Capítulo 44

—¡Esperamos sus explicaciones!

El consejero del ministro observaba a Marcas con expresión indignada; estaban también presentes el director de la policía nacional y un representante del prefecto de policía de París.

—Ya ha leído mi informe, no tengo nada que añadir.

El consejero cogió una carpeta amarilla y se la arrojó con desdén al comisario.

—No me tome por tonto, Marcas. ¡Esto huele a amaño que apesta!

—¿Por qué? ¿Suele usted redactar muchos así?

El representante del prefecto, masón influyente de la policía, sonrió. El consejero no se dio cuenta; estaba que trinaba.

—¡No sea insolente además! Se le encargó una investigación oficiosa sobre el ministro, no que jugara a los pistoleros en pleno París. ¿Y esta chica que aparece de pronto como testigo sorpresa y a la que no hemos encontrado? ¡Debía usted tenerme informado en todo momento!

—Esa joven se puso en contacto conmigo y se presentó como testigo clave en el caso del ministro. Se sentía amenazada; me pidió que la protegiera y me he visto obligado a actuar con urgencia. No he tenido tiempo de dar parte.

—¡Claro! ¡Y para protegerla mejor, se va usted de compras a Saint-Lazare en lugar de ponerla en un lugar seguro!

—Sin duda no ha leído usted bien mi informe, señor consejero. Ella se había refugiado ya en ese centro comercial… Yo le dije que me esperara allí, y luego… ¿Es que tendría que haber dejado que la mataran como a un conejo?

El consejero se volvió hacia los otros dos hombres.

—Señores, ¿qué piensan ustedes?

El director de la policía se aclaró la voz.

—Lo primero y más importante es capturar al asesino. Asesinar a un policía a sangre fría no puede quedar impune. Gracias a testigos presenciales disponemos de un retrato robot bastante completo.

—¿Y usted, señor director? —preguntó el consejero mirando a Marcas.

—Pienso como usted que el informe del comisario Marcas presenta algunas sombras. Sin dudar de su buena fe, es un profesional al que todos valoramos, propongo que pidamos una investigación a la Inspección General de Asuntos Internos. Ellos interrogarán discretamente a los policías que han participado en la operación y corroborarán, espero, su versión de los hechos. ¿Está de acuerdo, comisario?

Marcas asintió. Esperaba una intervención de la policía de los policías.

—Si usted estima que eso aclarará las cosas, no puedo sino estar de acuerdo. ¿Puedo ya retirarme? Tengo una investigación que proseguir y…

—Usted no tiene ya ninguna investigación —lo atajó con voz cortante el consejero—. El ministro está muy decepcionado con su actitud, él esperaba conclusiones claras que permitieran cerrar el caso. En lugar de eso, tenemos una matanza en pleno París y conjeturas sin pies ni cabeza.

Marcas encajó el directo en plena cara.

—Le recuerdo que tengo una pista seria con Manuela Real y un testigo directo, estoy…

—Basta. Tómese unas vacaciones. El caso pasa al comisario Loigril. ¡Es lo que tendría que haber hecho desde un principio! Puede retirarse, Marcas.

El consejero le echó una mirada fría mientras los otros dos funcionarios volvían la cara.

Marcas se levantó sin decir palabra, aún aturdido por la noticia. Nunca en su carrera lo habían humillado tanto. Se dirigió a la puerta apretando los puños. Necesitaba aire, salir de aquellos despachos opresivos, expulsar todo aquel hedor.

La place Beauvau estaba casi desierta a aquella avanzada hora de la noche; el agente de guardia se calentaba dando palmadas. Marcas se encaminó hacia el palacio del Elíseo y se desvió hacia la place Clemenceau. Trató de calmarse y de echar de sí la cólera, pésima consejera. Aspecto positivo: no lo habían suspendido y seguía siendo libre de ir y venir. Por otra parte, había puesto a su colega suficientemente al tanto del caso y confirmaría su versión: ni él ni la chica habían subido en ningún momento al coche.

En cuanto a Anaïs, estaba segura en su casa, pero solo era un refugio provisional. Sobre todo, no quería que cayera en manos de Loigril; si este la interrogaba, acabaría sabiéndolo todo, y si se enteraba de que Anaïs había estado en Sicilia, el tiro le saldría por la culata.

Su margen de maniobra se reducía.

Caminó largo rato hasta la Opera, sin llegar a hallar una solución. Lo veía todo muy negro.

Su móvil vibró.

—¿Qué, Marcas, falseando los informes? Eso no está nada bien…

Reconoció la voz del representante de la prefectura de policía.

—¡No es el momento de burlarte de mí!

—No, claro, solo quería hablar contigo. Estás es un buen atolladero. ¿Tienes un momento para tomar un café?

—Estoy en el boulevard des Capucines.

—Ve hacia la Ópera, nos vemos en el Grand Café en menos de un cuarto de hora.

Marcas dio media vuelta y anduvo lentamente hacia la Opera. Llamó a Anaïs pero ella no contestó. Su contestador saltó, pero no dejó mensaje; ella debía de dormir. Marcó el número del ayudante que se había quedado en su apartamento para protegerla.

Contestó una voz soñolienta.

—¿Sí, comisario?

—Quería saber si todo va bien.

—No se preocupe. ¿Y cómo ha ido su reunión en el ministerio?

—Mal. Luego te llamo. Y sobre todo no le quites la vista de encima.

—¡Tranquilo!

Marcas colgó. Había que llevar a Anaïs a un lugar seguro, luego partir lo antes posible para interrogar a Manuela Real. Dos objetivos incompatibles.

Aceleró el paso hacia la place de l’Opéra. No había tráfico, solo algunos coches pasaban por los Grands Boulevards. Sin embargo, en menos de una hora, aquello estaría embotellado.

Empujó la pesada puerta del Grand Café y entró en el amplio local. Pidió un café mientras leía la copia de su informe.

Oyó que golpeaban el cristal y levantó la cabeza. El representante de la prefectura le hizo una seña y dio la vuelta para reunirse con él. Pese a su corpachón imponente, el hermano obeso, como lo llamaban entre los masones, se movía con una agilidad sorprendente. Marcas lo conocía desde hacía seis años y tenía con él una relación fraternal, sin dejar de sentir cierta desconfianza. Se decía que aquel alto funcionario había arreglado un caso de sobredosis para salvar a un alto cargo de una empresa implicado en un caso sórdido. Pequeños favores entre amigos de la misma fraternidad. En cuanto a la compensación por aquello solo tenía que esperar. Cuando se jubilara, al representante de la prefectura le ofrecerían un puesto de asesor de seguridad en una filial en el extranjero, con un sueldo cuatro veces superior al de funcionario.

El hombre se sentó junto a Marcas, llamó al camarero y pidió una cerveza y un plato de patatas fritas.

—Trasnocho por tu culpa.

—Lo siento, lo siento de veras. Por mí, no estaríamos aquí.

—Mal asunto…

—No lo sabes bien.

—Quiero ayudarte.

Marcas sabía perfectamente que podía, pero que habría un precio. Favor por favor. Nada era gratis con aquel hermano que pertenecía a otra obediencia masónica.

—Sé que te encanta hacer favores.

—En fin, cada uno es como es. No puedo dejar de ayudar a un hermano, aunque pertenezca a un obediencia de izquierdistas.

Marcas dio un sorbo de café hirviendo.

—Y yo, ¿quieres que te hable de tus amigos del sudeste? ¿De las hazañas de tu amigo, ese juez podrido, del que tanto se ríen los medios? ¿De…?

—Tranquilo, era una broma. Te propongo lo siguiente: en primer lugar, puedo tenerte informado de la investigación de la Inspección General de Asuntos Internos, tengo ahí un buen amigo. Luego, como sabes, el consejero es demasiado ambicioso, aspira a mucho y va muy rápido. Y no es de los nuestros.

Marcas sabía que el joven consejero del ministro se había atraído una hostilidad creciente entre los veteranos de la policía. Algunos nombramientos habían levantado ampollas. Muchos polis se alegrarían de verlo caer.

—Gracias por tanta solicitud. ¿Y a cambio?

Su compañero devoraba las patatas como si llevara tres días sin comer.

—De momento nada. Ahora no estás en situación de echarme una mano. Ya veremos luego.

Marcas reflexionó unos instantes mientras sorbía el café.

—De acuerdo. Tengo que salir para España lo antes posible… aprovechar mis vacaciones, y quisiera llevarme a alguien. ¿Puedes hacer algo para que… no tenga problemas?

—¿Quién es?

Marcas sabía que debía poner las cartas sobre la mesa. No le dio tiempo.

—¿La famosa testigo?

—¡Sí! La necesito. Y sobre todo no quiero dejarla en las garras de Loigril.

—No será fácil, está implicada en la matanza de ayer.

El hermano encarecía el favor; el que luego le pediría a cambio sería importante.

—Lo sé. Pero o eso o prescindo de ti.

El representante de la prefectura lo observó unos segundos y luego se echó a reír.

—Ah, los de tu obediencia sois todos iguales, siempre chuleando y poniendo condiciones. Algún día seremos más numerosos que vosotros en Francia y daréis menos lecciones a los demás.

Marcas no se rio.

—Bueno, ¿qué?

—Haré lo necesario. ¿Algo más?

—Sí. Tengo que interrogar a la actriz, pero no dispongo de una orden oficial. Tendría que convencer a su agente en Francia. Sé su nombre, Alain Tersens. ¿Podrías encontrar información sobre este señor si por casualidad mis argumentos no surtieran efecto?

—Sí, siempre y cuando ese agente tenga algo que reprocharse.

El comisario guiñó un ojo.

—Buscando bien…