Al día siguiente de mi visita al convento, una vieja criada me paró por la calle y me enseñó una tabaquera bordada en oro. Me la vendía por una piastra. Iba a negarme cuando, poniéndomela en las manos, me dijo que contenía una carta. Le pagué discretamente y seguí mi camino hacia la casa del marqués de Pausolès. Como no lo encontré, fui a dar un paseo por el jardín. Dado que la carta estaba lacrada y no llevaba dirección, y que la criada podía haberse equivocado, mi curiosidad aumentó de punto. Decía: «Si desea volver a ver a la persona que le escribe, acepte la invitación de su amigo don Ortega».
Me sorprendió el laconismo de la misiva. Pero aún más aquel «volver a ver», pues desde mi llegada a Granada no había conocido más que a dos mujeres: la hermana de mi anfitrión y aquella muda de mirada hechicera, Alsacha. No dudaba de que fuera una de las dos y mi gusto mi inclinaba a pensar que se trataba de la más deseable.
—Ah, si eres tú —me decía yo—, sabré recuperar todo mi vigor.
—Le deseo lo mejor, Casanova, pero ¿puede saberse quién es la afortunada elegida de su pasión?
El marqués de Pausolès acababa de entrar en el jardín. Tuve el tiempo justo de deslizar la nota en la manga de mi traje.
—¿No me responde? ¿Es alguien que yo conozco?
Decidí no mentir, pero sí tenerlo un poco en ascuas.
—¿De verdad quiere saberlo?
El marqués me cogió por el hombro.
—¡Confieso que sí!
—Entonces no seguiré ocultándole la verdad. Sí, ¡estoy prendado! Pero desgraciadamente de una imagen, pues esa mujer no está a mi alcance.
—¿Cómo es eso?
—¿No lo adivina?
El señor de Pausolès me miró con interés.
—¿Se trata de Al sacha?
—¿De quién si no?
—Es cierto que ayer me pareció que le causaba una gran impresión.
—¡Más de lo que piensa!
Dimos unos pasos por el paseo que conducía al mirador.
—¿Es la misma sensación que ya ha experimentado por otras mujeres?
No me atrevía a confesar la naturaleza exacta del transporte que me inspiraba aquella joven religiosa. Él insistió:
—Hable sin miedo, como a un hermano. ¿No estoy aquí para ayudarlo?
—¡Me tomará usted por un vil libertino!
—¿Tan seguro está?
—He conocido a muchas mujeres…
—Lo sé, conozco su reputación.
—Y cada vez que mi imaginación se ha inflamado por una mujer, he sentido por ella no menos pasión que respeto.
El marqués me miró con una sonrisa divertida.
—¡Sea más claro, Casanova!
—Pues bien… Siempre creía que se trataba de la mujer de mi vida. ¡Y por extraño que pueda parecerle, era sincero!
—¿Y ahora?
—¿Ahora? Solo la deseo por su sexo. La promesa del placer que puede darme. No hay otro sentimiento.
Nos detuvimos a contemplar la ciudad que se extendía a nuestros pies. El marqués parecía extrañamente sereno.
—¿No le sorprende lo que acabo de confesarle?
—En absoluto. Acaba usted de perder una ilusión. Está usted en la vía.
—Pero ¿qué ilusión?
—La del papel social del amor. Créame, la Iglesia, como la literatura, han querido siempre conjugar el amor con valores que le son ajenos.
—Lo que dice me sorprende.
La voz del marqués se hizo más potente.
—La práctica de la fidelidad o el sacramento del matrimonio no son más que cadenas en las que la verdadera pasión languidece y muere. El amor es otra cosa. Es poder y voluntad. ¿No lo siente así pensando en Alsacha?
—Sí, pero sé también que en cuanto el deseo que abrasa mi cuerpo y mi alma quede satisfecho…
—¿Desaparecerá esa sensación de plenitud?
—Sí. Demasiado a menudo lo he comprobado.
—Homo triste post coïtum, como decían los antiguos.
—No se equivocaban.
—Se equivocaban y se lo demostraré.
Me quedé atónito. Un criado se acercaba entre los árboles. Era hora de despedirme. Cuando lo hacía, el marqués me dirigió una mirada penetrante.
—¡Medite sobre ello, Casanova! Y conserve la imagen de nuestra Alsacha. ¡Aún no conoce todos sus poderes!
—Hermano, seguiré su consejo.
Me sonrió con bondad.
—Mañana por la noche venga a mi casa. He prometido llevarlo a casa de don Ortega.