Capítulo 55

Edipo bajó los escalones de la pista de baile. Una vez abajo, hizo una seña a la recepcionista, que llevaba un vestido cortísimo, y se sentó en un taburete, a la barra. El barman, un negro alto con la cabeza rapada, lo saludó con aire jovial.

—Señor Edipo, ¡cuánto tiempo sin verlo!

—He estado unos días de vacaciones en Andalucía.

—¿Un bloody mary, como de costumbre?

—Por supuesto, Jonas. ¿Cómo va el negocio?

—Ya lo ve. Tenemos que rechazar a gente. Los de Bougies van a rabiar, los clientes vienen a montones desde que apareció ese artículo en… No recuerdo qué periódico.

—¿Otro reportaje sobre el intercambio de parejas? Entre los francmasones y las inmobiliarias ya aburren… Y eso que lo fuerte es más bien en verano.

El camarero se echó a reír.

—Verano, invierno, primavera… No hay estación para el placer. ¡El caso es que ellos recuperen lectores y nosotros clientes!

Edipo observó la pista. Unas diez parejas bailaban lascivamente al son de un tema de Polnareff de los años setenta. Reparó en una pelirroja con falda y botas altas que estaba de rodillas ante la barra de metal que se utilizaba en las sesiones de striptease amateur. En el gran sofá rojo, un escritor que fue premio Concourt conversaba animadamente con un jugador del Paris-Sant-Germain. Una famosa presentadora de televisión acariciaba discretamente el muslo de un desconocido que parecía encantado.

«La mezcla de las diversidades para el placer de los sentidos», era el lema de la cadena de clubes Casanova, cuya fama de libertinaje se extendía ya por todo el mundo. Incluso los no iniciados eran admitidos en aquel club al oeste de París, a condición de aflojar los ciento cincuenta euros de la entrada y otros tantos por una de champán. Tirarse a una estrella no tenía precio. «Y ya tiene uno algo que recordar cuando sea viejo», pensó Edipo rememorando la velada del Día del Año, en la que se dejó seducir por una fogosa top model estadounidense.

Tras beber su copa, el asesino bajó del taburete, rodeó la pista y entró en los servicios de caballeros. Magníficas comodidades en un recinto tan amplio como un salón burgués, con grandes espejos en las paredes. El invitado que iba a aliviarse podía admirarse en plena faena. Edipo no respondió a la sonrisa insistente que le dedicó un hombre en calzoncillos y visiblemente achispado. Cerró con cuidado la puerta y pulsó inmediatamente un botón disimulado tras la cisterna. Uno de los cristales giró y dio paso a un pasillo débilmente iluminado. Se adentró en el estrecho pasaje. La puerta-espejo se cerró tras él. Edipo aspiró el discreto aroma a musgo que flotaba en el pasillo.

Dionisos imponía aquel perfume. «El musgo estimula los sentidos sin saturarlos», decía el maestro. El asesino recorrió el pasillo de espejo sin azogue que daba al salón Entente Cordiale, en el que había una cama con un baldaquino de cinco metros de ancho. Admiró con ojo experto la posición acrobática de las tres parejas que retozaban en ella. Sobre una mesita se veían tres botellas de champán. Maquinalmente, calculó que la sesión de Kamasutra múltiple representaba en dinero contante y sonante cerca de mil quinientos euros. Celebró el pragmatismo financiero de Dionisos, que había invertido en aquellos clubes de intercambio de parejas chic situados en los barrios más copetudos de las grandes capitales.

Y con cuyos beneficios sufragaba sus actividades ocultas.

Edipo siguió pasillo adelante y abrió una pequeña mirilla a la altura de los ojos. El cuarto oscuro, el de las parejas que se quedaban medio vestidas y se exhibían los unos ante los otros. Era la preferida de Edipo, claramente más sensual que el primer salón. Todo el juego estaba en las miradas. Sabía que por dentro la mirilla estaba camuflada en los ojos de Casanova… Observó a una joven pelirroja con un vestido escotado a la que acariciaban dos hombres mientras otra mujer contemplaba la escena acariciándose a su vez.

Edipo cerró la mirilla y se dirigió hacia la puerta metálica que cerraba el pasillo. Un piloto azul brillaba en la oscuridad, señal de que podía entrar. Giró la manivela y entró en una estancia de dos metros por tres con las paredes cubiertas de pantallas de televisión. Sobre cada columna de siete monitores se veía una placa con un reloj electrónico y el nombre grabado de una ciudad. Las pantallas recibían en directo las imágenes filmadas por las cámaras cuidadosamente disimuladas en los clubes Casanova de todo el mundo.

El mosaico de pantallas retransmitía imágenes de cientos de hombres y mujeres haciendo el amor en todas las posturas. La miríada de cuerpos se retorcían hasta el infinito. Edipo reconoció en uno de los monitores los salones Victorianos del club de Londres con su famosa orgía Bollywood. Al lado se veía una discoteca de diseño de Los Ángeles en plena sesión de cadenas y langostas, muy apreciada por la jet set. Más a la derecha, el club de San Petersburgo recreaba su velada Zarinas y Mujiks…

En el centro del recinto, una silueta sentada en un sillón giratorio de cuero rojo contemplaba su imperio. El asiento daba la espalda a Edipo, que permaneció deferentemente de pie. El asesino no veía más que la mano que, posada en el brazo del sillón, sujetaba un fino cigarrillo.

—¿Sabe él por qué me gusta este lugar? —resonó la voz melodiosa.

No, a Edipo decididamente no le gustaba que su maestro hablara de él en tercera persona.

—No…

—Me recuerda un cuadro que representa uno de los círculos del infierno en el que se ven hordas de condenados todos revueltos. Mi propio cuadro está perpetuamente en movimiento. ¿Le gusta a Edipo?

—Sí, es un poco especial. Una orgía universal.

—Efectivamente. Lo más fascinante reside en la energía que gasta toda esa gente. Un poder sexual ininterrumpido.

Con un mando hizo zoom en la pantalla que retransmitía los retozos del club de Berlín. La cara de una morena sensual llenaba la pantalla. Parecía a punto de correrse. Jadeante y con los ojos muy abiertos miraba un punto imaginario.

—Mira esta invitada. Fíjate en sus ojos. Tiene las pupilas dilatadas. Al contrario de los hombres, las mujeres poseídas de deseo presentan esta particularidad. Es lo que se llama midriasis.

—Es verdad…

—Sí. La pupila de las mujeres se abre a abismos de placer. A mí me gusta guardar esos momentos de éxtasis en la memoria de mis ordenadores. Esos rostros no envejecerán jamás. A su manera, son mis estrellas.

Edipo se quedó callado. Prefería no mirar demasiado las pantallas por miedo a caer en un vértigo interminable. Dionisos giró el sillón y encaró a su secuaz.

—Su fracaso en Granada es lamentable. Hay que encontrarlos antes de que yo llegue a Venecia. Anaïs no debe escapar. Es demasiado valiosa para mí.

—Así se hará. Él le presenta sus excusas.

Edipo sabía que eso no bastaba. Lo importante no era el momento de su castigo, sino su exacta naturaleza. Dionisos parecía adivinar sus pensamientos y sonrió mirándolo con sus ojos claros. Su belleza violentaba al asesino.

—¡Qué se acerque! Voy a hacerle la merced del dolor.

Edipo avanzó hacia su maestro y se puso de rodillas ante él. El sonido de los altavoces había aumentado. Gritos de placer invadían el recinto.

—Edipo tiene el grado de Ipsissimus en nuestra orden. Por eso hacerlo sufrir es mi deber… y mi placer —susurró Dionisos.

El maestro cogió de la solapa de su chaqueta un pequeño broche que representaba un ojo de Horus y blandió el alfiler ante sus ojos. Edipo no pestañeó.

Dionisos tomó la mano del adepto y acercó el alfiler a la yema del dedo índice. La punta metálica penetró lentamente bajo la uña. El asesino apretó las mandíbulas. El dolor era insoportable. Y sabía que aquello solo era el comienzo.

La aguja se hundía inexorablemente en la carne. Dionisos murmuraba, con mirada extática:

—Placer y dolor son una y la misma cosa. Sus gritos se mezclarán con los cantos de gozo de mis invitados.

Dionisos no apartaba la mirada de la pantalla de Berlín, de aquella mujer que estaba corriéndose a miles de kilómetros de allí. Sintió que la energía afluía en él.

Edipo empezó a gritar a los pocos segundos de suplicio.