Capítulo 53

El policía asestó el arma, en posición de tiro, dobladas las rodillas.

—Por última vez, arriba las manos.

Edipo sonreía al policía, imperturbable, pero con la mirada seguía a los fugitivos que trataban de escabullirse entre la multitud.

Dos fogonazos salieron del interior del coche. Las detonaciones se ahogaron en el estruendo de los tambores y las trompetas de la procesión. El policía abrió una última vez los ojos y su mandíbula inferior voló por el impacto de las dos balas. Vaciló un momento sobre sus rodillas y se desplomó. Al mismo tiempo, Edipo sacó su Beretta y disparó tres veces contra el otro policía; su cuerpo se derrumbó sin vida detrás del coche.

Un grupo de curiosos se detuvo, horrorizado.

—Corren hacia la procesión —gritó Edipo.

—No los veo —contestó el hombre de la cazadora marrón.

Edipo giró sobre sí mismo y apuntó a los transeúntes que se dirigían hacia las vallas, por donde Marcas y Anaïs habían desaparecido momentos antes. Dudó un momento y luego bajó el arma.

Marcas y Anaïs saltaban las vallas ante la mirada indignada de unos viejos. Penetraron en el cortejo, empujaron a un par de penitentes que llevaban una antorcha y se dirigieron hacia el paso de la Virgen.

—¡Por aquí! —gritó Antoine.

Rodearon el paso, derribaron a un penitente que quiso pararlos y salieron del otro lado. Marcas se volvió y vio que el cómplice de Edipo saltaba una de las vallas.

—¡Nos siguen, corre! —le gritó a Anaïs.

Mientras corrían hacia el final del cortejo estuvieron a punto de chocar con un cura que bendecía a un recién nacido. El corazón de Anaïs latía atropelladamente. También ella había entrevisto el rostro enrojecido del asesino entre los capirotes de los penitentes. Vieron un hueco entre las vallas en medio del gentío que se apretaba contra los escaparates de las tiendas. Se metieron por él y se escondieron tras la marquesina de una parada de autobús. Con un gesto instintivo, Marcas cogió a Anaïs por los hombros, la atrajo hacia sí y la obligó a agacharse entre los espectadores. La joven no se resistió, aprovechando aquel escondite ridículo.

—¿Qué hacemos?

—Esperar. Nos seguía a unos metros, lo dejamos pasar y luego…

—¿Luego? —preguntó Anaïs, que sentía en su piel la mejilla mal afeitada de Antoine.

—¡Nos largamos! Pero aquí estoy completamente perdido.

Anaïs se acercó un poco más.

—Yo conozco la ciudad. Estuve aquí cuando era estudiante. Esta es la calle Elvira.

Marcas recuperaba el aliento. Le dolía la garganta, la sangre batía en sus venas.

—No podemos recoger ni nuestro equipaje ni el coche. Y a esta hora ya no hay trenes. La única solución es robar un coche. Hay que buscar una calle tranquila.

La joven ni siquiera sonrió ante la paradójica situación. Un poli que proponía robar un coche parecía casi normal. Marcas se levantó lentamente por si veía a los asesinos.

—Tomemos una calle transversal para alejarnos de la procesión.

—¿Y si nos ven?

—Es un riesgo… no calculado. Arriba.

Se deslizaron entre los curiosos y giraron a la izquierda hacia una calle peatonal. Corrieron unos cincuenta metros.

—Debemos rodear la catedral y salir del barrio —dijo Anaïs—. En esta zona hay muy pocas calles en las que se puede aparcar.

Se cruzaron con una familia española endomingada y con un grupo de mujeres con mantilla y salieron a una callejuela más estrecha que torcía a la derecha.

El ruido de los tambores resonaba cada vez más fuerte a medida que avanzaban. Marcas tuvo la impresión de que volvían sobre sus pasos. Anaïs se detuvo en un cruce para descifrar una placa colocada sobre una zapatería. Dio un suspiro.

—No conozco todas las calles de Granada pero me parece que giramos en redondo. Vayamos por la izquierda.

Apenas terminó la frase profirió un grito ahogado y se arrimó a Marcas. Tres penitentes vestidos con hábitos negros sedosos iban hacia ellos; los largos capirotes puntiagudos casi rozaban los faroles. Caminaban el uno al lado del otro, ocupando el ancho de la calle.

La pareja se pegó al escaparate de una carnicería para dejarlos pasar.

—Lo siento. Me han dado un susto de muerte. Parecen fantasmas.

El trío encapuchado acababa de doblar la esquina. Anaïs y Marcas habían reducido el paso. Los tambores se oían más fuertes.

—Espero que no hayamos vuelto a la plaza. Nuestros amigos nos pillarían como a ratas.

—No, estoy segura de que vamos hacia el norte. Hay más procesiones en las calles. Las cofradías proceden de barrios diferentes y comparten las calles. Al contrario, es una buena señal. Pronto lo sabremos, por el color de los hábitos. Si son rojos…

Marcas no rechistó y se dejó llevar por la joven. Le dolía todo el cuerpo. Para aguantar, se obligó a pensar en el caso. Tenían una pista segura con el nombre de Henry Dupin. En cuanto volvieran a París recabaría información sobre el modisto. Y con un poco de suerte llegaría a Dionisos. Súbitamente cayó en la cuenta de que si lograba atar todos los cabos, su carrera daría un salto enorme. En caso contrario…

Llegaron a una calle más ancha, llena a reventar de gente en pleno recogimiento.

—Aquí hay otra procesión, ¡qué barbaridad! —dijo Marcas con pasmo.

Un interminable cortejo de penitentes, estos vestidos de blanco, ocupaba más de cien metros de la calle. En lugar de la Virgen, un Cristo campaba en majestad, con una mirada triste clavada en el suelo.

—Así no llegaremos nunca, esto es delirante —se quejó el comisario.

Él, francmasón, laico, tenía la impresión de hallarse en medio de un carnaval católico. La profusión de imágenes piadosas y de multitudes beatas lo incomodaba. No comprendía aquel fervor irracional. Le parecía estar en la Edad Media. Aquellas máscaras amenazantes le hacían pensar en la temible Inquisición, aquella siniestra institución del catolicismo que había perseguido a muerte a sus hermanos masones. Nada parecía haber cambiado. No era de extrañar que Franco hubiera tenido tantos partidarios devotos.

Cogió a Anaïs de la mano.

—Tenemos que salir de aquí. Si no, nos pasaremos la noche topándonos con gente encapuchada.

Anaïs lo miró sorprendida.

—A mí me parece muy hermoso.

—Mejor para ti. Aprovecha entonces para preguntar por dónde salir, porque nos largamos.

Anaïs se acercó a una mujer vestida austeramente que llevaba de la mano a un menudo fantasma. Le preguntó dónde se hallaban. La española señaló con expresión severa hacia la punta de la calle y se llevó al pequeño penitente que llevaba una Biblia en la mano.

—Hay incluso tallas para críos —se rio Marcas—. Tiene gracia. ¿Crees que los recién nacidos llevan también capirotes a medida? ¡Me imagino las reuniones familiares!

—Sé tolerante. Tus reuniones con delantal tampoco tienen desperdicio. Pero tengo una buena noticia. Estamos en la Gran Vía de Colón que lleva al barrio del hospital. Pronto podrás ejercitar tus talentos de ladrón de coches.

El comisario la cogió del brazo.

—Agáchate, enseguida.

Sin que ella pudiera reaccionar, la empujó al pie de una farola. Marcas estaba más blanco que el hábito de los penitentes.

—Uno de los asesinos, en la acera de enfrente. Nos ha visto. Nos vamos.

La pareja echó a correr en sentido contrario al de la procesión. Anaïs sintió de nuevo que su pulso se aceleraba. Un sabor metálico, ya familiar, invadió de nuevo su boca. El sabor del miedo. Seguía a Marcas sin pensar en nada, sin siquiera mirar alrededor. No quería volverse.

El asesino corría por la otra acera, en paralelo. Más corpulento, chocaba con los espectadores y los empujaba a ambos lados de su carrera. Metro tras metro, ganaba terreno. Solo tenía que llegar al final de la procesión, atravesar la calle y echárseles encima.

—¡A la derecha! —gritó Marcas indicando una callecita llena de mesas de tascas.

La pareja giró de golpe y enfiló la callejuela. El asesino se detuvo y atajó por en medio de la procesión, donde derribó a uno de los penitentes, que perdió el capirote en el choque.

El comisario redujo la marcha ante una de las mesas ocupada por tres turistas alemanes y cogió un cuchillo de uno de los platos. Tomó a Anaïs por el brazo y corrió de nuevo hacia el extremo oscuro de la calle. Se volvió y vio que el asesino llegaba a su vez a la calle. El hombre había sacado el arma y la blandía corriendo.

Marcas arrastró bruscamente a Anaïs al zaguán de una puerta y la detuvo en seco. Empujó a la joven detrás de él, a la parte menos iluminada.

—No te muevas.

El asesino se acercaba inexorablemente. Marcas consideró que las circunstancias jugaban en su contra. Un cuchillo no servía para nada contra un revólver, sobre todo si este lo manejaba un profesional. El hombre redujo su carrera y se detuvo a menos de un metro de ellos, desorientado. De pronto comprendió su error y se volvió hacia el zaguán.

Marcas lanzó su brazo desde la sombra. El cuchillo se clavó en el vientre del asesino, que se curvó hacia delante. El policía retiró la hoja y se la hincó en la espalda. Anaïs dio un grito ahogado. El asesino se agarró al pantalón de Marcas para tirarlo al suelo. Su camisa blanca se manchaba de sangre. Marcas dio una patada en la cabeza al ayudante de Edipo. El hombre aflojó la presión y se desplomó.

Anaïs miró a Marcas sin decir nada. El comisario contemplaba el cadáver a sus pies.

—Mierda…

La joven se sobrepuso.

—No tenemos tiempo de rezar, vámonos.

Mecánicamente, Anaïs se puso en cabeza de la desalada carrera. Corrieron diez minutos por las calles. Anaïs se orientaba por el nombre de las placas. Finalmente salieron a una avenida de aspecto más moderno con coches aparcados a ambos lados.

—Robemos un coche y larguémonos de esta ciudad.

Marcas, sorprendido por la determinación de su acompañante, se cogía las costillas y trataba de recuperar el aliento.

—Dos minutos, mis pulmones están a punto de estallar.

—No tenemos ni un minuto —replicó ella—. Podrás descansar cuando estemos a salvo.

El policía sacó el cuchillo ensangrentado.

—Este es nuestro ábrete sésamo. Espero no haber perdido la maña. Ahora hay que encontrar un coche con más de diez años.

Marcas inspeccionó los automóviles aparcados enfrente y optó por un pequeño Seat que había conocido días mejores. Cinco minutos más tarde estaban sentados en su interior. Arrancó la tapa de plástico de debajo del volante, rompió los cables e hizo un puente eléctrico. El motor pistoneó dos veces y luego emitió un ronroneo asmático.

—Listo. ¿Dirección?

—Yo te indico…

El Seat cruzó el barrio del hospital, siguió por la avenida de la Constitución y al llegar al austero edificio de la estación tomó la carretera de Madrid.

Un cuarto de hora después los fugitivos rodaban en pleno campo, bajo un cielo sin estrellas.

—No desistirán, Antoine.

—Lo sé.

Edipo estaba acodado en el puentecillo del río Darro que separaba el barrio del Albaicín de la colina de la Alhambra.

Se sentía mal. Lo asaltaba de nuevo la duda, su vieja enemiga.

Cuando Dionisos lo enroló en su grupo, hacía tres años, solo era Jean-Pierre, auxiliar de contabilidad, gris, anónimo, de una timidez enfermiza, sumamente indeciso. El maestro había detectado en él una voluntad de poder enorme, acompañada de una ausencia total de sentido moral, dos cualidades que él se esforzó en desarrollar. La transformación fue mágica. Cursos en Estados Unidos, asistencia a salas de combate, clases intensivas de las enseñanzas del maestro; el cóctel resultó explosivo. Al principio se ejercitó con vagabundos que no podían defenderse, luego fue ganando seguridad en sí mismo. Su primer asesinato, un camionero en un área de servicio al que apuñaló al salir de los lavabos, lo entusiasmó. El segundo, su padre, un ser dominante, alcohólico, que pegaba a su madre, lo metamorfoseó.

Debido a esta hazaña, el maestro había elegido su nuevo nombre, Edipo, héroe de tragedia griega y tótem del psicoanálisis.

Dionisos decía con ironía que Edipo le recordaba a Heinrich Himmler, aquel miope tímido, especialista en criar pollos, que se transformó en el implacable jefe de las SS gracias a la doctrina nazi.

No echaba de menos nada. Abandonó su antigua vida de empleado despreciado por sus jefes y adoptó la de asesino favorito de Dionisos. Las imágenes de la matanza del centro comercial lo habían llenado de gozo, aunque hubiera desobedecido al maestro.

Solo que a veces no lograba deshacerse de un sentimiento perverso de culpa, y la duda volvía con más fuerza.

Volvía a ser Jean-Pierre.

Edipo miró largamente su móvil, luego marcó el número privado del maestro. Contestó una voz dulce:

—¿Sí, Edipo?

—Los hemos perdido.

—Últimamente Edipo me decepciona.

A Edipo no le gustaba que el maestro hablara de él en tercera persona.

—Lo… lo siento.

—Cumpla con el resto de las instrucciones.

—Sí, maestro.

La comunicación se cortó. Edipo le pasó el móvil a su compañero.

—¡A ti el honor!

Mientras el otro manejaba el móvil, Edipo cogió los gemelos y los dirigió al Albaicín. La casa de Manuela Real seguía iluminada. Su acólito marcó las siete primeras cifras en el teclado.

—La eternidad… Manuela.

La octava tecla.

Una llamarada brotó en la oscuridad, seguida de una explosión.

Edipo creyó oír a lo lejos el canto quejumbroso de un gitano.