Capítulo 48

—Calle San Juan de los Reyes. Aquí es —dijo Marcas mostrando a Anaïs la fachada de una gran casa de paredes blancas.

Imposible equivocarse; unos diez jóvenes estaban sentados en medio de ramos de flores mustias amontonados contra la pared y de fotos ampliadas de Juan Obregón, el difunto marido. En la pared blanca se veían pintadas y grafitis de todos los colores. Anaïs reparó en unos insultos contra Manuela. «Asesina» era la palabra más repetida.

Los dos franceses habían ascendido a pie la colina del Albaicín, admirando de paso las callejuelas del casco antiguo moro. Marcas lamentaba no poder hacer turismo y a ratos, sin que Anaïs lo viera, se volvía para ver si los seguían.

La pareja se presentó al guardia jurado. Avisado de su llega da, abrió la pesada verja negra de hierro forjado y los dejó pasar. Un criado de pómulos salientes que pregonaban su origen indio los saludó respetuosamente y los hizo subir al primer piso. Los condujo al salón y los invitó a sentarse en un sofá. Sin decir una palabra, se retiró.

La estancia parecía un museo dedicado a los propietarios. Incluso un mausoleo. A un lado, un cuadro de colores vivos representaba a Manuela Real bailando en una fiesta gitana. Vestida con un traje corto rojo, su cuerpo se contoneaba de manera lasciva ante la mirada de los guitarristas vestidos de negro.

En la otra pared, frente a ellos, encima de una mesita, colgaba un inmenso cuadro de Juan Obregón. Los rasgos finos y viriles, la mirada sombría, la pose estudiada, el actor esbozaba una leve sonrisa irónica, como si se burlara de los visitantes sentados en el sofá.

—Guapo mozo, lástima por él —dijo Anaïs con aire divertido.

Marcas acababa de recorrer la pieza con la mirada.

—¡Los dueños padecen narcisismo agudo!

—Estás celoso porque es más guapo que tú…

—¡Sin comentarios! —susurró Antoine afectando sequedad.

Pero en el fondo sentía cierta envidia de aquel guaperas de mirada presumida. Sobre todo porque, incluso muerto, había atraído la atención de Anaïs.

El ruido de pasos bajando una escalera resonó en la casa. En el umbral apareció Manuela Real: facciones duras, cara demacrada. Vestida con un pantalón de chándal y un jersey verde claro, ocultos los ojos tras un par de gafas oscuras, la estrella se hallaba a mil leguas de la mujer despampanante representada en el cuadro.

Cruzó el salón y tendió la mano a los franceses.

—Buenos días. Mi agente ha insistido en que los vea. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

El tono era neutro, indiferente. Como si la actriz estuviera de paso.

—Gracias por recibirnos después de lo que ha ocurrido. Seremos breves.

—Eso espero. Ya he contestado a la policía española.

El criado indio entró en la estancia con una bandeja en la que había una jarra de agua y un único vaso de cristal finamente trabajado, reservado para uso exclusivo de la dueña de la casa. Anaïs palideció levemente ante aquella descortesía, pero Marcas prosiguió:

—Estamos encargados de aclarar la muerte en París de…

—Lo sé —lo interrumpió la actriz—. Mi agente me ha puesto al corriente. Pero yo no conozco ni a ese ministro ni a su…

Solo lo vi una vez, en París, en una recepción. Además, no veo qué relación puede tener con la muerte de mi marido.

El criado sirvió agua de la jarra en el vaso de la actriz y se retiró discretamente cerrando las puertas del salón.

—Por favor, ¿cómo ha muerto su marido? —preguntó Anaïs.

La actriz no contestó. Parecía dormida tras sus gafas opacas. Ni un solo músculo se movía. Paralizada como una estatua, guardaba silencio. Fantasma en una casa llena de espectros. La mirada tenebrosa de Juan Obregón parecía fija en ella. Transcurrió un largo minuto. Marcas intervino.

—Señora Real, sé que es penoso pero debe contestarnos.

La estatua salió de su inmovilidad. Sus piernas se desplegaron lentamente.

—Han hecho un largo viaje para nada. No tengo nada que decirles. Mi criado los acompañará a la puerta.

Se levantó y les dio la espalda como si ya no estuvieran. Anaïs y Marcas se miraron, atónitos. El criado había reaparecido como por ensalmo y tendía el brazo en dirección a la puerta.

Manuela se alejaba hacia la terraza.

—¡Dionisos!

La voz de Anaïs cruzó la estancia como una flecha que busca un blanco.

Como al conjuro, la estrella se detuvo justo ante la puerta corredera.

—¿Quién le ha dado el nombre del maestro invisible?