El motoscafo surcaba las aguas heladas levantando ondas que se perdían en la oscuridad. La pequeña embarcación esquivaba diestramente las balizas. Sentados cómodamente en las banquetas de cuero, en la trasera, Anaïs y Marcas trataban de atisbar las luces de la ciudad de los dogos por los ojos de buey, pero solo veían faros de alguno que otro barco. Estaban aún conmocionados por la noticia de la muerte de la actriz. Anaïs había traducido en el avión el largo artículo del periódico español, que planteaba la hipótesis de una explosión de gas. Ellos no lo creían en absoluto.
El hombre que, pasado el control de aduanas, los había recibido, hablaba con el piloto del barco y extendía el brazo hacia la derecha. Su vuelo era el último de la noche. Las formalidades se despacharon rápidamente, ya que los policías tenían prisa por irse a casa; un pasaje de turistas españoles no tenía por qué llamarles la atención.
Giacomo Teone, un cincuentón de pelo gris y perfil aguileño, había saludado a Marcas con un apretón de manos de reconocimiento y se había inclinado para besar la mano de Anaïs, muestra de una cortesía anticuada en la que el veneciano parecía desenvolverse de maravilla. «Se parece al conde de Transilvania de una vieja película, El baile de los vampiros», le susurró la joven al policía. El hombre poseía una compañía de motoscafi, esas lanchas que comunican el aeropuerto con Venecia, y acciones en una línea de ferris del Adriático. Teone transmitía un carisma y una autoridad refinadas. Se había dirigido a ellos en un francés perfecto.
El motoscafo viró a la derecha y se metió entre dos filas de postes que sobresalían del agua.
—¡Venecia, por fin! Puedo ver las fachadas iluminadas —dijo la joven, que se había levantado para ver mejor.
Marcas estiró el cuello y admiró el magnífico espectáculo que se le ofrecía. La ciudad lacustre surgía de las tinieblas acuáticas e irradiaba una luz tenue como si en cualquier momento fuera a apagarse, inundada por una corriente submarina. Marcas, que la había visitado dos veces, reconoció los tejados de las casas del barrio de Cannaregio, situado al norte de la ciudad. El barco había tenido que entrar en el canal de las Fondamente Nove. Marcas se pasó al banco de enfrente y miró del otro lado para ver si su memoria no lo traicionaba.
Allí estaba, en efecto, su isla veneciana preferida. San Michele, sumida en la oscuridad, donde solo brillaban débiles luces. La isla cementerio de Venecia, hundida entre cipreses, bella y austera. Probable modelo del cuadro de Boklin La isla de los muertos. Algunos recuerdos acudieron a su mente. Otra mujer. Hacía mucho tiempo.
Giacomo Teone bajó y se sentó junto a Marcas tras echar una mirada fugaz a Anaïs.
—Atracaremos algo más allá, en el barrio del Arsenal. Se alojarán en casa de un amigo mío, que está de vacaciones. Los habría recibido con gusto en la mía, pero nuestro hermano común me ha precisado que querían independencia. ¿Qué necesitan exactamente?
—Información y… armas.
El hombre miró a Marcas con aire tranquilo, como si se lo esperase.
—Dos mercancías preciosas. Empecemos por la información. Supongo que será sobre Henry Dupin y su palacio.
—Sí. Veo que nuestro hermano ha hecho bien las cosas.
—Sobre la mesa de la casa encontrará un informe que he hecho preparar para usted.
—¿Lo conoce?
—No. Mucha gente rica posee residencia en Venecia pero solo vienen de vez en cuando. La mayor parte del año, esas bellas casas están vacías, frías y silenciosas. Dupin, como otros, viene en febrero para el Carnaval y algunos días en verano. Pero…
—Pero…
—No pertenece a la vulgar categoría de rico extranjero. Se ha comprado la isla de San Francesco del Deserto, al otro lado de la ciudad, en la laguna. Dentro de tres días da una fiesta de disfraces. Parece que no es muy habitual, al menos en esta época del año. Han encargado comida y disfraces para unas cincuenta personas.
—Interesante —terció Anaïs, que se había acercado a Marcas.
El motor del motoscafo redujo. El chapoteo de las olas contra el embarcadero aumentó.
—¿Y las armas?
—He hecho una lista. Dos pistolas de pequeño calibre, tipo Beretta. Una mira telescópica con visión nocturna y una granada incendiaria.
Teone se echó a reír.
—¿Qué prepara usted, la invasión de la isla? ¿No quiere un mortero y una lancha de desembarco también? Vengan, los llevaré a sus apartamentos.
El motoscafo se había arrimado al embarcadero. El piloto había saltado al muelle, amarrado la embarcación y desplegado la pasarela. Anaïs tuvo un escalofrío. Se había levantado una ligera bruma. Las elegantes farolas arrojaban sobre las altas fachadas haces de luz levemente ocres. A la izquierda, marcando la entrada del antiguo arsenal de la ciudad, se alzaban las dos grandes torres almenadas rematadas por sendas oriflamas que ondeaban al viento.
Caminaron en silencio unos diez minutos por las callejuelas estrechas; sortearon dos minúsculos canales y pasaron bajo pórticos roídos por la humedad. Marcas habría sido incapaz de desandar el camino, ni siquiera en pleno día. Complicaba el laberíntico recorrido la niebla que envolvía las casas fantasmales.
—Hemos llegado —dijo Teone sacando un pesada llave antigua e introduciéndola en una puerta de madera oval.
Antes de entrar en el edificio de cuatro pisos, Marcas tomó mentalmente nota de que se hallaban en la via dell’Arco. Cruzaron un pequeño patio adoquinado en el que había una única puerta de roble. Teone tecleó un código en el portero automático incrustado en la piedra, la puerta se abrió y entraron en un alto pasillo de mármol verde mar. Subieron una escalera cubierta por una alfombra del mismo color y se detuvieron en el segundo piso. Teone sacó de nuevo el manojo de llaves y cogió una más moderna de varias caras. Una oleada de calor se expandió por el pasillo cuando entraron en el apartamento.
—Por fin un poco de calor —dijo Anaïs dejando su abrigo en un sillón.
Teone los hizo entrar en un saloncito decorado en un estilo preciosista de finales del siglo XVIII. Un sofá y unas sillas forradas de terciopelo azul daban un toque femenino a aquella estancia que no hacía sospechar el recibidor, más sobrio. Teone descorrió las cortinas, dejando ver parcialmente un canal umbrío y la fachada de un edificio que tenía las ventanas cerradas.
—Siéntense —dijo el cincuentón con voz firme señalando dos sillas en torno a una mesa—. Seamos serios. Me gustaría saber qué piensa hacer exactamente con esas armas.
—Prefiero ser discreto —contestó Marcas.
—Lo entiendo, pero… no conmigo. No quisiera atraer la atención de la policía si su expedición a la casa del señor Dupin saliera mal. Es una condición no negociable. De lo contrario, mañana por la mañana volverán por donde han venido. El primer avión para París sale a las siete y media.
Apenas lanzada su advertencia, un hombre alto de grueso cuello y con una cicatriz en la mejilla entró a paso ligero en la habitación. Marcas supo qué era el objeto que abultaba su chaqueta. El hombre se plantó detrás de la joven, apoyando las manos en el respaldo de la silla.
Anaïs miró con inquietud al policía. El cambio de tono la había sorprendido. Teone ya no sonreía. Marcas reflexionó un momento y vio sobre la mesa una carpeta roja con el nombre henry dupin escrito en letras elegantes.
—De acuerdo. No tengo más remedio, pero le advierto que llevará un tiempo.
—El tiempo en Venecia no tiene el mismo valor que en otras partes. Lo escucho.
Marcas y Anaïs tardaron media hora larga en explicar su odisea y la persecución de Dionisos. El guardaespaldas de Teone les había servido un refrigerio mientras contaban la aventura. Al final, antes de que Antoine explicara cómo pensaba entrar por sorpresa en la isla privada de Dupin, Teone despidió con un gesto a su ayudante. Cruzó los dedos bajo la barbilla y se quedó mirando a los dos fugitivos.
—Asombroso. Ese Dionisos es un hombre al que no hay que subestimar. Sin ánimo de ofenderlos, su plan me parece de aficionados. La isla está vigilada por una patrulla de agentes de seguridad privada cuando va el propietario. Pensar en atrapar al tal Dionisos y llamar luego a la policía local con el móvil es soñar despiertos.
—No se me ocurre otra cosa.
—Quizá haya otro medio de penetrar en su palacio: hacerse pasar por un invitado.
Anaïs, que había permanecido callada, se volvió hacia Marcas y dijo:
—Pero yo también voy. He aceptado venir a Venecia con esa condición. Tengo que saldar cuentas con Dionisos.
—Es demasiado peligroso para una chica tan guapa como usted —dijo Teone sonriendo—. Estará más segura aquí.
—No le deseo que pase por lo que yo he pasado esta semana, señor Teone. Creo saber lo que significa la palabra «peligro» mejor que ustedes.
Marcas le tomó la mano.
—Solo quiere ayudarte.
—Y por nada del mundo desearía herir su amor propio —añadió Teone.
—Pues no se hable más. Iré y me enfrentaré a Dionisos.
Se hizo un silencio. El italiano se dejó caer en su asiento.
—Como quiera. Sigo. La idea es introducirlos en la fiesta. Conozco a quien alquila los trajes. Le pediré una copia de la lista de invitados a los que debe entregar los disfraces. Tengo también algunos amigos valiosos en la policía veneciana. Pondré al corriente de todo a un capitán de la brigada criminal.
—¿Un hermano?
—Príncipe de Jerusalén, para ser exactos.
—Decimosexto grado, ¿no?
—Sí. Tentándolo con el arresto del responsable de la matanza de Cefalú podré convencerlo de apostar algunos hombres en un barco cerca de la isla. Solo tendrán que identificar a Dionisos y luego avisarles.
El rostro de Anaïs se iluminó.
—Puede funcionar. Necesitaremos también invitaciones. Solo porque vayamos disfrazados no podremos entrar.
Teone sonrió.
—Ya había pensado en ello. Por cierto, nuestro común hermano en París me ha pedido que localice a un especialista en Casanova, no me explico por qué, pues aquí en Venecia hay muchos.
Marcas recordó lo que les había confesado Manuela Real. Si esta decía la verdad, Dupin y sus esbirros se creían herederos del seductor veneciano; pero este era un dato que no quería revelar, al menos de momento.
—Sí, parece que Henry Dupin se interesa mucho por Casanova. Podría ser una pista.
—Una pista un tanto vaga, comisario… Aquí son muchos los estudiosos que se interesan por Casanova y consultan sus archivos, verdaderos ratones de biblioteca.
—¿Y cuál es el mejor?
—El más competente es André del Sagredo. Trabaja en la Fundación Finni, la más renombrada de las bibliotecas privadas de Venecia. Y es una autoridad en la materia. Si quiere puedo ponerme en contacto con él ahora mismo.
—Sí, quisiera verlo lo antes posible.
—¡Hecho! Ahora debo dejarlos. En el cajón de la cómoda de la entrada hay un móvil a su disposición. El código está pegado dentro. En cuanto a sus habitaciones, también están listas.
—Gracias por su ayuda.
—De nada. Esto me recuerda los viejos tiempos de las operaciones clandestinas; además, siempre cumplo mi juramento de ayudar a hermanos en apuros. Hasta mañana.
Anaïs saludó educadamente al italiano, que se dispuso a salir, seguido del ayudante. Cuando cerraba la puerta dijo:
—Me olvidaba. Han estado a punto de cruzarse con Dupin en el aeropuerto. Ha llegado en el vuelo de París una hora antes que ustedes.