El sol se ponía tras los tejados de los palacios de fachadas desconchadas. Las ventanas de las habitaciones de los pisos altos despedían destellos del mismo color rojizo del mar. Abajo, en las callejuelas que bordeaban los canales, la oscuridad invadía paulatinamente los últimos rincones abandonados por el astro solar.
Tres siluetas fantasmales vestidas con capas negras caminaban en silencio, cruzándose a ratos con algún transeúnte al que no sorprendía verlos así disfrazados. Habían salido diez minutos antes de la tienda de alquiler de disfraces del barrio de Dorsoduro y se dirigían hacia el embarcadero de la Academia.
La niebla flotaba nuevamente sobre la laguna y los venecianos se recogían en sus casas; solo los turistas, poco numerosos en esa época del año, se demoraban a orillas del Gran Canal.
El grupito llegó al embarcadero del que acababa de zarpar un vaporetto. Tras ellos, la fachada de la Academia apenas se veía ya, sumida en las tinieblas que se adueñaban de todo.
Anaïs se quitó la capucha de su pesada capa; llevaba una máscara veneciana blanca con plumas negras de visos verdes que solo dejaba al descubierto la boca.
—Este sitio no es muy tranquilizador por la noche —dijo la joven a sus dos acompañantes, cuyas máscaras ya casi no veía, y que llevaban la capucha puesta.
—Hubo un tiempo en que los asesinos arrojaban a sus víctimas precisamente en este punto del canal. Era mucho antes de que construyeran la Academia —explicó Teone quitándose a su vez la capucha.
Su máscara negra representaba la cabeza de un ave de presa y tenía dos ranuras oblicuas para los ojos.
Marcas miró su reloj. El motoscafo debía recogerlos en menos de tres minutos y llevarlos a la isla de Dupin. Sacó del bolsillo la invitación, una tarjeta rígida lacada de negro en cuyo centro no se veía más que un retrato de Casanova en un medallón oval. Al dorso, impreso en primorosa letra, decía:
VELADA DE LA ESTRELLA EN
LA VENTANA DE ORIENTE
HENRY DUPIN
PALACIO DE SAN FRANCESCO DEL DESERTO
Antoine sentía el olor del duro cuero de su careta en forma de luna. La estrella en la ventana de Oriente, pensó guardándose la tarjeta. Siempre el mismo símbolo que tanto gustaba a Crowley. Le recordó también un libro extraño de enigmático título, El ángel en la ventana de Oriente. O quizá fuera una aventura de Corto Maltés, cuyo autor había sido masón de alto grado; no sabía. Vio que Anaïs se daba en la capa golpecitos nerviosos con la mano enguantada. Se acercó a ella.
—Podemos anularlo todo, aún estamos a tiempo.
Ella le apretó la mano.
—Lo sé. Estoy a punto de echar a correr. Tengo… miedo de lo que pueda encontrarme allí.
—¡Lo dejamos!
Ella crispó sus dedos sobre los de él.
—No. Es una cobardía. Una parte de mí se muere de miedo, la otra…
—¿La otra?
—Me impulsa a volver a ver a ese loco. Es tan confuso…
Cambio de opinión a cada momento. Si el barco no llega enseguida, mi valor flaqueará. Envidio tu calma.
Marcas la cogió por los hombros.
—No lo creas. Todo es pura apariencia… Trato de mantener la sangre fría. Además, me tranquiliza que Teone nos acompañe.
—Gracias por reconocerlo, hermano —dijo Teone con voz cálida—. Piensen caritativamente en los tres miembros de la logia Casanova a los que suplantamos, y que en este momento se están pudriendo en un sótano húmedo. ¡Ah, ahí viene nuestro piloto!
Una lancha motora negra surgió de la niebla a poca velocidad y atracó ante ellos. Pratt salió de la embarcación, vestido con una larga chaqueta gris oscuro y una careta alzada sobre la frente.
—Siento el retraso. La bruma nos obliga a ir despacio por el canal, suban.
Embarcaron; mientras tomaban asiento en los bancos, la lancha puso rumbo hacia la salida del Gran Canal. Pasaron delante del museo Guggenheim. Pratt se había quedado de pie, cogido de los asideros del bajo techo.
—Tenemos poco tiempo para llegar a la isla. Escúchenme bien. Les doy una cajita, del tamaño de un llavero, que permite transmitir una señal electrónica a un kilómetro de alcance. Esa señal activará una bengala que mis hombres podrán ver.
—¿Por qué una bengala? ¡Eso dará la alerta! Dionisos huirá.
—Lo atraparemos, estén tranquilos. Si se ven en apuros, digan que la policía rodea la isla. En el peor de los casos se servirán de ustedes como rehenes para intentar escapar.
—¡Qué bien! ¿Y dónde están sus hombres?
—En tres barcos situados en triángulo en torno a la isla, a unos doscientos metros de los embarcaderos, fuera del alcance de los radares que Dupin tiene instalados para detectar la presencia de intrusos.
—¿Y la bengala?
—Uno de mis hombres rana la ha colocado en uno de los postes sumergidos, a cincuenta metros de la isla. Si están ustedes en la gran sala del convento, la verán por la izquierda.
Marcas se había quitado la careta. Su frente chorreaba de sudor. Anaïs seguía con la suya puesta, tensa. Pratt parecía nervioso.
—Otra cosa. En teoría, entre el momento en que envíen la señal y el desembarco de mis hombres pasarán como mínimo cinco minutos. Pondremos las sirenas para asustar a los guardas.
Anaïs preguntó con voz glacial:
—¿Y si deciden oponer resistencia armada?
—Los vigilantes privados contratados por Dupin nunca harían eso contra la policía. Aunque, claro está, lo peor nunca puede descartarse. Quienes pueden darnos problemas son los guardaespaldas personales de Dionisos.
La lancha acababa de pasar el Lido, iluminado en la puesta de sol. Antoine se volvió hacia Anaïs:
—¿Todo bien?
—No. Con ganas me tomaría una copa para darme ánimos.
Teone cogió una botella oscura de un gran cajón que había debajo del banco y dos tacitas de terracota. Echó un líquido ambarino y alargó las tazas a los franceses.
—Curaçao, nada mejor antes de meterse en la boca del lobo.
—Gracias, me tranquiliza usted —dijo Anaïs antes de tomar de un trago el licor de naranja.
La embarcación redujo. Un canal bordeado de árboles conducía a la isla de Dupin. Al fondo, se adivinaban los muros ocres del convento. Un antiguo monasterio franciscano. Un olor acre de cieno subía del mar pantanoso.
—Es el momento —dijo Pratt, acercándose al piloto.
Los tres invitados se pusieron las caretas y se levantaron. Marcas tomó a la joven del brazo.
—Di una palabra y damos media vuelta. Luego será demasiado tarde.
Anaïs lo miró tras su máscara. Los ojos verdes emitían un destello de dureza casi inquietante.
—Es demasiado tarde… después de lo de Sicilia. Vamos.
El barco se arrimó al muelle de madera. Unas cincuenta antorchas colocadas a intervalos regulares lo iluminaban.
Al final del muelle, como un tribunal de fantasmas, esperaban en lo alto de una escalera tres personajes de la Comedia del Arte.
Anaïs y sus acompañantes subieron uno tras otro. El hombre disfrazado de Arlequín tendió la mano para invitar a Anaïs a acceder a la plataforma al tiempo que hacía una reverencia histriónica.
—Benvenuti a San Francesco del Deserto. Mi presenti i suoi invitati.
Marcas sacó las tres invitaciones y las dio al Polichinela, que hizo una inclinación diciendo con voz melodiosa:
—Vi aspetta una notte di piacere. Che colui che regge il cielo abbia cura… del resto! (Les espera una noche de placer. Que el que sostiene el cielo se ocupe… de lo demás).
—Grazie mille —contestó Teone.
Polichinela observó un instante los disfraces de los tres recién llegados, luego los dejó pasar. Se oyó el ronroneo de la lancha que los había traído; daba marcha atrás, lentamente. Anaïs sintió que se le contraía el estómago al comprobar que el barco se alejaba en la bruma. Su pulso se aceleraba a medida que se acercaban a su destino. Las llamas bailaban en la noche oscura.
Le recordaron otras llamaradas, asesinas, despiadadas.
Tras su máscara casi podía sentir el calor que difundían. Todo volvería a repetirse, como allá. Acabarían en una hoguera, quemados vivos. Se detuvo. No podían pedirle que siguiera adelante. «No tendría que haber aceptado, ¡qué estupidez!». Volvió la cara y vio cómo el barco de Pratt se desvanecía en la niebla. Era demasiado tarde para echarse atrás.
Le tomó la mano a Marcas.
—¡Ánimo! —le murmuró él al oído.
La joven no contestó. Cada paso que daba la acercaba al Mal.
Ante ellos se erguía ahora el convento cercado de altos cipreses. Al final de una alameda de grava, ante una ancha puerta de talla, había un hombre en redingote negro, con peluca pero sin máscara.
Al llegar a menos de tres metros, Anaïs estuvo a punto de proferir un grito. La última vez que había visto a aquel hombre fue cuando le servía vino, en la gran sala de la Abadía de Cefalú, la última noche, la noche de la matanza.