El cibercafé El Loco estaba casi desierto a primera hora de la tarde. Situado en el viejo barrio, a dos pasos de las murallas de la antigua fortaleza de la Alcazaba, el local había reemplazado a un tablao flamenco. Los nuevos dueños habían conservado los carteles de airosas gitanas para acentuar el contraste con las pantallas planas y luminosas alineadas en sendos compartimientos.
Anaïs y Marcas estaban sentados frente a una de ellas, al fondo de la sala. El policía había sacado su tarjeta de crédito y estaba tecleando el número. La página de Iberia esperó unos segundos y confirmó la reserva. Antoine se reclinó en el asiento y apuró su vaso.
—Hecho. Salida del aeropuerto de Almería a las cinco, llegada a Barcelona a las seis y veinte. Transbordo y despegue para Venecia a las ocho.
—¿Y llegamos?
—Hacia las diez menos cuarto —contestó Marcas dejando el vaso en la mesa—. Si todo va bien estaremos en la ciudad a eso de medianoche.
—Medianoche en Venecia… Qué romántico, ¿no? Naturalmente tomaremos una habitación en el Danieli… —dijo la joven mostrando la más seductora de sus sonrisas.
Marcas se levantó y miró el reloj.
—Ahora mismo lo sabremos. Llamaré a mi contacto en París. Tengo que salir a la calle, aquí hay poca cobertura.
—De acuerdo —contestó Anaïs en el mismo tono guasón.
El policía cruzó la sala y sacó el móvil. Se sentó al sol ante el escaparate del café. Su entusiasmo no había disminuido desde que hacía cuatro horas salieron de la venta en ruinas en la que se habían refugiado. Había convencido a la joven de ir a Venecia demasiado pronto: ella quería vengarse. Tendría que vigilarla de cerca. El objetivo era atrapar a Dionisos, no matarlo. «Si es que podemos acercarnos a él», se dijo.
Si conseguían identificarlo en Venecia y avisar a la policía, su pesadilla habría acabado. Ser testigo de la matanza de Cefalú la protegería. Y él aportaría la prueba de la conexión entre las muertes del Palais Royal y de Granada.
Por consejo de Anaïs, había renunciado a volar desde Madrid y se habían dirigido a Almería, que les quedaba más cerca; además, su aeropuerto internacional ofrecía vuelos regulares. A medio camino pararon en un hostal en el llano entre Granada y Almería y Marcas llamó al hermano obeso. Lo había convencido de prestarle ayuda una vez más. Por sí solos no tenían ninguna posibilidad en Venecia. El consejero de la prefectura de París le había pedido que volviera a llamarlo antes de llegar al aeropuerto.
Antoine lo hizo pulsando la tecla de rellamada. Los rayos del sol le calentaban la cara. Le habría gustado quedarse allí toda la tarde y abandonarlo todo. Sonó el tono de llamada internacional. Vio sobre una mesa un ejemplar del ABC.
«Los asesinos de Semana Santa». Reconoció de inmediato la foto de portada. El rostro sonriente del policía que los había ayudado a escapar de las garras de Edipo. Marcas se enteró de que otras dos personas habían fallecido en el tiroteo, y que los asesinos habían logrado escapar.
En la mitad inferior de la portada se veía una foto de Manuela Real. Intentaba leer el artículo cuando una voz familiar sonó en el auricular. Marcas se metió el periódico en el bolsillo de la chaqueta y preguntó:
—¿Has podido arreglarlo?
—Sí. Uno de nuestros hermanos italianos os recibirá en el aeropuerto Marco Polo y os conducirá a la ciudad con total seguridad.
—¿Y cómo lo reconoceré?
—Llevará un cartel con el nombre de señor…
—¿Señor?
—Boaz[4].
—Muy gracioso. ¿Y el nombre de él, el verdadero?
—Giacomo Teone. Es un exmiembro de los servicios especiales italianos que ahora se dedica a los transportes marítimos, Venerable de la logia Hermes de Venecia. Es un amigo personal. Un fenómeno. Es un logia negra.
Marcas comprendió la alusión del hermano obeso. El italiano formaba parte de los altos grados masónicos. En la parte baja del escalafón masónico, la logia azul representaba los talleres clásicos, en los que los grados no pasaban de maestros. Luego iban los verdes, los rojos y los negros. Como miembro de una logia negra, Teone debía de situarse entre el decimonoveno y el trigésimo grado. A Marcas no le gustaba la llamada cordonitis, ese afán enfermizo por la consecución de grados, y el nombre de los grados le parecía algo más bien poético: caballero de la serpiente de bronce, príncipe del tabernáculo, patriarca de las cruzadas, sublime escocés de la Jerusalén celestial… Nombres en desuso pero que muchos masones aspiraban a llevar.
—Tranquilízame; no fue miembro de la logia P2, ¿verdad?
—Si te dijera que no, ¿me creerías?
—No, pero a estas alturas ya no me fijo mucho en quiénes son los hermanos de mis hermanos.
Marcas oyó la señal de alarma del indicador de batería. Aún tenía que hacer una llamada importante.
—Tengo que dejarte. Gracias por tu ayuda.
—Ten cuidado. Hoy se archivará oficialmente la investigación de la muerte de la amiga del ministro. Muerte natural, sin asunto de faldas. El colega que te ha sustituido lo ha despachado pronto. Parece que el forense se resiste a admitirlo. Pero el consejero está encantado y los periodistas se lo han tragado sin rechistar.
El comisario resopló.
—Lo suponía. Te llamo mañana.
—No, espera. Tengo otra noticia, mala para ti. El consejero del ministro ha pedido a tu superior que te convoque enseguida a París. Han descubierto la identidad de la chica que te acompaña. Mi colega de la Inspección General de Asuntos Internos me ha dicho que han presionado a tu ayudante y se ha visto obligado a desembuchar. Al parecer quieren abrirte un expediente.
—Las tinieblas invaden el Oriente —dijo Antoine con voz desmayada.
—Tu número de móvil será intervenido. Llámame desde otro número en Venecia.
—Gracias por todo.
Marcó otro número de París. En cuanto acabara esa llamada tendrían que salir hacia el aeropuerto. Otra voz se oyó por el móvil, en este caso de mujer.
—¿Sí?
—Al habla Marcas.
—Antoine, estaba preocupada. ¿Dónde estás?
—En Almería, al sur de España. Necesito que me ayudes. Sigo la pista de Henry Dupin.
Hubo un instante de silencio.
—¿El modisto?
—Sí. Recuerda que fuiste tú quien me habló de él. Pero ha sido Manuela Real quien anoche me puso de nuevo sobre la pista. Y parece encajar con otros indicios. Por cierto, querría información sobre ese Crowley del que me hablaste.
—¿Por qué?
Desde que salió de París, Antoine no había tenido ni un minuto para consultar la carpeta de Anselme. Sin embargo, en el caso de Manuela y del ministro, el símbolo de la estrella desempeñaba un papel. Tenía que encontrar la clave.
—Por lo de la carta del tarot de Thot, la estrella.
—Veré qué encuentro, pero tardaré un poco. ¿Vuelves a París?
—No, salgo para Venecia. Es muy posible que Dupin se encuentre allí.
—¡Qué locura! No tienes ninguna prueba.
—Creo que las encontraré. Al menos, lo espero. De todas formas ya nada tengo que perder. Te llamo desde Venecia mañana.
—Un abrazo.
—A ti.
Colgó. Anaïs había surgido de la penumbra del bar. Le puso la mano en el hombro. La presión de los dedos se hizo insistente.
—¿Una amiga íntima?
Antoine sonrió para sus adentros. No se podía hacer nada contra la intuición femenina.
—Una hermana, Isabelle; va a ayudarnos.
Anaïs guardó silencio un momento y al cabo preguntó:
—¿A Venecia, pues?
—A Venecia.