Capítulo 42

En la gran sala revestida de madera oscura que databa del Segundo Imperio, Isabelle, invitada en calidad de experta en sectas, acababa de poner fin a su conferencia y miraba a los estudiantes que, para tratarse efe un seminario de tercer curso, eran más numerosos de lo habitual.

También era cierto que el título, Erotismo y espiritualidad, era de los que sorprendían y picaban la curiosidad. Aunque allí solían abordarse temas muy diversos, lo sucinto del título sugería asociaciones insospechadas. Dos profesores que se habían enterado de su visita no se habían privado de interpelarla discretamente para pedirle precisiones sobre el objeto de sus trabajos.

Ella había contestado con su profesionalidad habitual, aunque eso no evitó ciertas discretas sonrisas. Dar una clase sobre la relación entre el deseo sexual y el sentimiento religioso desconcertaba a la institución e incomodaba a las buenas conciencias. Los estudiantes, por su parte, no parecían molestos, sino solo sorprendidos de ver mezclados dos universos que ellos creían irreconciliables. Por eso mismo, Isabelle había propuesto al final de la conferencia un coloquio para que los estudiantes hiciesen preguntas más concretas.

Una mano se alzó. Antes de concederle la palabra, Isabelle observó a la estudiante. Vestido plisado azul, blusa blanca de cuello redondo, cabellos cuidadosamente trenzados. Podía adivinar la pregunta.

—¿Sí?

—En su clase, ha desarrollado su tesis con ejemplos sacados de las tradiciones espirituales o filosóficas de Oriente, como el taoismo y el tantrismo. Veo que no ha hecho usted, o no ha podido hacer, referencia alguna al cristianismo.

—¿Cree usted por ello que el sexo no tiene nada que ver con la espiritualidad cristiana?

—Sí.

Isabelle sonrió.

—Pues bien, ¡se equivoca! ¿Conoce usted a los gnósticos?

—Creo que son herejes.

—Son cristianos, pero a los que la Iglesia siempre ha considerado herejes. Para ellos, solo Cristo es el verdadero Dios, el del Bien, que oponen al Dios del Antiguo Testamento, símbolo del Mal.

—¡Es una teoría dualista!

—En efecto. Y según algunos de esos grupos gnósticos había que combatir el Mal de raíz.

De pronto los estudiantes parecieron más atentos. Ella prosiguió:

—Para combatir el Mal, era preciso romper el ciclo de las generaciones, y por tanto desviar la práctica del sexo de su finalidad habitual, la procreación.

—¿Por qué medios? —preguntó alguien.

—Por determinadas prácticas sexuales, en concreto una especie de coitus interruptus destinado a recuperar el semen antes de la eyaculación en la matriz femenina.

—¿Bromea?

La voz de la estudiante se hizo acre.

—¡En absoluto! Esta práctica ritual nos la transmite un testigo de la época, un tal Epifanio, al que juzgarás digno de crédito, supongo, ya que la Iglesia católica lo hizo santo.

Se oyeron algunas risas.

—¿Y qué hacían con lo que… en fin… con lo que recogían?

—Según san Epifanio, el esperma se consumía en común y a cada ingestión los gnósticos pronunciaban esta frase ritual: «He aquí el verdadero cuerpo de Cristo».

—¡Qué asco!

—¡No para ellos! El semen recogido en el acto amoroso simbolizaba el poder recobrado de la divinidad; consumirlo era reintegrarse a la unidad primordial.

—¡Pero es absurdo!

La joven estudiante se levantó bruscamente.

—¿Quién sabe? Si Dios está en el pan y en el vino, como algunos creen, ¿por qué no en el semen?

Un murmullo de estupor recorrió la sala. Sonriendo con tranquilidad, Isabelle miró uno a uno a los alumnos para evaluar su reacción. Al fondo, cerca de la puerta, un hombre con traje y corbata le hizo una seña discreta con la mano. Reconoció a Alexandre Parell. El hermano.

—Bien, os doy las gracias por vuestra atención. La clase ha terminado; hasta la semana que viene.

El consejero de la obediencia se acercó al estrado.

—¡Impresionante! ¿Siempre terminas tus conferencias con estas… revelaciones?

—¡Y eso que no les he contado todo! Estos gnósticos también consumían ritualmente la menstruación de sus compañeras.

—¡No!

—Como lo oyes. Después del cuerpo de Cristo, había que beber también su sangre.

Parell la miró meneando la cabeza.

—Oye, no he venido a escuchar esto.

—Lo supongo.

—Sabemos que Marcas ha caído en desgracia en el ministerio. Hemos decidido apartarnos discretamente de la investigación. Tú también deberías guardar las distancias.

Isabelle esbozó una sonrisa irónica.

—¿Y habéis avisado a Marcas de este giro de ciento ochenta grados?

—No, pero el caso va a ser archivado y todo volverá a la normalidad, empezando por él.

—¿Y si él se niega?

—Es libre de perderse en las tinieblas. Pero se hundirá en ellas solo.