—En el entierro de mi padre conocí a su mejor amigo, Henry Dupin, que lo ayudó a montar el negocio. Me sedujo, algo que entonces no costaba mucho, y me hizo entrar en su grupito esotérico que practicaba la magia sexual. Fue una revolución para mí. ¡Inimaginable! No tenía nada que ver con mi vida anterior. ¡Fue como renacer! La enseñanza práctica se fundaba en los escritos de un hombre extraordinario, Aleister Crowley, que Marcas ha podido conocer gracias a mí. Estudié meses su pensamiento, sus técnicas y muy pronto el alumno se reveló superior al maestro. Comparado con aquello, mi trabajo masónico con mis hermanas de logia, tan austero, tan vanamente riguroso, me parecía de una insipidez absoluta. El sexo, totalmente ausente del ritual masónico, me parecía una vía de desarrollo espiritual más… enriquecedora. Se me reveló mi destino. Y el hecho de poseer los clubes de mi padre me daba una solvencia económica y un terreno de experimentación sin límites. En dos años, me convertí en Dionisos, maestro de la logia Casanova. Pero siempre sin dejar de ser Isabelle Landrieu, especialista reconocida en sectas, humilde y obediente hermana masona. ¡Qué ironía!
El rostro del gurú se arrugó con una sonrisa.
—En un viaje que hice a Escocia en compañía de Dupin para visitar la antigua mansión de Crowley, el destino se me manifestó de nuevo. Compramos un lote de escritos inéditos del mago a un anticuario que los conservaba hacía años, y también un documento asombroso: un manuscrito firmado por Casanova que Crowley encontró durante su estancia en Alemania. Al volver a París estudiamos detenidamente esos textos, según los cuales existía una técnica tántrica desconocida, creada por Crowley a partir de las experiencias vividas por Casanova en Granada. Pero en el arte del amor él iba mucho más allá que el seductor veneciano. Su doctrina armonizaba sexo, sentimiento y mente en lo que él llamaba «la vía de la estrella». ¿Te acuerdas, Anaïs?
La compañera de Antoine se sonrojó.
—Pero Dupin mandó discretamente analizar el manuscrito. Era falso, obra sin duda del propio Crowley, que lo redactó para acreditar sus enseñanzas o estafar a algún rico adepto de su grupo espiritual. El mago era un maestro en el arte de la duplicidad, como yo.
Isabelle se interrumpió, se cogió la cabeza e hizo una mueca de dolor.
Marcas y Anaïs guardaban silencio, fascinados por el relato de la muerta. Transcurridos unos segundos, Isabelle se repuso y prosiguió:
—Propuse a Dupin practicar la técnica de Crowley con nuestros amigos de la logia. Era fantástico, una especie de acupuntura amorosa basada en puntos del cuerpo que se supone liberan la energía sexual. Era como una droga, el orgasmo a voluntad. Y sin embargo no era más que el principio. Crowley decía que había que progresar incansablemente, para ir más allá del éxtasis, llegar a un punto último, a las puertas de la muerte. Fundir Eros y Tánatos. Una noche, fui yo la primera en hacer ese viaje con mi pareja preferida. Lo que viví es indescriptible. Cuando desperté, el hombre con el que había hecho el amor estaba muerto, no soportó la impresión. Un aneurisma. Comprendí entonces el alcance de aquella experiencia, y de mi futura misión.
—No es posible —murmuró Anaïs.
—Entonces creamos, en paralelo, el grupo de la Abadía, una asociación abierta a semejanza de las agrupaciones sectarias. Era lo contrario de una logia elitista, estaba abierta a todos para… cómo diría, verificar nuestras prácticas sin revelar a nuestros adeptos el verdadero fin de la enseñanza. Dupin me enseñó a cultivar mi lado andrógino, a lo que su talento de gran modisto contribuyó no poco. Gracias a él, yo pasaba fácilmente por un hombre. Tuvo la idea al ver las fotos publicitarias de una gran tienda parisiense en la que la modelo fetiche, Laetitia Casta, creo, aparecía transformada en hombre. El resultado era fascinante. Para mí aún fue más espectacular. Podía vestirme de hombre, pensar como un hombre, desear como un hombre. Observar a los clientes de mis clubes y filmarlos en secreto me permitía conocer el deseo masculino de una manera inmejorable. Pero…
Isabelle se calló, se frotó las sienes, su rostro parecía sudado.
—Todo se torció poco tiempo después. Yo sufría entonces unas migrañas inexplicables. Una de mis amigas, la doctora Cohen, me propuso hacerme unas pruebas. Pura formalidad, decía ella. Anaïs, ¿no te ha hablado de ella tu amigo el comisario Marcas? Porque él la conoció en el hospital y quedó encantado.
Anaïs echó una mirada interrogativa a Antoine, que sacudió levemente la cabeza.
—Me detectó un tumor, un montoncito de células que aparecieron en mi cerebro. Los médicos lo llaman «cangrejo». En el escáner parece una minúscula constelación, una especie de estrella de la muerte. Como máximo me quedaban dos años de vida. Y entonces comprendí.
—¡La estrella! —repitió Marcas.
—Comprendí el sentido del destino. No quería desaparecer sin dejar rastro. Debía revelar a la humanidad la vía de la estrella. Hacía falta que ocurriera algo extraordinario para perpetuar mi enseñanza. Si yo moría de un simple cáncer, mis fieles de la logia y del grupo de la Abadía mantendrían el culto de Dionisos en un pequeño cenáculo, como otra más de las numerosas sectas que veneran a sus difuntos gurúes, como a ese pobre Crowley, que no ha pasado de ser un oscuro mago, desconocido de las masas. No, mi destino necesitaba un fin grandioso.
Ahuecó la voz:
—Instrumentalizaría mi mal. Me convertiría en una mártir. Como Cristo, sería sacrificada, mis contemporáneos me escupirían antes de darse cuenta de que yo era la elegida.
—¡Está loca! —exclamó Marcas.
—Pero para eso necesitaba a mi Judas. ¡Tú, Anaïs!
El dedo apuntando de Isabelle pasó a primer plano.
—Te escogí entre mis fieles del grupo de la Abadía. Tras escapar llena de odio, solo tú podías crucificarme. Desde lo de las hogueras no he hecho sino alimentar tu rencor, avivarlo, por eso te mostró Edipo en Granada aquella nota mía, ¡cuánto he disfrutado viendo tu mirada cargada de cólera ante la cámara! Y en Venecia, si no hubieras tenido valor para matarme, lo habría hecho uno de mis fieles, que tenía instrucciones de dispararme cuando tú tuvieras el revólver.
Isabelle dejó de hablar. Sus ojos llenaban la pantalla.
—Y tú, Marcas, casi te olvido. ¡Mi pobre hermano masón! Debes de tener la impresión de estar de más en esta historia en la que las mujeres, por una vez, desempeñan los papeles principales. Tú eras la pieza añadida con tu investigación sobre la muerte del Palais Royal. El ministro de Cultura y Manuela también quisieron emprender la vía de la estrella con sus respectivas parejas. Conocían el precio… ¡Tú heredaste el resultado! ¡Marcas! ¡Cuánto me he divertido contigo, dándote pistas sobre Crowley, llevándote al hospital Saint-Antoine! ¡Y cómo me has hecho reír! Si hubierais sido más listos, tú y tus hermanos os habríais informado sobre mí y mi obediencia femenina. Me mostré demasiado entusiasta en una de mis planchas, en la que cité a Crowley. Algunas hermanas empezaban a tener dudas sobre mí. ¡Pobre Marcas! ¡Las mujeres son siempre más perspicaces!
Isabelle profirió un grito de dolor. Hizo una seña a la cámara, que giró y enfocó las grandes ventanas ojivales del monasterio de San Francesco.
Anaïs parecía hipnotizada por la pantalla vacía.
—Me he dejado manipular, me he dejado…
—¡No, es todo mentira! ¡Es una provocación póstuma! ¡Humo! Nadie volverá a perseguirte —dijo Marcas con voz titubeante.
La cámara enfocó de nuevo el rostro crispado de Isabelle.
—Es hora de acabar este testamento. Debo prepararme para esta noche. Para recibiros en mi gran baile de disfraces de la estrella en la ventana de Oriente. Seréis mis invitados de honor. Los responsables de mi muerte, que será filmada para la posteridad. Pero eso no es todo; siguiendo los pasos de Crowley, he instrumentalizado también a ese viejo libertino de Casanova. Mis adeptos divulgarán muy pronto su falso manuscrito, con un nuevo testamento mío. El hecho de haberme comprado a mí misma el manuscrito por un millón de euros no hará sino avalar su autenticidad. Mi querido Casanova será el fundador de un culto cuyo mesías seré yo. Yo, una mujer… ¿No es una sutil ironía? La grabación se acaba. Se borrará automáticamente. ¡Adiós a los dos! ¡Mi culto empieza esta noche!
El rostro triunfante de Isabelle desapareció de la pantalla. Marcas se levantó de un salto y tecleó febrilmente para salvar el vídeo.
—Mierda, se ha borrado.
Anaïs observó la pantalla vacía.
—¿Y eso de su nuevo testamento? Tengo… tengo la impresión de que la pesadilla empezará otra vez.
Antoine la estrechó entre sus brazos.
—¡No! Está loca, enferma. Mañana pediré ayuda a unos expertos. Encontraremos al remitente del mensaje. Quizá es Edipo o algún otro adepto, no sé, pero te prometo que daremos con él. No habrá más pesadillas.
—¿Estás seguro?
—Sí, vamos a dormir. Lo necesitas.
Anaïs lo rechazó suavemente.
—No, no puedo. Estoy demasiado nerviosa. Voy a ver la tele. Dentro de un momento me reúno contigo. Tengo que relajarme.
—Vale, pero no tardes.
—Prometido.
Marcas fue al dormitorio y se desvistió. Oyó que se encendía la televisión. Acostumbrado a los insomnios de Anaïs, sabía que no se acostaría antes de una hora. Cansado, se quitó la camisa y se metió entre las frescas sábanas. El rostro atormentado de Isabelle daba vueltas y más vueltas en su cabeza. ¿Cómo se había dejado manipular de aquel modo por una lunática?
Cuando apagaba la lámpara de la mesita un grito rasgó la noche.