Una lluvia fría azotaba el quai de Conti. Los pocos transeúntes que pasaban se guarecían bajo chorreantes paraguas. Edipo salió del portal y subió al taxi que lo esperaba en la acera.
—Aeropuerto de Roissy, terminal 2 D —le dijo al taxista, un asiático tocado con una gorra.
—Allá vamos.
Arrancó y se integró a la circulación. Edipo se miró el dedo índice vendado; era el precio que debía pagar por las múltiples ventajas que Dionisos le procuraba. Pero la pequeña sesión de tortura le había impedido deleitarse viendo a los clientes del club, privilegio que se concedía siempre que visitaba la guarida de Dionisos. Sin embargo, no comprendía por qué el maestro no se mezclaba con los clientes; este, para quien el sexo tantísima importancia tenía, ocultaba completamente su vida sexual. En cinco años que llevaba con él nunca lo había visto en compañía m de mujeres ni de hombres, e incluso en las sesiones prácticas de los iniciados se limitaba a mirar. Era uno de los numerosos misterios del maestro.
El taxi, que rodaba por el carril bus, adelantaba a los coches que se atascaban en los carriles paralelos. Edipo comprobó por última vez que llevaba en el bolsillo de la chaqueta su billete de Air France para Venecia y uno de sus pasaportes válidos.
Repasó mentalmente las tareas que lo esperaban en la ciudad pantanosa. Las órdenes de Dionisos eran inapelables. Aunque se estremeciera al pensar en el proyecto que el maestro había concebido largamente.
El mundo entero recordaría lo que iba a suceder en Venecia. Dionisos superaría a Casanova en la memoria de los hombres.