El edificio gris de cuatro pisos parecía un insulto arquitectónico al esplendor de Venecia. Flanqueado por dos almacenes abandonados que daban a las vías de la estación de trenes de Santa Lucia, la sede de las empresas Teone podía haber estado perfectamente en un polígono industrial abandonado de Milán o Turin. Tres motoscafi oxidados, varados como peces muertos, bloqueaban una antigua vía muerta. Un olor a cieno subía del pequeño canal que bordeaba el edificio.
—Sublime. Esta es la Venecia misteriosa de la que no habla ninguna guía turística. Comparado con esto, la plaza San Marcos y el Danieli no tienen el menor interés —masculló Anaïs tapándose la nariz.
—Da igual. Ya haremos turismo luego. En el palacio Dupin, por ejemplo… —respondió, irritado, Marcas, que daba patadas en el suelo para entrar en calor.
Llegaron ante una puerta pintada de color verde oliva, en la que había un ventanuco con rejilla. Marcas tocó el timbre. A los diez minutos la rejilla se abrió y dejó entrever los ojos de un hombre.
—Hermes —dijo Marcas con voz ronca.
—Trismegisto —contestó su interlocutor.
El coloso que los acogió la noche anterior en su apartamento les abrió la puerta y les señaló el fondo de una sala llena de boyas, piezas de barco y tableros de madera pintados. En la pared, un ancla que había conocido mejores días pendía de un grueso clavo, como un viejo anzuelo oxidado. Cruzaron la sala y entraron en un recinto aún más deslucido. En la pared de la derecha amarilleaba un póster con la imagen de un ocaso, muy de moda en la época hippy. A la izquierda, un viejo calendario del año 1969 desvelaba las gracias ajadas de una pin-up que a esas alturas debía de estar pasando su vejez en alguna residencia de ancianos. El despacho, de muebles de contrachapado, estaba repleto de rollos de papel de estraza.
—Los negocios del señor Teone no parecen ir viento en popa —susurró Anaïs.
Sentado en una silla de ruedas normal y corriente, el amo de las empresas Teone alzó la vista de su ordenador y sonrió.
—Bienvenidos al palacio Teone, queridos amigos.
Anaïs dedicó a Marcas una sonrisa forzada. El veneciano seguía sentado y los dejaba allí de pie como pasmarotes.
—Digan la verdad, se esperaban otra cosa.
—Las apariencias… —contestó Marcas en tono socarrón—. ¿Dónde está el policía al que debíamos ver?
—Todo es apariencia, en efecto —replicó Teone levantándose.
Se inclinó y apoyó la mano en una pequeña ancla de plástico que sobresalía de la pared.
Ante la mirada atónita de los dos franceses, apareció una puerta disimulada debajo del gran póster de la puesta de sol.
—Donde el astro nace surge la verdadera luz… Si son tan amables de seguirme —añadió Teone con aire grave—. Cuidado, la escalera es muy empinada.
Descendieron un trecho de escalones de hormigón que llevaba a un pasillo angosto en el que solo cabía una persona. A intervalos regulares, unas luces de emergencia difundían una luz apenas suficiente para evitar los charcos en el suelo húmedo. Los tres caminaban lentamente. Subieron luego otra escalera y llegaron a una puerta metálica sobre la que había un gran retrato de Mussolini con casco. Los ojos saltones del dictador miraban el techo. Abajo, una inscripción en letras negras decía: «Con el Duce hasta la muerte».
—Encantador —dijo Anaïs—. ¿Estamos en la asociación de los viejos fachas? He olvidado mis botas claveteadas.
La voz de Teone resonó en el conducto.
—Descubrí este pasaje secreto cuando mi padre instaló su empresa aquí en los años sesenta. Lo construyeron los fascistas para comunicar una comisaría de la policía a una salida secreta. Así los confidentes podían entrar sin que los partisanos los vieran.
—Y ahora ¿para qué sirve? —preguntó Marcas.
—Para ir a mi verdadero despacho, mi refugio. Desde que me retiré de los servicios secretos tengo cierta nostalgia de la clandestinidad. En cuanto al Duce, es un simple guiño.
Teone introdujo una tarjeta de plástico negra en una rendija de acero pulido que había en lugar de cerradura. Empujó la puerta y entró seguido de la pareja de franceses. La estancia se iluminó; era un enorme despacho moderno, con paredes revestidas de madera anaranjada y ventanas estrechas que dejaban pasar la luz del día. Una larga alfombra persa de color rojo oscuro recubría el parquet. Sobre una estantería, un gran cuadro rectangular representaba la iglesia de San Giorgio Maggiore vista desde el canal de la Giudecca. Marcas tuvo una duda. Se preguntó si se trataba de un Canaletto auténtico o de una excelente copia.
Sentado en un sofá color arena, un hombre corpulento con chaqueta de tweed fumaba tranquilamente un cigarrillo. Con sus ojos azul claro observó largamente a los recién llegados. Teone se adelantó y extendió el brazo hacia Marcas y Anaïs.
—Querido capitán Pratt, le presento a nuestros amigos. Han hecho un largo viaje para llegar a la Serenísima.
Todos se sentaron después de que el hombre estrechara rápidamente la mano de los tres recién llegados.
—Pratt habla también su lengua, estuvo destinado por la Interpol en Lyon hace diez años —explicó Teone—. Adelante, capitán.
El policía había desplegado sobre la gran mesa de cristal un plano detallado de la isla de San Francesco del Deserto. Miró a los ojos a Marcas y a Anaïs.
—Teone me ha contado su caso. No les oculto que se trata de una empresa muy arriesgada. Desde luego ninguno de mis hombres los acompañará al palacio de Henry Dupin; no dispongo de una orden judicial para eso.
—No le pedimos tanto. Solo apoyo logistico para capturar a Dionisos —replicó Marcas.
—Explíqueme brevemente qué piensa hacer —dijo Pratt dando una calada al cigarrillo.
—Llegamos al baile de Dupin con las invitaciones de otra pareja. Allí, Anaïs identifica a Dionisos sin desenmascararnos. Yo le doy a usted un telefonazo y usted desembarca con sus hombres y lo arresta.
Pratt miró un momento a Teone y luego de nuevo a los dos franceses.
—Demasiado peligroso… No acaba de convencerme. Me juego demasiado si la cosa sale mal.
Anaïs terció con voz suave.
—Capitán, somos nosotros quienes corremos todos los riesgos. Si Dionisos o alguno de sus asesinos nos reconoce, nos matarán sin dudarlo.
—Claro, pero yo tendría que rendir cuentas. Movilizar a mis hombres sin que me cubra un superior puede costarme muy caro.
—Salvo que arreste al responsable de la matanza de Cefalú. Todos los honores serán entonces para usted —repuso la joven.
El policía aplastó la colilla en el cenicero.
—Señorita, hay otro medio más sencillo: yo la hago arrestar ahora mismo como único testigo. Toda la policía de mi país la busca. Después rodeo la isla de Dupin para echarle el guante al tal Dionisos durante la velada. Hacemos desfilar a todos los invitados y usted nos dice quién es. La gloria seguirá siendo para mí, y ustedes no arriesgan la vida.
Anaïs echó una mirada inquieta a Marcas.
—Razonamiento impecable, querido colega —dijo Antoine—. Solo que, aunque detenga a Anaïs, nada nos asegura que sus superiores lo autoricen a sorprender a Dionisos en su guarida. Además, Anaïs será una testigo, pero también una sospechosa… que podría perfectamente ser la culpable.
—Nadie creerá que una secta tan diabólica sea dirigida por una mujer. Por desgracia, este tipo de atrocidades las cometen siempre los hombres —objetó el capitán.
—Por una vez, le agradezco el comentario machista —gruñó Anaïs.
Teone había cruzado las piernas en el sofá.
—Mi querido Pratt, ellos tienen razón. Hay que dejarlos entrar en la boca del lobo. Además, he decidido acompañarlos para echarles una mano.
Antoine y Anaïs lo miraron estupefactos. Incluso Pratt abrió unos ojos como platos. Teone barrió sus dudas con un revés de la mano.
—No se hable más. Así recordaré los viejos tiempos. Desde que sigo este caso siento nostalgia del servicio activo.
Marcas fue el primero en reaccionar.
—Sí, pero habrá que conseguir otra invitación.
Teone sonrió maliciosamente.
—Ya lo he acordado todo con el que alquila los disfraces. Tres invitados serán interceptados por mis ayudantes justo antes de salir para el baile. Gente bien. Uno es banquero en Lugano, especialista reconocido en la evasión fiscal de grandes fortunas. Los otros dos son una pareja de productores de televisión de Milán. La logia Casanova recluta a la flor y nata. Se los retendrá el tiempo que haga falta. Luego los soltaremos. Y no dirán nada, contentos de haber escapado a lo que ellos creerán un secuestro.
Anaïs se echó a reír. Decididamente, las costumbres de Italia eran increíbles.
—Nos queda un día hasta el baile. ¿Viene usted con nosotros, mi querido… Príncipe de Jerusalén? —dijo Teone volviéndose al policía italiano.
—Espero fraternalmente que sepan dónde se meten.
—No lo sabemos, y eso es lo peor —concluyó Marcas.