Las oficinas de Sortilèges, agencia de relaciones públicas, desprendían un perfume anticuado. Metidos en un pequeño callejón sin salida del octavo distrito, en la planta baja de una antigua mansión, los locales mostraban en sus paredes fotos de actrices de moda en los años ochenta. Solo algunos retratos de nombres aún en boga daban la impresión de que la agencia no se había dormido definitivamente. Marcas reconoció el rostro gracioso de Manuela Real, con quince años menos, en una de las paredes de la pequeña sala de espera, decorada por un diseñador famoso cuyo retrato dedicado había puesto el propietario bien a la vista para mostrar a los visitantes que no ahorraba en imagen.
En la sala de espera, sentado en un pequeño sofá, un hombre de pelo gris y porte aristocrático se mordía las uñas echando ojeadas furtivas a la puerta de entrada. Anaïs susurró al oído de Marcas:
—Yo he visto a ese en alguna película, pero no recuerdo el nombre.
—No sé. Probablemente uno de esos eternos secundarios que nunca serán protagonistas.
Cuando Anaïs iba a interpelar al desconocido, el agente de Manuela Real abrió la puerta de doble batiente. Alto, pelo rubio cortado al rape, ojos verdes de gran intensidad, traje beis hecho a medida, Alain Tersens transmitía un carisma inmediato.
El hombre del pelo gris se puso de pie de un salto y fue a su encuentro extendiendo la mano.
—¡Ah, por fin! ¿Sabes algo de mi casting? Tu secretaria meda largas siempre que llamo. ¡Estoy harto de esperar!
El agente le puso la mano en el hombro.
—Lo siento, no te han cogido. Y eso que estabas de los primeros… Otra vez será.
El actor parecía consternado, se le empañaron los ojos.
—Pero si ese papel era para mí, ¡para mí!
El agente hizo una seña a Marcas y a Anaïs por encima del hombro del actor y acompañó a este a la puerta.
—En cuanto tenga otra oferta te llamo, te lo prometo.
La puerta se cerró; el agente volvió a la sala de espera e indicó su despacho entreabierto al otro lado del pasillo.
—Si tienen la bondad de seguirme…
Anaïs hizo la pregunta que la intrigaba.
—¿Quién era?
—Daniel Cox, hace unos años actuó en numerosas películas.
—¿Y era importante el papel? ¡Parecía hecho polvo!
—Treinta segundos en un anuncio de un queso camembert. Pero según el realizador él recuerda mucho a la vieja Francia. Pobre Cox, ¡hace ya tres años que nadie cuenta con él! Yo lo ayudo como puedo. Esto de ser agente es muy duro, ¿saben?
Entraron en una amplia y luminosa estancia con paredes guarnecidas con cuadros franceses del siglo XVIII y se sentaron alrededor de una mesita sobre la que había una tetera y dos platos con tostadas.
—Iba a tomar té, ¿quieren una taza?
Marcas rehusó, Anaïs aceptó. El hombre se sentó en un sofá malva que parecía demasiado pequeño para su alta estatura. Fijó su mirada verde en la de Anaïs.
—Querida, tiene una cara muy fina y unos ojos magníficos. ¡No sabía que la policía organizara castings para seleccionar a sus nuevos agentes! Tendría que dedicarse al cine.
La joven lo miró a su vez detenidamente.
—Vaya, ya he pasado de los treinta, tendría que haberlo conocido hace diez años.
—Nunca es demasiado tarde para el séptimo arte.
Anaïs no contestó. El hombre se volvió hacia el policía.
—¿Comisario Marcas, no es eso?
—Sí, y ella es la inspectora Müller. Gracias por recibirnos.
—Confieso que su llamada me ha sorprendido. ¿En qué puedo yo ayudar a la policía?
—Querríamos ver a Manuela Real de manera informal.
Tersens esbozó una leve sonrisa y contestó:
—Mucha gente quiere verla, sobre todo en este momento. Si supieran cuántos periodistas me asedian para obtener una entrevista en exclusiva…
—Pero nosotros no somos periodistas —espetó Marcas en tono autoritario.
El agente se sirvió otra taza de té. Su voz se hizo todavía más seca.
—Y por eso mismo tiene menos importancia para mí. No veo por qué les interesa Manuela.
—Podría estar relacionada con un caso del que me… nos ocupamos.
Alain Tersens untaba sus tostadas con mermelada de grosella de manera casi obscena, moviendo el fino cuchillo de mango de cuerno como si fuera una lengua amorosa.
—¡Nuestro querido ministro de Cultura! Un tipo encantador, muy atento a nuestra profesión. Voy a decepcionarlos: Manuela y el ministro no se conocen.
Anaïs intervino.
—Sin embargo se vieron hace muy poco en Drouot en la subasta del manuscrito de Casanova.
El agente rompió a reír afectando naturalidad.
—A Manuela le gusta salir y conoce a un montón de famosos todas las semanas, si cree que eso basta para hacerlos íntimos… Echen un vistazo a la crónica de sociedad de las revistas y comprenderán qué quiero decir. Yo mismo me paso las veladas sonriendo a personas que me son totalmente extrañas.
Marcas retomó la palabra.
—En definitiva, que…
—¡Que no! Manuela debe descansar. Un encuentro con la policía no haría sino alterarla más. Además, sus colegas españoles han archivado el caso. Ha sufrido mucho con la pérdida de su mando, está apenadísima.
Anaïs dejó su taza y susurró a media voz:
—Al menos todo esto le habrá servido de publicidad. Su carrera empezaba a ser cosa del pasado… He leído que precisamente desde hace unos días recibe de nuevo propuestas de directores.
Tersens se puso rígido.
—Ese comentario está fuera de lugar. Manuela es una gran actriz y no tenía ninguna necesidad de este drama para relanzar su carrera. Si no les importa, tengo trabajo.
Empezó a levantarse.
—Siéntese —dijo Marcas con voz dura.
—Perdón, ¿cómo dice?
—La conversación no ha terminado —repuso el policía deslizando sobre la mesa una carpeta roja de cartón en la que ponía, en rotulador negro: Caso Keller.
El agente echó un vistazo al título y se puso pálido. Marcas abrió la carpeta y sacó la fotocopia de un atestado.
—Es curioso, en los cajones de la policía se encuentran casos de los que se podrían sacar buenos guiones. Me gustaría saber qué piensa de este.
Tersens se sentó, mudo.
—Cuenta la historia de una joven que quería hacer cine. Conoce a un amable agente que le promete, cómo no, un gran futuro. Y para lanzar su carrera la invita a una velada privada en su gran apartamento. Pero resulta que la velada se anima y, mala suerte, la chica bebe un vaso en el que alguien ha echado por descuido un medicamento, el GHB.
—¿La droga de la violación? —preguntó Anaïs.
—¡Sí! Y claro, el amable agente aprovecha para tirársela, por delante y por detrás. Y no solo él, por cierto. Una gran actriz y su marido, recientemente fallecido, se aprovecharon también de los encantos de la joven estrella.
—¿De dónde han sacado eso?
La voz de Alain Tersens era casi imperceptible.
—Espere, no he terminado. Imagine que nuestro agente deja de ser amable. A la mañana siguiente responde a las preguntas de la ingenua joven estampándole un cenicero de cristal en la cara. ¡Claro que tenía la excusa de ir de coca hasta las orejas! Y la chica se ve en urgencias con la cara destrozada.
—¿Y no lo denunció?
—Como por arte de magia, apareció un abogado con una buena cantidad de dinero, la suficiente para comprar una conciencia y la habilidad de un cirujano plástico.
Anaïs echó una mirada de desprecio al agente, que palidecía a ojos vistas; un tic nervioso sacudía su cara.
—El caso está… archivado.
—¡Para la policía, sí! Para la prensa, no lo creo. Yo también conozco periodistas, aunque no son críticos de cine, sino más bien de los que revuelven la mierda… Y en estos momentos todo lo relacionado con Manuela Real y su entorno apasiona a la gente.
—¡Me está chantajeando!
—Vamos, vamos, no exagere. ¿No sería posible reconsiderar nuestra petición inicial?
El agente se había dejado caer en el sofá y había abandonado su actitud desdeñosa.
—De acuerdo. La llamaré ahora mismo. Mi secretaria les comunicará la dirección de la clínica. Manuela los recibirá.
Marcas se había levantado sonriendo. Anaïs miró de hito en hito a Alain Tersens.
—Inútil precisar que su propuesta de hacerme actriz ya no me interesa. De hecho, debe de ser duro.
—¿Qué?
—Verse cada mañana en el espejo.
—No los acompaño.
En cuanto salieron, Anaïs se volvió hacia Antoine.
—Él será un tiparraco, pero sus métodos no son mucho mejores.
Marcas le echó una mirada cómplice.
—Desde que la he conocido no estoy para andarme con chiquitas.
—¿Y su ética de masón? —replicó ella.
—No hurgue en la herida.
Ella decidió no hacerlo y cambió de tema:
—Ahora que lo pienso, ¿se ha fijado en los cuadros que había en el despacho?
—No mucho, ¿por qué?
—Estoy segura de que uno de ellos era un retrato de… de Casanova.
—¿Y qué?
Anaïs dudó.
—Nada. Pero todo lo que tiene que ver directa o indirectamente con Casanova me pone nerviosa.
Marcas quiso tranquilizarla pero no se atrevió a echarle el brazo por el hombro. Subieron al coche de la secreta que los esperaba en la calle adyacente.
—¿Quieres venir conmigo a Granada? —le preguntó Marcas con voz sorda—. Aquí no podría seguir protegiéndote. O bien tendría que entregarte a mis colegas como testigo.
La joven sonrió sin mirarlo.
—Me siento bien contigo.
Alain Tersens había corrido las cortinas de su despacho y marcaba un número de París. Dejó que el teléfono sonara cuatro veces, colgó, marcó de nuevo el mismo número. Contestó una voz dulce y cálida.
—¿Sí, mi querido Tersens?
—Acaban de salir, el poli y la chica.
—Bien.
—Me he visto obligado a concertarles una cita con Manuela.
Al otro lado de la línea se hizo un silencio glacial. El agente notó cómo el sudor perlaba su frente.
—Me ha amenazado con cierto asunto. Yo…
—Tú eres un imbécil y un cobarde.
—Si me hubiera negado habría sospechado algo. Además, he pensado que… que podría usted interceptarlos antes de que partan.
—Pues no pienses, ¡no estás dotado para eso! En Francia ya no puedo hacer nada, están constantemente vigilados.
—Lo siento, pero…
Su interlocutor ya había colgado. Alain Tersens sintió que se le revolvía el estómago. Había infringido una regla elemental: no contrariar nunca a Dionisos.