Capítulo 37

El hacha golpeó el marco de cristal, que estalló con la violencia del impacto. El hombre había girado sobre sí mismo en una fracción de segundo y con un movimiento de muñeca había atajado con el canto de su mano el antebrazo de Anaïs. La joven dio un grito de dolor. El hombre la cogió del hombro y la derribó de un golpe seco. Ambos rodaron por el suelo.

El intruso la inmovilizó y exclamó:

—¡Policía, comisario Marcas! ¡No se mueva!

Estaban sentados. Anaïs se levantó para preparar té. Se sentía mejor, aliviada tras casi una hora de monólogo. En el sofá, el policía parecía abstraído en una meditación profunda. Como si ahora fuera él quien cargara con el peso de la situación.

Anaïs se lo había contado todo, desde el principio: su ingreso en la secta, su captación progresiva, su viaje a Sicilia, Thomas… Lo demás el comisario lo conocía. Las imágenes de las piras humeantes en la playa seguían pasando por todas las pantallas catódicas. Sobre su huida de Sicilia se había extendido menos. Sobre todo porque la policía italiana la buscaba, pero él no había hecho ningún comentario sobre ello. Él le había hablado de Anselme y de su obsesión por las sectas en los últimos meses. Ahora los dos comprendían mejor por qué. Mientras Marcas hojeaba sus papeles, cuidadosamente ordenados, Anaïs bebió otra taza de té hirviendo. Por primera vez desde hacía mucho tiempo se sentía segura.

Antoine acababa de abrir una carpeta con el nombre de Crowley. El adorador de la sombra del que le había hablado Isabelle, el creador del tarot de Thot. En una página, Anselme había anotado unos títulos en latín: De arte magica, De homunculo, De nuptiis secretis deorum cum hominibus. Marcas tendió el folio a Anaïs.

—¿Sabe latín?

—Lo estudié en la facultad. Espere. El último creo que significa: Las bodas secretas de los hombres con los dioses.

El comisario meneó la cabeza. ¡Crowley! Otra vez aquel alucinado que quería dialogar de igual a igual con el cielo. Un loco de atar, como aquel Dionisos.

—¡No lo entiendo! Me parece una persona muy juiciosa. ¡Dejarse captar por una secta!

Anaïs sacudió la cabeza.

—¿Sinceramente? Nunca me sentí mejor que cuando entré en el grupo de la Abadía. Antes… antes tenía la impresión de que no era más que una carga para mi familia. Tenía treinta años, una vida gris. No sentía ilusión por nada. Nadie comprendía por qué.

—¿Y usted?

—Yo tampoco. En vano me esforzaba por convencerme de que todo iba bien, pero había algo en mí que me separaba de los demás.

—¿Les pasaba lo mismo a los demás adeptos?

—No, pero ellos tenían una relación particular con la cuestión amorosa. Muchos de los hombres eran seductores, pero no podían más.

—¿No podían más?

El tono del comisario era escéptico.

—Sí, una especie de saturación. Tenían la impresión de que ya no controlaban nada, de estar desbordados. Por ellos empezaba Dionisos sus enseñanzas.

—¿Qué enseñanzas?

—Explicaba que cada hombre llevaba dentro de sí un poder divino, pero que este podía adoptar formas muy distintas. Como con los griegos, donde cada dios antiguo representaba una faceta de la divinidad absoluta.

—¿Y se tragó usted eso?

—¡Todos nos lo tragamos! Piense que todos los adeptos vivían una experiencia que no comprendían, sentían una fuerza interior que los superaba, y él, en lugar de aconsejarnos ir a un psicólogo, nos explicaba que era nuestra parte divina que se manifestaba.

—¿Qué se manifestaba por el malestar?

Anaïs reflexionó antes de responder:

—Según Dionisos, no podía ser de otro modo.

—¿Cómo es eso?

—El ser humano no puede albergar más que una parte de la divinidad, una sola. Y el malestar comienza cuando toma conciencia de su naturaleza fragmentaria.

—¿De su naturaleza fragmentaria? —preguntó Antoine, no sin cierta ironía.

—¡No se ría! La idea fundamental de Dionisos era que llevamos el poder divino en nosotros, pero de manera incompleta.

—¿Y?

—Teníamos que encontrar la parte que nos faltaba.

Antoine guardó silencio. Sobraba decir que todas las sectas se basaban en las mismas tonterías.

—¡La verdad, habría sido mejor que le hubiera hecho caso a su tío! No era una persona que creyera en esa filosofía barata. ¡La parte que falta!

—¡Pues ustedes los masones bien que buscan la palabra perdida! —replicó Anaïs en tono irritado.

Creía estar oyendo a su tío.

—¡Eso no tiene nada que ver!

—¡Lo cierto es que nunca la han encontrado!

—¿Eso les ha dicho su gurú?

—Él decía que ustedes, los francmasones, ya ni siquiera comprenden los ritos que practican.

Marcas se quedó callado. La réplica había hecho mella. También él conocía a muchos hermanos que seguían un ritual cuyo significado simbólico se les escapaba por completo. Aunque era cierto que la masonería era en primer lugar un ámbito de libertad en el que cada cual podía dar al compromiso su propio significado, sobre todo era una sociedad iniciática que debía transmitir una enseñanza heredada de la sabiduría de los tiempos. Una misión que las obediencias tenían tendencia a olvidar. Para tallar la piedra bruta hasta la forma perfecta, había primero que aprender a utilizar los instrumentos.

Anaïs empezó a bostezar. Marcas se levantó y miró por la ventana. La calle estaba en calma. Una quietud que podía ser engañosa.

—Voy a ponerla bajo protección.

Anaïs se levantó de un salto.

—¿Bromea? ¿Quiere que me manden otra vez a Italia?

—Uno de mis hombres se encargará de su vigilancia. Lo hará, digamos, a título privado. No tengo intención de informar a mis superiores.

—¿Puedo confiar en usted?

Antoine la observó. La sobrina de Anselme.

—Sí, puede.

Cogió la chaqueta y el abrigo. Pero había algo que lo intrigaba.

—Hablando del ritual…

—¿Qué?

—¿Practicaba alguno su grupo?

Anaïs se sonrojó.

—Digamos que sí.

—¿Puede decirme en qué consistía?

La joven bajó la vista. Marcas insistió.

—¿Tenía algún nombre?

Antoine comprendió que no le diría nada más.

—Le dejo mi número de móvil. Pero estará bajo protección esta misma noche. Si… en fin… ¡no lo dude!

—Gracias.

Salió al pasillo. Tenía que coger las llaves para devolvérselas a la portera.

—Oiga…

Marcas se detuvo.

—El nombre que quería saber… Dionisos… Él le había puesto uno.

—¿Cuál?

—La Vía de la Mano Izquierda.