Las inmediaciones de la villa estaban sumidas en la penumbra. Los fans se habían ido, dejando atrás un montón de bolsas de plástico y latas de cerveza.
Sin decir nada, Marcas y Anaïs echaron a caminar por la desierta calle. El ruido de sus pisadas resonaba en la oscuridad. Caminaban absortos en sus pensamientos. Antoine rompió el silencio que guardaban desde que habían oído las revelaciones de la actriz.
—Tenemos que volver a hablar con ella y luego salir hacia París; el caso ha tomado un cariz muy distinto. Anaïs se detuvo y se volvió hacia él.
—Había un cuadro de Casanova en la casa. Como en el despacho del agente artístico. Como en la Abadía de Sicilia. Curioso.
Antoine seguía pensativo. Anaïs continuó:
—Y además, ¿qué relación hay entre lo que pasó en Cefalú y ese grupo Casanova?
—No es un grupo, sino una logia; una especie de masonería invertida.
—¡Pero Dionisos no nos habló de ninguna logia! Yo nunca vi a ese tal Dupin, ni a ministros ni a ningún miembro de la jet set.
Marcas se apoyó en una pared. Un olor a azahar perfumaba el aire.
—Tengo la impresión de que Dionisos dirigía dos grupos distintos; una logia, elitista, de gente escogida, cuyos miembros captaba por recomendación y de la que formaban parte el ministro, la actriz y Dupin.
—Eso parece cosa de la masonería…
—No tanto… Y otro grupo, el vuestro, el de la Abadía, cuyos miembros eran menos selectos y donde todo el mundo, si no he entendido mal, era bienvenido. Yo creo que…
—Antoine, ¡enfrente!
Anaïs señaló con el dedo y gritó.
El asesino del centro comercial de París estaba de pie en la acera. Esbozaba una sonrisa extraña, tenía los labios entreabiertos y un aire ufano. Lentamente, levantó la mano y les hizo un gesto amistoso, como si fuera un viejo amigo.
Marcas y Anaïs retrocedieron instintivamente.
—Vámonos, ¡deprisa! —exclamó el policía.
Ambos echaron a correr sin que el hombre hiciera amago de moverse y sin inmutarse. Un coche surgió de una calle adyacente y les cortó el paso. Dos hombres se apearon. Marcas cogió a Anaïs de la mano.
—¡Media vuelta!
No dieron más que unos pasos; el asesino de Dionisos se hallaba frente a ellos con una automática en la mano.
—Fin de trayecto. Subid al coche.
Arrancó mirándolos por el retrovisor con expresión divertida.
—Sicilia, París, ahora Granada… Casi siento haberte atrapado, mi querida Anaïs, echaré de menos estos viajes. En cuanto a ti, poli, no te molestes en tratar de bajarte en marcha, las puertas están cerradas con seguro.
El secuaz sentado a la izquierda de ellos los miraba con expresión tensa. No tenían ningún margen de maniobra.
—¿Qué queréis?
El conductor no contestó e hizo un gesto con la cabeza a su compañero. A Marcas solo le dio tiempo de ver el destello plateado del puño americano que golpeó su mandíbula.
El grito de dolor del comisario resonó en el habitáculo.
Un chorro de sangre brotó de su boca y salpicó el asiento del conductor. Anaïs gritó:
—Cabrones, él…
Recibió una bofetada en plena cara.
El conductor observaba la escena casi aburrido.
—Primera regla, no hacer nunca preguntas a Edipo, si no, castigo.
Marcas se irguió penosamente. La cabeza le ardía. Su boca goteaba sangre.
—Que te den, tarado. ¿Quién es Edipo?
Esta vez la pequeña masa de metal plateado impactó sobre su plexo. El policía se dobló hacia delante como si su vientre fuera a reventar. Anaïs se había incorporado con los ojos empañados. El conductor pisaba el acelerador sin preocuparse de los transeúntes que se subían a las aceras increpándolos.
—Repito: no preguntarle a Edipo sin su permiso. Y Edipo soy yo.
Y suspiró.
—El maestro me ha aconsejado que no hable de mí sino en tercera persona. Un ejercicio saludable para la conciencia. Sobre todo cuando uno se dedica al duro oficio de aniquilador.
El coche había dejado el Albaicín y salía a la Plaza Nueva, casi en el centro de la ciudad. El conductor ladeó la cabeza.
—Dionisos me ha aconsejado que mantenga cierta distancia con mis víctimas. Y, vais a reíros…
Marcas escupió un trozo de diente.
—No estoy para bromas.
Edipo esbozó una sonrisa y le arrojó un pañuelo de papel.
—Hombre, era un decir. Vais a reíros, pero funciona. Duermes mejor. Edipo no es un monstruo, ¿sabéis? Límpiese esa boca, que está manchando los asientos. No les ocultaré que después de las hogueras de Cefalú, Edipo ha tenido pesadillas. Todos esos cuerpos calcinados, esas jóvenes vidas carbonizadas. Pero gracias a Dionisos, ha recuperado el sentido de su misión.
—Nos alegramos por él, gilipollas —murmuró Marcas cogiéndose el vientre.
—¿Qué?
—Nada, no he dicho nada.
La berlina redujo. Edipo lanzó un juramento en una lengua que Marcas no comprendió. Un cordón policial cortaba la calle de los Reyes Católicos, la arteria que cruzaba una parte de la ciudad de este a oeste. Multitud de curiosos y espectadores se aglomeraban en aceras y calzada. Anaïs le apretó la mano a Marcas y le susurró:
—El centro está cortado por las procesiones.
El coche tuvo que detenerse en medio de un embotellamiento. Los peatones cada vez más numerosos invadían la plaza. El conductor miró alrededor buscando una salida, pero todo parecía congestionado. Murmuró unas palabras a su compañero y se volvió hacia los prisioneros:
—Os aconsejo que os estéis quietos.
El compinche de Edipo se puso una cazadora, se apeó del coche y se dirigió hacia un policía que, sentado en una baranda, estaba fumando un cigarrillo. Le mostró un mapa; el agente negó con la cabeza.
Tenso, Edipo observaba la escena. Sacó un sobre del bolsillo.
—Me olvidaba. Dionisos me ha dado una carta para ti, Anaïs. Toma.
Cogió una pequeña cámara digital, reguló la luz y enfocó la cara de la joven que abría el sobre con aire aterrado.
—Más rápido, coge lo que hay dentro y dedícame una bonita sonrisa. Debo inmortalizar este momento.
El sobre contenía unas fotos y una nota escrita en papel pergamino. Anaïs repasó las fotos con asombro.
La primera mostraba a Thomas y a ella besándose en el jardín de la Abadía, la noche anterior a la matanza. En la segunda se los veía haciendo el amor en la habitación de Thomas. La tercera era un retrato de Thomas sonriendo y con el pelo revuelto. La última había sido tomada durante las hogueras, un bulto negruzco en el que se adivinaba vagamente la forma de un rostro cuarteado. El de Thomas.
Anaïs se sobresalto de asco y sintió ganas de vomitar. Alzó la cara hacia la cámara. Pero sin verter ni una sola lágrima. El odio la embargaba.
—Magnífica expresión, cariño. Dionisos estará encantado. Lee la nota que te adjunta —dijo el asesino en tono irónico.
Anaïs oyó aquellas palabras como si se las hubiera dicho una serpiente venenosa.