Marcas consultó su reloj con un gesto de irritación. Hacía ya más de media hora que esperaba en la antesala del despacho de uno de los dos consejeros del ministro del Interior. El hombre con el que se encontró en el parque de Buttes-Chaumont le había dicho a través de su secretaria que se retrasaría. Una cita importante.
Cogió una revista sobre bicis de montaña que había sobre una mesa y vio pasar ante él a un joven oficial que entró directamente en el despacho del consejero con un legajo de papeles.
El comisario sonrió. El agente venía seguramente del temible y eficaz «despacho permanente», situado en el mismo pasillo; un verdadero centro neurálgico de la información policial que recibía día y noche todo tipo de partes sobre delitos, incidentes e informes confidenciales susceptibles de interesar a las altas jerarquías de Beauvau. El consejero debía de estar deseando recibirlos.
Marcas dejó la revista, no le gustaban las bicicletas. Y aún menos las hechas para ir por caminos llenos de barro. Había que ser masoquista para eso.
Pensó en llamar a Anaïs para saber si todo iba bien, pero cambió de idea. Uno de sus hombres montaba guardia. No había por qué preocuparse.
La aparición de la joven, con sus revelaciones, alteraba singularmente el caso. Ya era la segunda vez que oía hablar de la Vía de la Mano Izquierda a propósito de las prácticas sectarias. Primero a Isabelle Landrieu cuando le informó sobre ese mago inglés, y luego a Anaïs al hablarle de su grupo de psicópatas.
Antoine suspiró.
Tendría que haberla puesto inmediatamente a disposición de sus colegas y avisar a la Interpol, tendría que…
Nada más dejar a Anaïs, uno de sus ayudantes lo había llamado al móvil para referirle el drama de la actriz Manuela Real. La muerte del marido de la actriz había desbancado en los medios la matanza de Sicilia.
Para una mirada despierta, el parecido con la muerte de la amante del ministro resultaba inquietante. Y sin duda no sería él el único en darse cuenta.
Marcas se había pasado por su despacho, donde había estado dos horas navegando por internet con uno de sus ayudantes y recabando toda la información sobre el muerto de Granada y la actriz.
Se llevó una gran impresión al ver las fotos de la casa de la actriz, que eran portada de los periódicos españoles. Poco antes del drama, Manuela Real había invitado a los periodistas de una revista de decoración para un reportaje. Y todo el mundo podía ver ahora con todo detalle el lugar del suceso. Una verdadera escena de voyeurismo global. Pero una foto había sobresaltado a Antoine.
La del dormitorio de la pareja. Un cuadro en la pared, que representaba a una mujer sosteniendo un jarro que se llenaba de un agua que parecía caer del cielo, donde había una estrella, una estrella blanca que giraba.
Una copia exacta de la lámina del tarot de Thot.
Había entonces telefoneado a un hermano de los Renseignements Généraux que se ocupaba de las sectas. Pero no había descubierto nada decisivo sobre las que pudieran practicar la Vía de la Mano Izquierda. En cambio, la información sobre Crowley era más abundante. Al parecer, el mago inglés gozaba de considerable reputación en ciertos ámbitos satánicos y paganos.
Estaba a punto de interesarse más profundamente por este personaje enigmático cuando la secretaria del consejero del ministro le pidió que acudiera al instante a la place Beauvau.
—¿Comisario? El señor consejero va a recibirlo.
Una secretaria lo hizo entrar sin dignarse mirarlo y cerró la puerta al salir.
—Querido Marcas, ¿cómo está?
El tono de voz del consejero era falsamente familiar.
—Vamos tirando, señor.
—Celebro que no haya encontrado expedientes sobre la logia Regius. Ya nos hemos librado de un viejo fantasma. Y su investigación estará ya terminada, supongo.
—A decir verdad, no lo creo.
—¡Hombre! ¿Ha llegado a alguna conclusión? Ese pobre ministro estaba agotado. Por lo demás, ya es hora de que satisfaga la legítima curiosidad de los medios. He organizado una conferencia de prensa. Presentaremos la autopsia de la desgraciada víctima. Una mujer de corazón frágil. Luego un especialista, un psiquiatra…
—El doctor Anderson, supongo.
—Es verdad, se conocen. Ya hablaremos de eso… ¿Qué estaba diciendo?
—… que un especialista, un psiquiatra, explicará, con autoridad y competencia, que ese pobre ministro, agotado por su entrega al servicio de sus conciudadanos, no ha podido soportar la muerte repentina de su desdichada víctima. Un choque emocional del que se recupera poco a poco.
—¿Se burla usted de mí, Marcas?
El consejero lo miraba con ojos brillantes.
—No. Tengo que ir a España a interrogar a Manuela Real.
—¿Cómo, Manuela Real?
—La actriz. —Gracias, sé quién es, voy al cine. Lo que no comprendo es por qué quiere verla.
—Está relacionada con el caso que nos ocupa. Lo ocurrido al ministro se parece mucho al suceso de Granada.
El consejero se quedó mirando a Marcas con estupefacción.
—¡He leído los periódicos, pero no veo la relación!
—Las dos víctimas han fallecido en circunstancias similares, y tanto el ministro como la actriz parecen afectados por el mismo tipo de trastorno mental.
—Óigame bien, comisario, son coincidencias, no similitudes. Y sus conclusiones, se lo aseguro, son precipitadas y erróneas.
Marcas detestaba justificarse ante hombres como aquel, que habían subido en el escalafón más por oportunismo que por una brillante hoja de servicios. El consejero nunca había investigado un caso y se permitía opinar.
—Hay otro elemento común a los dos casos, y que los periodistas no han relacionado; en concreto un símbolo, pintado en la casa de la actriz y por el ministro en su clínica.
—¿Un símbolo? —replicó el ministro en tono burlón—. ¡Ustedes los francmasones ven símbolos por todas partes!
El comisario pasó por alto el comentario.
—Le repito que la coincidencia no es casual. Además, Manuela Real y el ministro se conocían. Se vieron hace poco en la subasta del manuscrito en Drouot. Como el ministro está actualmente indispuesto y no puedo interrogarlo…
—Ya lo sé. Por cierto, he recibido una queja sobre usted, comisario. El doctor Anderson, justamente, ¡el amo de la clínica en que está siendo tratado su desgraciado hermano! Ese médico lo acusa de haber hecho peligrar la terapia del ministro.
—Ese doctor Anderson no está cualificado para juzgar mi trabajo de policía.
—De momento su trabajo no ha dado brillantes resultados, sin hablar de este último antojo, ¡interrogar a Manuela Real! ¡De ir a Granada, escúcheme bien, ni hablar! Además, las autoridades españolas se lo impedirán, yo me encargaré personalmente.
El hombre rezumaba una suficiencia que exasperó a Marcas.
—¡Le recuerdo que fue usted quien me buscó para aclarar este caso! Y si tengo que justificar cada paso que doy, prefiero renunciar.
Se levantó mirando fijamente al consejero. Había hecho bien en no hablarle de Anaïs.
—¡Será mejor que emplee usted otro tono!
—Empleo el que me da la gana.
El consejero tamborileó sobre la mesa de roble y se puso bruscamente de pie.
—Se lo repito: m hablar de ir a España. En cuanto a la investigación, le consejo que la lleve con más discreción, y sobre todo con más eficacia.
Marcas se levantó y dio media vuelta. La voz del consejero lo alcanzó en la puerta.
—¡Piense en su carrera! No lo acompaño.
El comisario se marchó sin despedirse de la secretaria que, de todas formas, tenía los ojos clavados en la pantalla del ordenador.
Su móvil vibró en la chaqueta. Reconoció al instante la voz asustada de Anaïs:
—Dionisos…
—¿Qué sucede?
—Dionisos me ha encontrado…