El escúter rodaba a toda velocidad por los Campos Elíseos esquivando los coches, que circulaban al paso. Marcas se felicitó por haber cogido la moto para ir al Ministerio del Interior. Entró en la place de la Concorde en dirección a la Madelaine. La llamada angustiada de Anaïs no lo había sorprendido, pero había tenido la precaución de apostar discretamente a uno de sus hombres para garantizar la seguridad de la joven. Justo después del telefonazo de la joven lo había llamado para preguntarle. El policía no había notado nada, nadie había entrado en el edificio de Anselme y Anaïs no había salido. El contacto había debido de producirse por teléfono.
La circulación era ahora más fluida. Aceleró; el cuentakilómetros marcaba setenta kilómetros por hora, un récord en pleno París a aquella hora. Se desvió hacia la estación de Saint-Lazare.
Si Dionisos había llamado al apartamento de Anselme, Anaïs debía cambiar rápidamente de escondite. En cualquier caso, no podía dejar a un inspector vigilando sin una justificación oficial. Jugar a los guardaespaldas con fines privados podía costar muy caro; algunos de sus colegas, imprudentes, se habían dejado pillar mientras redondeaban el fin de mes haciendo vigilancias privadas después de sus horas de servicio. Habían sido expulsados en el acto.
El semáforo de la place de la Trinité se puso en rojo; Marcas se lo saltó sin hacer caso de los bocinazos de los coches que llegaban en perpendicular. El escúter enfilo a todo gas la rue des Martyrs. Al llegar ante el inmueble de Anselme, Marcas aparcó en la acera, mostró su placa de policía a una guardia municipal que acudía corriendo hacia él y entró en el bar en el que tenía apostado a su inspector.
—¿Qué?
—Nada, jefe. Ningún sospechoso. Si hay alguien que la vigila, lo hace con una discreción que sobrepasa mis capacidades.
El inspector, un joven originario del sudoeste, destinado hacía dos años a su departamento antes de que Marcas dejara la brigada criminal, estaba tomándose un café. Marcas lo había sacado de un aprieto el año anterior haciendo la vista gorda tras una riña en una discoteca en la que dejó molido a un chulo, confidente de los Renseignements Généraux. El joven había aprendido su primera lección: no tener aventuras sentimentales con putas cuando se es de la pasma.
Marcas escrutó la calle.
—Bien. Partamos de la hipótesis de que en efecto la siguen. Subo por ella. Mientras ella prepara sus cosas, coge el coche y espéranos en la puerta, asegurándote de que no hay moros en la costa. Bajaremos cuando nos des luz verde. Después intentaremos una fuga a lo albanés. Ahora mismo pido un coche de la secreta a la central.
El joven inspector sonrió. La fuga a lo albanés era el nombre por el que se conocía cierta operación que realizaban los proxenetas albaneses cuando querían cambiar rápidamente de sitio a las prostitutas localizadas por la policía. Subían a la prostituta a un coche y se metían en un aparcamiento en el que los esperaba un cómplice en otro coche. La joven salía corriendo del aparcamiento y subía al segundo vehículo. Los policías que seguían a los primeros no podían salir marcha atrás. Después de ser burlados de este modo, los policías habían reaccionado y añadían un segundo coche que seguía al primero para cortar la salida de los delincuentes.
—La fuga a lo albanés, buena idea.
El comisario marcó un número en su móvil.
—Al habla Marcas, quiero un coche de la secreta en la esquina del centro comercial del pasaje del Havre, en el barrio de Saint-Lazare. ¿Cuánto tardará?
—Veinte minutos como máximo.
Satisfecho, Marcas consultó su reloj. Si alguien lo seguía, lo acorralarían en el centro comercial. Marcas y Anaïs harían de cebo. Estaba también la opción extrema: en lugar de seguirlos podía cargárselos.
Una ejecución pura y simple en plena calle.
Marcas lamentó no haber cogido su pistola Glock reglamentaria. Nunca la usaba, por lo que se pudría en la caja fuerte de su despacho. Peor aún, no iba nunca al centro de tiro, como mandaba el reglamento. Al menor fallo quedaría en evidencia.
Marcas salió del café, cruzó la calle, entró en el bloque y subió en dos trancadas la escalera.
La puerta se abrió al llegar él. Anaïs estaba pálida.
—Lo he visto llegar por la ventana. Tengo que irme enseguida. Esos cabrones vienen por mí.
Marcas la apartó suavemente y cerró la puerta.
—Tranquilícese. Abajo nos espera un coche que la llevará a un lugar seguro. Meta sus cosas en un bolso, pero antes cuénteme qué ha pasado.
Anaïs se acurrucó en el ancho sofá de piel que había junto a la estantería.
—Me había quedado dormida viendo la tele, el teléfono sonó, creí que era usted. Y en cambio…
—¿Dionisos?
—Sí. Ese… monstruo me ha dicho que no me pasaría nada si mantenía la boca cerrada. Me ha explicado que me dejó escapar adrede, porque me quería. Me ha dicho un montón de cosas agradables, como si no hubiera pasado nada, como si el horror de Sicilia no hubiera existido. ¡Basura!
Daba puñetazos en el respaldo de piel roja y le temblaba la voz.
—¿Y luego?
—Me ha dicho que vendría a buscarme y que con él estaría segura.
La joven se estremeció. Marcas cogió un bolso de un armario ropero y se lo dio.
—Cálmese, ahora está bajo la protección de la policía. No corre ningún peligro. Sé que no es fácil después de lo que ha vivido.
—Hay otra cosa que me preocupa.
—¿Qué?
—Su voz. Era como un arrullo, ha habido un momento en que casi me he dejado convencer. Dionisos utiliza su voz como un… sortilegio. Parece que te domina. ¿Le ha pasado alguna vez eso, caer bajo el hechizo de una voz?
—No, pero lo entiendo. No hace mucho asistí a una conferencia sobre las últimas investigaciones en materia de entonación vocal. Parece ser que las mujeres son más sensibles a las inflexiones de la voz que los hombres.
—¡Eso suena a machismo!
—No lo creo, quien daba la conferencia era una hermana. ¡Bien, mejor será que se dé prisa!
—¡No tengo nada que ponerme!
Marcas se echó a reír.
—Perdone, es el tipo de detalles que tengo tendencia a olvidar.
Entró en el despacho de Anselme y cogió la carpeta de Crowley. Cuando volvió al pasillo, Anaïs lo esperaba con el bolso de viaje de Sicilia. Miraba el apartamento con tristeza.
—No sé si volveré algún día. Hay demasiados recuerdos de mi tío. Me parecería verlo en cada habitación.
—También yo echaré de menos las tardes que pasábamos edificando oscuras prisiones al vicio y templos a la virtud.
Anaïs se sobresaltó.
—¿Cómo ha dicho?
—Que echaré de menos mis encuentros nocturnos con Anselme en este apartamento.
Ella le cogió el brazo con fuerza.
—No, lo del vicio y la virtud…
—Una fórmula un poco anticuada que usamos los masones. Anselme la decía siempre antes de descorchar un buen vino.
—Es extraño. Dionisos empezaba las reuniones de reflexión con esa frase. Estamos aquí para edificar oscuras prisiones al vicio y templos al placer y al amor.
Marcas abrió la puerta y le cedió el paso.
—¡Curioso, en efecto! Quizá es un antiguo masón que usa nuestras prácticas a su antojo. No sería la primera vez.
Bajaron velozmente los pisos y pasaron por delante de la portería. Anaïs se detuvo.
—Espere, tengo que decirle una cosa a la joven.
—Déjele también la llave de mi escúter, ya la recogerá uno de mis hombres.
Marcas sacó el móvil.
—¿Leroy? Estamos en el patio del edificio.
—Nadie a la vista, cuando quiera.
—Tardamos cinco minutos.
Marcas colgó; sabía que esconder a Anaïs en su casa solo sería provisional. Pero tampoco podía trasladarla a un escondite oficial sin autorización. Por otro lado, ella podía serle útil en su investigación si la matanza de Sicilia, el caso de Manuela Real y el del ministro estaban relacionados. El comentario de Anaïs sobre lo del vicio y la virtud reforzaba su sospecha. Pero eso era todo.
Anaïs salió de la portería.
—Le he dado las llaves. Cuidará del piso de mi tío hasta mi vuelta. Si vuelvo… —Dudó y añadió—: Querría pedirle un favor. Necesito ropa, ¿no podríamos parar en una tienda antes de encerrarme de nuevo?
Antoine reflexionó. No era una mala idea.
—¿Por qué no? Vamos a un centro comercial de la estación de Saint-Lazare. Eso servirá de pretexto.
Salieron a la rue des Martyrs y subieron al coche del ayudante de Marcas. El Peugeot oficial arrancó al instante. El conductor echó un vistazo por el retrovisor.
—Moto negra, casco azul oscuro detrás de nosotros, a unos veinte metros. ¿Qué hago?
—Ve hacia la place Clichy. Veremos si nos sigue.
El coche rodaba a una velocidad media. Anaïs miraba una y otra vez atrás y por primera vez se agarró a la muñeca de Marcas.
—¿Está seguro de que todo irá bien?
Marcas le sonrió.
—No se preocupe. Unos colegas nos esperan en el centro comercial para interceptar a nuestros perseguidores. Si es que nos siguen.
El coche giró a la izquierda, luego a la derecha, la moto seguía tras ellos.
—Confirmación en lo que respecta a la moto, jefe. ¿Llamo a los colegas para que le echen el alto? ¿O esperamos a llegar al aparcamiento y seguimos con lo de la fuga a lo albanés?
—Sí, el mismo plan. Para en la place Clichy, yo saldré a comprar un paquete de cigarrillos para no llamar la atención, tú ve directamente al aparcamiento del centro comercial de Saint-Lazare. Lo pillarán en la rampa de entrada.
El Peugeot aparcó delante de un bar conocido por todos los noctámbulos porque cerraba tarde. Marcas se apeó y localizó la moto parada al otro lado de la plaza. Entró en el local y pidió una cajetilla de tabaco rubio. Sacó el móvil, marcó el número de la centralita, que le pasó con los del coche que los seguía.
—Aquí Marcas, ¿conocéis las instrucciones?
—No se preocupe, comisario. Le echamos tranquilamente el guante y para casa.
—Bien. Luego os alcanzo.
Marcas salió del bar y subió al coche, que arrancó despacio. Anaïs no decía nada y miraba las calles. La moto lo seguía.
—Ya llegamos, jefe.
El comisario se volvió hacia Anaïs.
—Escúcheme bien. Cuando yo se lo diga, baje del coche y sígame corriendo. Lo de las compras ya lo arreglaremos luego, ¿de acuerdo?
—Sí, pero…
—No hay peros que valgan.