Capítulo 54

Lo despertó el repiqueteo de la lluvia en el techo del coche. El frío de la mañana hizo que se estremeciera e instintivamente se cubrió con la cazadora. Sintió en su hombro la cabeza de Anaïs. La joven se le había arrimado durante la corta noche. No se atrevió a moverse, para no despertarla. Anquilosado por la mala postura, trató de estirar paulatinamente las piernas.

Esa noche habían huido de Granada con la idea de llegar a Madrid y de ahí volar a París, pero no tardaron en cambiar de planes.

La persecución por las calles de Granada los había agotado. Marcas se había dado cuenta de que sus manos temblaban al volante. Había acuchillado a un hombre a sangre fría. La mirada perdida de su víctima se le había quedado grabada en la memoria. Anaïs había propuesto dejar la carretera principal y dormir unas horas. En una revuelta de la carretera tomaron un accidentado camino que llevaba a las ruinas de un antiguo albergue. A la luz de los faros leyeron un cartel en el que decía en letras desgastadas: Venta Quemada.

Aparcaron el coche en un lugar escondido, abatieron los asientos e improvisaron una cama. Rendido de cansancio, Marcas se durmió el primero. Le dio tiempo a ver a Anaïs mirando el paisaje en silencio; una lágrima le caía por la mejilla.

La tenue luz del alba iluminaba el llano desierto que se extendía hasta el horizonte. La lluvia arreció. Le entraron escalofríos.

Anaïs había vuelto la cabeza de lado, aún dormida. La contempló con una ternura desconocida. Maltratada, perseguida sin piedad, salvada de una muerte atroz, mostraba una tenacidad que lo admiraba. Viendo aquella cara quieta en un sueño apacible nadie habría sospechado que su vida se había convertido en una pesadilla. Liberó su mano y estrechó a su compañera de infortunio contra sí. Su mirada erró por el encaje del sostén que se entreveía por el descote. Con gran vergüenza, tuvo de pronto un pensamiento erótico: deslizar la mano bajo la blusa y acariciarle los pechos que adivinaba firmes. Sin quererlo, Anaïs había puesto el muslo contra su sexo. La sangre afluyó a su bajo vientre.

«Desde luego eres un obseso».

Desechó brutalmente su deseo y se movió a un lado para hacerse un poco más de sitio. Su mente despertaba lentamente. Como por encanto, la lluvia había cesado y una leve claridad se filtró por el manto de nubes grises que se aborregaban en el cielo. El vaho empañaba los cristales. El habitáculo despedía un rancio olor a tabaco. Levantó la cabeza para desentumecerse los músculos del cuello y vio un cuervo que pasaba por encima de las ruinas de la venta.

Señal de mal augurio. No era supersticioso, por suerte. Para escapar de sus lúgubres pensamientos, repasó las posibilidades de acción.

Ninguna lo convencía. Si volvían a París, se vería obligado a confesarlo todo y detalladamente a sus superiores. Era la única manera de proteger a Anaïs. Y aunque les dijera lo que habían averiguado sobre Dupin, eso no evitaría que lo suspendieran en el acto. El consejero del ministro lo esperaba como a una presa. Quizá se abriera una investigación sobre el gran modisto, pero él no sacaría ningún provecho.

Antoine se sentía completamente abandonado, sin apoyos, perdido en un país extranjero, indefenso. El comisario Marcas que daba órdenes, el as de la investigación, ya no existía.

«Una nulidad». Desvalido como un niño. No era nadie en aquel lugar, y lo peor es que perdería todos sus poderes cuando volviera a París. Nadie movería un dedo para ayudarlo.

Echaba atrozmente de menos a Anselme. Un sentimiento de desesperación lo acometió de pronto. Se sentía como un náufrago a bordo de una minúscula balsa amenazada por una ola negra, gigantesca, inevitable.

El miedo se apoderó de él. Si los perros asesinos de Dionisos los encontraban, esta vez no podría luchar.

El sol atravesaba poco a poco las nubes e iniciaba su carrera de este a oeste. Marcas pensó en Oriente. El Oriente masónico. Principio de todo y símbolo de volver a empezar.

Trajo a la memoria su trabajo en la logia. Su respiración se hizo más lenta. Pensó en el pavimento de mosaico, en la piedra cúbica, en la rectitud de la escuadra y del compás, en aquellos símbolos de la armonía masónica que tantas veces había sentido.

Y siempre Oriente. La esperanza que renace cada mañana.

Un olor de tierra mojada empezaba a mezclarse con el del tabaco. Su miedo remitía poco a poco.

Una idea acudió a su mente cansada. Sintió que lo embargaba un nuevo entusiasmo. No quería seguir desempeñando el papel de presa y temblar de nuevo. Una sutil energía recorrió sus venas doloridas.

No volver a sufrir, nunca más.

Anaïs abrió los ojos. Sonrió a Marcas y se refugió en sus brazos. Marcas se dejó invadir por el calor tranquilizador de la joven.

Una idea le vino con fuerza.

Dupin era la clave. Solo él podía conducirlo a Dionisos. Recordó lo que les había revelado la actriz antes de que la dejaran. El baile de Dupin en su isla privada dentro de tres días. «El maestro invisible no falta nunca al baile anual de Dupin». La frase de Manuela Real daba vueltas en su cabeza.

Tenía que ir al baile y golpear allí, donde el gurú menos se lo esperaba.

En Venecia, en el corazón del mal.