Capítulo 65

Teone presento las invitaciones al criado, que bajó respetuosamente la cabeza y abrió la puerta. Aterrorizada, Anaïs pasó tan cerca ante el hombre de Dionisos que notó el asqueroso perfume a limón de su loción para después del afeitado. El hombre alzó la cabeza y le sonrió. Anaïs aligeró el paso. «La careta me protege. ¿Hasta cuándo?».

Un criado cogió sus capas y les indicó una puerta oval de la que salía música. Entraron en una inmensa sala que debía de ser el antiguo cuerpo principal del convento. A cada lado de las ventanas románicas había unas grandes arcadas de piedra iluminadas por haces de luz plateada que daban la ilusión de que el techo se prolongara hacia arriba infinitamente. Sobre las paredes ocres un foco proyectaba estarcido el rostro de Casanova.

Una masa móvil de hombres y de mujeres con trajes venecianos ondulaba en el centro. Los disfraces rivalizaban en elegancia. Vestidos barrocos que resplandecían al sutil juego de las luces, chaquetas recamadas que brillaban con destellos de cristal, mantos de tinieblas con sombras arácnidas; todos llevaban máscaras crepusculares para borrar mejor su individualidad. Fantasmas de otra época cuyas siluetas danzaban a la claridad de decenas de candelabros puestos sobre muros de piedra. El batir sordo de los bajos, entrecortado por una melodía que una voz aguda, casi andrógina, entonaba, hacía fluctuar a los espectros disfrazados en el espacio irisado de centelleos que procedían de lo alto de las arcadas.

Al fondo de la sala, en penumbra, se veía un estrado de mármol en cuyo centro había un trono de piedra.

A los lados, grupos de invitados se aglomeraban en torno a bufets provistos de opíparos manjares: caviar, codornices asadas, viandas varias…

—Hay suficiente para alimentar a media ciudad —susurró Anaïs a Marcas.

Unos criados pasaban entre los invitados ofreciendo copas de champán. Teone cogió una y se la pasó a la joven.

—Beba, no le hará daño. Ahora tendrá que identificar a su gurú entre toda esta gente. Lo mejor es mezclarse con ellos y fingir que nos divertimos —propuso Teone.

Las risas y las exclamaciones en todos los idiomas repercutían en oleadas contra los muros del convento.

—Sí, divertirse… —suspiró Anaïs con voz cansada—. Tengo la impresión de hallarme en medio de El baile de los vampiros.

—Estás obsesionada con esa película —dijo Antoine, que recorría la sala con la mirada para localizar las posibles salidas.

—Sobre todo la escena en la que los protagonistas bailan ante un espejo en medio de todos esos vampiros disfrazados. Su reflejo los delata y los chupadores de sangre se arrojan sobre ellos.

—Ya sé —la interrumpió Marcas en tono irritado—. Tranquilízate, aquí no hay vampiros.

—Solo dementes que queman a la gente.

La música cesó de repente. Las luces cambiaron bruscamente de color. La sala entera quedó sumida en una claridad azul noche que daba un tinte surrealista a las máscaras. Solo los retratos de Casanova se veían claramente.

Una silueta se separó del grupo y subió los cuatro peldaños de mármol de lo que debió de ser la cátedra del abad. Se situó detrás de un micrófono. Un haz de luz blanca la iluminaba por detrás. Vestida de negro, tocada con un sombrero triangular, la mirada oculta por una careta que le tapaba toda la frente, la figura alzó la mano.

Las conversaciones cesaron; todos los presentes miraban hacia el estrado.

El comisario le cogió la mano a Anaïs:

—¿Es… él?

Anaïs estaba sin aliento y no contestaba, como hipnotizada. Marcas metió la mano en el gran bolsillo de su traje en el que llevaba la caja de alarma y tanteó con alivio el pequeño objeto rectangular. Una presión y daría la señal.

—Anaïs, contéstame. ¿Es Dionisos?

La joven volvió el enmascarado rostro hacia él.

—No… no lo sé. Con la careta es difícil. Esperemos a que hable.

Marcas miró a Teone y vio que se había acercado al estrado.

El hombre del micrófono empezó a quitarse la máscara lentamente.

A Anaïs le dio un vuelco el corazón. Temiendo ver el odiado rostro, clavó la mirada en la barbilla, en el labio inferior, en la boca… «¡Rápido, enseña tu cara de cerdo!». La sangre palpitaba en sus venas.

Antoine apretó la cajita como si fuera a estrujarla. Una presión y todo acabaría.

El rostro del hombre quedó por fin al descubierto en medio de la luz lunar.

Henry Dupin. El amo y señor de San Francesco del Deserto.

—No… no —dijo Anaïs con voz desmayada.

Marcas dejó de apretar la cajita de plástico.

—Mierda.

La voz de Henry Dupin retumbó bajo las arcadas.

—Os doy la bienvenida. El placer y el amor son de nuevo los dueños de este lugar.

Una salva de aplausos se levantó de la masa compacta.

—La velada de la estrella en la ventana de Occidente queda inaugurada. Pero antes…

El gran modisto creaba suspense.

—… Quisiera saludar a la persona sin la cual nada habría sido posible. Nuestro único y verdadero maestro. Sir Aleister Crowley, el libertador de la estrella.

En el momento en el que pronunciaba el nombre del mago inglés, todos los rostros de Casanova proyectados en las paredes desaparecieron como por ensalmo, y en su lugar surgieron los retratos de un hombre calvo de mirada alucinada.

—Crowley —maldijo Marcas.

El maestro de magia contemplaba a sus súbditos con aire torvo. Arcángel caído, resucitado para recuperar su cetro de locura mística.

La multitud gritó de gozo. Los condenados aclamaban a su mesías. Henry Dupin alzó la mano.

—Y ahora saludemos al maestro secreto, al heredero del profeta de la palabra verdadera. Se halla entre nosotros —dijo señalando con la mano las primeras filas del público.

Antoine notó que la mano de Anaïs se crispaba. Apretó de nuevo la cajita. Había llegado el momento.

—Voy a avisar a Pratt.

—No —susurró Anaïs con voz ronca—. Aún no, quiero verlo.

—Pero…

—Antoine, por favor.

Henry Dupin bajó las manos y las juntó como si fuera a rezar. Una frase salió de sus labios.

—¡Que empiece la sesión!

Al instante se formó un círculo, móvil, indeciso, como una serpiente que se mordiera la cola.

—¡Qué se presenten los elegidos!

Cinco máscaras se adelantaron.

—Que dibujen la estrella.

Los elegidos se colocaron en puntos clave en el centro del círculo.

—La estrella está formada. ¡Que traigan la Tierra!

Anaïs y Antoine volvieron la mirada hacia una puerta estrecha por la que salió una mujer desnuda, sin máscara, con la mirada extraviada. Era joven, de pechos voluminosos.

—Que la coloquen en el centro de la estrella.

Marcas miró el cuerpo desnudo que ya ondulaba en el suelo.

—Hermanas, haced brotar la semilla oculta en la Tierra.

Dos máscaras abandonaron sus respectivas puntas de la estrella y se tumbaron sobre la desconocida. Anaïs bajó la cabeza. Del enlosado subía un jadeo sordo.

—¡La semilla asciende!

—¡La semilla asciende! —gritó a coro la multitud.

Los gemidos se aceleraron.

—Que los hermanos se preparen.

Las máscaras de los tres lados restantes se despojaron de la parte inferior de sus trajes.

—Que los árboles de vida broten.

Antoine bajó la cabeza. Oyó cómo los pasos regulares de los tres hombres resonaban en la gran sala súbitamente silenciosa. Las máscaras se situaron alrededor de la mujer desnuda. La voz vibrante de Dupin subió como una llamarada.

—Hermanos, esta noche es única. Vais a ser iniciados en el último grado, el de los maestros elegidos. Como Crowley, como Casanova, vais a descubrir la estrella.

Un estremecimiento recorrió a la asamblea. Los dos invitados enmascarados volvieron a sus puestos.

—Que las tres puntas sean colmadas.

El grito bronco de la mujer se alzó desde el suelo, seguido de un alarido cuando el último hombre la penetró. La multitud levantó las manos con alborozo.

—¡La Tierra está labrada! ¡La Tierra está tomada! La Tierra está llena.

Las exclamaciones frenéticas duraron varios minutos. De golpe, la orden del modisto atronó la abovedada sala:

—¡Retiraos, hermanos!

Marcas levantó la vista.

En el suelo, la desconocida solo era carne sin vida; estaba muerta.

—Dios mío —murmuró Anaïs—. Están todos locos.

Algo alejado del estrado, un personaje con máscara blanca contemplaba la escena llevándose las manos al vientre. Sus ojos parecían hipnotizados por la visión del cadáver de la joven.

—Y ahora, que comience el baile de la muerte —exclamó la voz aguda de Henry Dupin.

—¡La danza macabra! —repitió la multitud en trance.

Unos fogonazos de luz verde y blanca salieron de las arcadas.

—¡Estoy soñando! No se pondrán a bailar, ¿verdad? —balbució el comisario.

Por los disimulados altavoces salió un sonido salvaje. El ritmo se aceleró brutalmente. Las máscaras se cogieron de las manos y la farándula fúnebre dio inicio.

Anaïs se volvió hacia Antoine:

—¿Qué es este circo?

El policía no tuvo tiempo de contestar, una mano lo había cogido con fuerza y lo arrastraba hacia los que bailaban. Vio cómo Anaïs se alejaba a sacudidas, como tragada por un remolino.

—¡Antoine! ¡Socorro!

La voz aterrorizada de la joven se ahogaba entre las filas de espectros que la engullían.

Él quiso soltarse, pero la poderosa mano lo arrastraba. Intentó meter la suya en el bolsillo, pero otra se la sujetó. Reconoció al Arlequín y a Polichinela, que corrían tirando de él. Quiso echarse al suelo para frenarlos, pero los dos enmascarados lo asían con mano de acero, triturándole las falanges. Lo hacían girar como un muñeco dislocado. La vista de Marcas se nubló en medio del grotesco torbellino. Máscaras burlonas revoloteaban a su alrededor como en un calidoscopio. El tronar sonoro había aumentado de volumen. Sentía cómo el desaforado son retumbaba en su pecho.

Arlequín y Polichinela lo habían llevado al estrado, al pie del cual lo arrojaron al suelo.

Intentó levantarse, pero su cabeza daba vueltas.

Al cabo de unos segundos vio sobre sí el rostro maléfico de Crowley.

Oyó al lado un gemido que lo sobresaltó.

Vio a Teone arrodillado junto él, con la máscara alzada sobre la cabeza. Un hilo de sangre manaba de su boca.

—Dio… he visto a Dioni…

El veneciano se desplomó.

—¡No! —gritó Marcas.

Quiso llevarse la mano al bolsillo. Una porra le golpeó la sien.