La mañana estaba bien avanzada cuando Marcas se levantó; la espalda aún le dolía. Era su primera noche tranquila después de lo ocurrido en Granada. Habían dormido en habitaciones separadas, aunque él habría preferido compartir la cama. Aún recordaba la emoción que sintió al despertar en el hostal en ruinas. Pero se habría avergonzado de aprovecharse de la situación.
Cuando entró en el salón vio a Anaïs sentada en el sillón, con los pies apoyados en una silla. Con una taza de café al lado, leía atentamente el informe sobre Henry Dupin. Al verlo entrar alzó la cabeza.
—Buenos días. Estás hecho una marmota.
—A mi edad necesita uno descansar mucho.
Ella sonrió. A Antoine le gustaba esa sonrisa.
—¿Quiere el anciano Antoine un café? En la cocina aún queda. Teone acaba de llamar. He fijado la cita con el especialista de Casanova dentro de una hora en el Café…
—No me lo digas… ¿En el Café Casanova?
—Ese Teone tiene mucho sentido del humor —añadió la joven, que se desperezó largamente—. Y también mucho encanto.
—¿Es tu tipo de hombre? Las sienes grises, modales de otra época… La figura del padre —contestó Marcas demasiado rápidamente.
Ella se irguió y sonrió de nuevo.
—Mi querido comisario está celoso… ¡Qué encanto! ¿Y tu tipo de mujer cuál es? ¿Cómo Isabelle? Intelectual, hermanita con delantal, de las que hacen el amor hablando del compás y la escuadra.
—No tiene gracia —replicó Marcas, molesto.
En ese terreno, no estaba seguro de ganar. Ni en ningún otro en aquel momento.
—He dado en el clavo con lo de Isabelle.
—Es un comentario estúpido —contestó Marcas tomando el informe sobre Henry Dupin—. Y estos documentos ¿qué?
Anaïs hizo un mohín.
—Recortes de prensa, un resumen de su fortuna, una entrevista en la que habla de su pasión por Casanova. Hay también un reportaje sobre su casa veneciana, que fue un monasterio franciscano, y un plano que podría servirnos.
Marcas contemplaba Venecia. La bruma persistía y la ciudad tenía aún ese encanto fantasmal que presentaba durante la noche. Recordó de pronto que debía telefonear a Isabelle.
—Tengo que hacer una llamada.
—A Isabelle, supongo. ¡Qué tierno! —soltó la joven dejando de nuevo la carpeta roja sobre sus rodillas.
Marcas fue por el móvil de la entrada y marcó el número.
—Isabelle Landrieu al aparato.
—Marcas, buenos días.
—¡Antoine! ¿Dónde estás?
—En Venecia.
—¡Mira que eres terco! En fin, dime qué ha pasado.
El policía había vuelto a la sala principal y se había sentado en otro sillón, frente a la gran ventana. Empezó su relato. De vez en cuando miraba de reojo a Anaïs; pizpireta, con ese pijama de hombre que le iba grande, el pelo revuelto, era enternecedora. Acabó de explicar el plan para entrar en la isla de Dupin.
—Estás loco; no das la talla.
A Marcas no le gustaba que pusieran en duda sus capacidades, y menos aún que lo hiciera una mujer; viejo resabio machista. Se puso tenso.
—Está decidido. Lo único que te pido es que me des la información que te solicité. Envíamela por e-mail.
—¿Cómo está Anaïs?
Antoine se quedó un momento sin voz.
—¿Cómo lo sabes?
—Alexandre Parell. Parece ser que tu ayudante ha hablado. Está segura contigo. ¿Sabes que te han dejado en la estacada?
—Sí —confesó el comisario.
—¿Y aun así estás decidido a infiltrarte en la guarida de ese loco con la chica?
—Sí.
—Bueno. Si los polis venecianos tardan en intervenir, usa la baza que llevas, la rema de corazones, tu Anaïs.
—¿A qué te refieres?
—Por lo general, los gurúes tienen una debilidad. No soportan que sus antiguos adeptos se vuelvan contra ellos. No soportan perder sus poderes. Su mayor triunfo es devolver a la oveja descarriada al redil. Ya se han dado casos así en los grupos que estudio.
—No entiendes. Anaïs lo odia… Con decirte que quiere matarlo con sus propias manos.
—El caso es ganar tiempo si los policías se retrasan. Si os veis en apuros, dile a Anaïs que haga la comedia, que se arroje a sus pies, que finja que te traiciona. Eso te dará un respiro.
—Él nunca la creerá.
—No estés tan seguro. Llevo mucho tiempo estudiando la psicología de los fundadores de sectas. Humillación y dominio son las palabras claves de su perversión íntima. Alimentará su vanidad ver que se prosterna a sus pies, sobre todo delante de sus adeptos.
—Ya veré —contestó Antoine, dubitativo—. Llámame cuando me hayas enviado lo de Crowley.
—Cuídate, hermano.
—Gracias.
Marcas colgó. A Isabelle no le faltaba razón. De pronto sintió miedo. Tenía poco más de veinticuatro horas para prepararse y enfrentarse a Dionisos y a los suyos; por primera vez desde que había llegado a Venecia se sintió vulnerable.