El coche cruzó el carril bus y bajó la estrecha rampa del aparcamiento. El inspector lanzó un juramento.
—Con lo que cuesta la hora en estos aparcamientos podían construir accesos más anchos. ¡No cabe ni un Twingo!
Marcas echó mano del arma reglamentaria que su ayudante llevaba en la guantera, comprobó el cargador, quitó el seguro y llamó al otro coche.
—Eco 1, ¿dónde estáis?
—Frente a la entrada, el sospechoso os sigue, estará en el aparcamiento dentro de treinta segundos.
—Gracias. Buena suerte, y sobre todo actuad con calma.
—Entendido. Eco 1 cierro.
—Leroy, ya sabes lo que tienes que hacer.
—Sí, cojo el tíquet, la barrera se levanta y me paro nada más pasarla para cerrar el paso; los colegas estarán detrás de él.
El Peugeot redujo la velocidad y se detuvo ante la barrera.
—Vamos, Anaïs.
Los dos se apearon a toda prisa y corrieron hacia la escalera que llevaba a las plantas superiores del centro comercial. La puerta metálica se cerró tras ellos con estrépito. Subieron los escalones a toda velocidad y salieron a la planta baja del centro. Una multitud se agolpaba en las tiendas. Marcas echó un vistazo alrededor y se volvió hacia Anaïs.
—Muy bien, ahora despacio. Caminemos tranquilamente hacia la salida este del centro.
Su móvil vibró.
—¿Sí?
—Aquí Eco 1, cambio de planes. El de la moto no ha entrado en el aparcamiento, ha cogido la rue de Châteaudun.
—¡Mierda!
—Vamos por él, pero no va a ser fácil, el cabrón se cuela entre los coches.
—¿Habéis comprobado la matrícula?
—Sí. Robada ayer.
—Intentad atraparlo, pero enviadnos un hombre al centro comercial.
—Hecho; el inspector Duval, un moreno alto con cazadora de piel beis, baja y va para allá. Eco 1, cierro.
Marcas apretó el paso. Anaïs lo miró con ansiedad.
—¿No lo han detenido?
—No, y no me gusta.
Miró una vez más alrededor. Las tiendas estaban de bote en bote, cientos de hombres y mujeres iban y venían en torno a ellos. Una zona nada segura, si alguien quisiera dispararles en medio de aquel gentío nadie podría impedirlo. Les quedaban aún doscientos metros para salir del centro.
Marcas tomó a Anaïs de la mano, como si fueran pareja, gente normal.
Al cruzar el pasillo central estuvieron a punto de derribar a una mujer embarazada cargada de paquetes. Unos altavoces emitían una música ensordecedora, entrecortada de anuncios publicitarios. Estaban ya a treinta metros de la escalera mecánica cuando Marcas vio al inspector descrito por teléfono. Los esperaba arriba mirando a un lado y a otro.
—Anaïs, póngase detrás de mí cuando cojamos la escalera. Si se lo digo, agáchese sin rechistar.
—Pues sí que me tranquiliza usted…
Marcas pasó por alto el comentario y aceleró el paso. Algo iba mal. Por lógica, el de la moto tendría que haberlos seguido al aparcamiento, salvo que… Marcas cayó de pronto en la cuenta de su error. Había un segundo equipo detrás de la moto, en contacto telefónico permanente.
—¡Hay que salir de aquí!
Era demasiado tarde para retroceder. La escalera subía lentamente, demasiado lentamente. Marcas empuñó la pistola en el bolsillo. Estaban a tiro como dos patos en un puesto de feria.
Una atronadora música de rap retumbaba en todo el centro comercial a un volumen insoportable. Marcas llegó el primero arriba y sin responder al apretón de manos del inspector arrastró detrás a Anaïs. Cuando quedaban quince metros para llegar a la puerta un tipo con un largo gabán gris apareció en el campo visual de Marcas.
—Al suelo —gritó Marcas sacando el arma del bolsillo.
Retumbaron dos tiros. El del gabán gris había sacado un fusil de repetición y había disparado contra ellos. Marcas, Anaïs y el inspector rodaron por el suelo al mismo tiempo.
El del abrigo arrebató a una chiquilla con un osito de peluche de manos de la madre y la pegó contra su pecho, como un escudo.
Anaïs se levantó y gritó.
—Es el hombre que me siguió hasta el aeropuerto: el asesino de Dionisos.
—¡Agáchese! —ordenó Marcas.
El inspector había rodado hacia el lado contrario y se había refugiado al pie del cristal de un establecimiento de comida rápida.
Se oyó otra detonación; el cristal que había sobre Marcas estalló en mil pedazos. El asesino volvió a cargar el arma y gritó:
—Vengo por ti, Anaïs; tu maestro te necesita.
El hombre del abrigo gris avanzaba con paso maquinal sosteniendo a la cría como una muñeca de trapo. Tras ellos, la madre gritaba horrorizada.
El inspector apuntó a una de las piernas del asesino y apretó el gatillo. La bala erró el blanco y perforó el escaparate de una confitería. El hombre del abrigo se volvió y disparó al joven policía a bocajarro.
Su cabeza reventó salpicando de sangre los cristales del local de comida rápida. Restos de sesos salpicaron el póster de una enorme hamburguesa que chorreaba ketchup.
El tirador hizo fuego contra el cristal ahumado de otro escaparate que saltó en pedazos. La bala acabó impactando contra el pecho de una vendedora. El demente exultaba.
—Época de rebajas, aprovéchense. Reventamos los precios.
Marcas asistía impotente a la matanza sin poder hacer uso de su arma por temor de alcanzar a la niña. El tiempo jugaba a favor de su adversario, que avanzaba hacia ellos.
La gente corría asustada de aquí para allá, ocultándolos momentáneamente de la vista del asesino. Anaïs exclamó:
—Conozco el centro comercial, hay una escalera de servicio a nuestra izquierda, podemos llegar a ella cuando no nos vea. Si seguimos aquí estamos perdidos.
Estupefacto, Marcas vio cómo la joven se levantaba de un salto y corría hacia una puerta abierta. Él se sobrepuso y la siguió corriendo; oyó una bala que silbaba justo detrás de la sien.
El asesino, que había comprendido la maniobra, soltó a la niña como si fuera una bolsa de basura y disparó a ciegas en dirección a los fugitivos. Una mujer con un traje sastre negro se desplomó, arrastrando en su caída a un adolescente que gritaba.
—Suelte el arma, rápido.
Un negro con uniforme de agente de segundad llegaba corriendo blandiendo una porra tan inútil como un juguete. El asesino sonrió y disparó dos veces contra el guarda, que cayó de espaldas, con los ojos desorbitados.
Marcas y Anaïs corrían a toda prisa. Tomaron la escalera de servicio. El policía bloqueó la puerta con la barra de segundad y se volvió hacia Anaïs:
—Podemos respirar un momento, ni siquiera con esa arma podrá abrirla.
—Yo creía que nosotros éramos los policías y ellos los malos.
—¡Yo también lo creía!
—Si no recuerdo mal, podemos llegar al metro.
Marcas sacó el móvil y advirtió que en la caja efe la escalera no había cobertura. Echaron a correr de nuevo, Anaïs respiraba ronca y atropelladamente; parecía poseída. Derribaron a unas diez personas antes de llegar a los subterráneos del metro. Anaïs señaló una salida que daba a la Cour de Rome. Al salir a la calle, Marcas llamó por el móvil.
—Central, emergencia, recogednos en la Cour de Rome. Envíen refuerzos al centro comercial del Havre, hay heridos.
—Recibido, comisario, ya hemos sido alertados, van para allá unos coches.
Mientras Anaïs recuperaba el aliento se sorprendió de la energía que la hacía aguantar. Como si lo ocurrido en Sicilia la hubiera transformado. Nunca se habría creído capaz de soportar tantos peligros y sin embargo aguantaba e incluso descubría que tenía recursos desconocidos hasta entonces.
Marcas escrutaba las calles que iban a parar a la plaza. Un Renault negro llegó a toda velocidad ante ellos; se apeó un hombre con un jersey marrón y un brazalete en el que decía «policía» e hizo señas a la pareja.
Marcas y Anaïs se metieron en el vehículo, que salió pitando con la sirena puesta.
—¿Al quai, comisario?
—Sí, rápido.
Marcas pensó en el desastre que había provocado. Un colega asesinado, heridos, y quizá muertos en un centro comercial. No se engañaba; si redactaba su informe objetivamente, lo más seguro es que lo suspendieran del servicio en el acto. Si no algo peor. No tenía ningún derecho a proteger a la chica por razones personales.
Organizar aquella operación en un lugar público podía ser considerado una falta grave. Tendría que haber llevado a Anaïs directamente de la rue des Martyrs al quai des Orfèvres. Solo que entonces habría hecho falta una notificación oficial. Y cuidar de la sobrina de Anselme no habría justificado en ningún caso tal despliegue de medios. Por otro lado, confesar que la chica era la principal testigo de la matanza de Sicilia y que no consideró conveniente entregarla a las autoridades, le habría acarreado apuros todavía peores. Los hermanos masones de la policía no podían hacer nada por cubrirlo y el consejero del ministro estaría encantado de verlo caer.
Mal día. Se insultó en silencio cuando pensó en los riesgos que había corrido. Para nada. Recordó la cara del joven inspector al que el asesino había matado. ¿Tenía novia, mujer, hijos? ¿Y la niña que había servido de chaleco antibalas al asesino?
Ambulancias con sirena y coches de policía llegaban de todas partes a la entrada del centro comercial.
Marcas apretó los puños con cólera. El coche había dejado el barrio y se dirigía hacia el Sena; en menos de cinco minutos estarían en el quai des Orfèvres. Debía tomar una decisión.
Por primera vez en su vida, iba a mentir en su trabajo. La vía de la rectitud estaba muy lejos. Se inclinó hacia el conductor:
—Tuerce a la derecha, cambio de rumbo.
Anaïs se cogió de su brazo. Él se dejó coger.
—Vamos a mi casa —dijo con voz cansada—, allí estará segura.