Capítulo 34

Una ambulancia pasó a toda velocidad ante la puerta de admisiones, seguida de cerca por un vehículo del Samu. Hombres y mujeres en bata blanca salieron del hospital para atender a los nuevos pacientes que sacaban de los vehículos. Sus gritos resonaban entre los muros del viejo edificio.

Isabelle esperaba a Marcas en la puerta. Por teléfono lo había notado inquieto a causa de la lectura del expediente que le había pasado. Como muchos hermanos convencidos de la rectitud de las prácticas masónicas, Marcas consideraba las sectas un refugio para pobres de espíritu dominados por farsantes de carisma malvado. Para él no podía tratarse sino de un abuso de confianza, de puro charlatanismo; en ningún caso podía aceptar que lo que funcionaba en masonería, mediante el ritual, pudiera ser de la misma naturaleza que lo que practicaban ciertas sectas en sus ceremonias. Ahora bien, en su expediente, Isabelle había reunido pruebas científicas a favor del poder de la imaginación sobre el comportamiento. Algunas técnicas de concentración y teatralización producían los mismos efectos en el ser humano que las que se practican en una logia masónica o en una secta de adeptos.

Lo vio caminar a paso ligero y le hizo una seña con la mano.

—Te agradezco que hayas venido. Espero que no altere tu agenda.

—No, si puedes ayudarme —contestó Marcas con voz neutra.

Caminaron a lo largo del edificio principal, rodearon el aparcamiento reservado a los médicos y entraron en un edificio anexo más moderno.

—Aquí es —dijo Isabelle.

El hospital de Saint-Antoine contaba con una unidad de neurología funcional, un laboratorio puntero donde se llevaban a cabo las más innovadoras investigaciones sobre la compleja relación entre el cerebro y el sistema nervioso. Isabelle lo visitaba periódicamente por motivos de trabajo. Desde hacía unos diez años habían aparecido nuevas sectas cuyas prácticas ceremoniales, supuestamente derivadas de la tradición, se parecían curiosamente a lo que los científicos estudiaban bajo el nombre de hipnosis colectiva o de autosugestión. Hoy la psicomedicina se desarrollaba en la intersección de la psicología clásica y las neurociencias, con resultados sorprendentes que interesaban tanto a los terapeutas como a los militares o a los grupos sectarios. Resultaba evidente que la mente, en determinadas condiciones, tenía la capacidad de influir profundamente sobre la totalidad del comportamiento humano.

Marcas era escéptico. Y encima Isabelle lo turbaba. Había leído detenidamente el informe. Si los experimentos descritos lo asombraron, aún más lo impresionó el rigor de la exposición. Aquella hermana le parecía un modelo de método. Una funcionaria de arriba abajo, se había dicho, fría, determinada… El tipo mismo de mujer que él temía: profesional, cerebral, deliberadamente inaccesible. Y por eso mismo tanto más deseable, lo que no haría precisamente fácil su relación. Antoine se conocía: con ella, pronto se sentiría inferior.

Y además reducía el poder del simbolismo a una simple ilusión, a un juego de la imaginación… Como a muchos masones, a él no le gustaba llegar muy lejos en la desmitificación.

Cuando preguntaban a un iniciado por el secreto masónico, siempre respondía que era la práctica del ritual lo que tenía el efecto de modificar la conciencia. Pero nunca se iba más allá en el razonamiento. Nunca se habían estudiado las ceremonias masónicas desde el punto de vista psicológico. Por ejemplo, todos los masones reconocían en privado que el paso al tercer grado, el grado de maestro, por su dramatización, poseía una carga emocional intensa de la que pocos salían indemnes. Sin embargo, se conformaban con este hecho y no trataban de ir más allá, como si temieran extraviarse.

La puerta se abrió. Una mujer entrada en años se llegó a Isabelle. Morena, pelo corto, también ella rezumaba autoridad y método.

—¿Qué, vienes a presenciar uno de nuestros experimentos o a consultarnos? Aún no he recibido los resultados de tus pruebas.

—Esta vez vengo por los experimentos. Te presento al comisario Marcas.

—Mucho gusto. Soy la doctora Cohen. ¿Ahora la policía se interesa por las neurociencias?

—La policía se interesa por todo.

—¡Me asusta usted!

Isabelle intervino:

—Tranquila, Antoine trabaja como yo en las sectas. Y necesita perfeccionar sus conocimientos.

—¿En qué campo en particular?

Marcas sintió que debía tomar la iniciativa.

—Empiece por el principio. La investigación científica trabaja como la policía: ¡siempre hay un misterio al principio!

La doctora hizo un gesto con la mano.

—Entonces pasemos a mi despacho.

Cuando Antoine vio que abría su paquete de tabaco comprendió por qué la doctora había querido aislarse. Otra víctima de la represión antitabaco que hacía estragos en todo espacio público. Eso la hacía más simpática. La doctora Cohen dio la primera calada con delectación.

—¿Toca usted el piano, señor comisario?

—No después de un intento frustrado en el colegio.

La doctora sonrió.

—Entonces ignorará qué es el calambre del músico.

—Lo reconozco.

—Es una deformación específica que resulta de la práctica de ciertos instrumentos de música: piano, violonchelo… De hecho, es un drama para los artistas afectados. De tanto repetir un mismo gesto, la mano acaba adoptando una postura anormal y los dolores son particularmente agudos, hasta el punto de impedir seguir tocando.

—Ya veo, pero…

Cohen lo interrumpió:

—Pero se preguntará qué tiene eso que ver con la neurología, ¿verdad? Lo mismo han estado preguntándose los médicos mucho tiempo, hasta que se descubrió que ese trastorno motriz no tenía un origen muscular, sino cerebral.

—¿Quiere decir en el cerebro?

—¡En efecto! Y gracias a los escáneres hemos podido ver que la representación topográfica de los dedos de esos pacientes es anormal.

Isabelle intervino:

—En otras palabras, el cerebro crea su propia imagen del dolor. Una ilusión, cierto, ¡pero que duele!

Antoine estaba estupefacto.

—¿Puede uno crear un dolor sin causa real?

—Sí, como se puede crear lo contrario. En el caso de esta patología, basta con repetir unos ejercicios determinados: gestos más lentos o menos habituales. El cerebro responde movilizando nuevas áreas cerebrales y restablece el equilibrio.

—¡El poder de la mente sobre la materia! —terció Isabelle.

—Exacto —asintió la doctora Cohen—, y aún se puede ir más lejos.

—¿Más lejos?

El tono de Marcas se hacía apremiante.

—Más lejos, simulando ejercicios físicos en lugar de hacerlos realmente. —¿Quiere usted decir imaginándolos?

—¡Sí! El cerebro tiene dos capacidades extraordinarias: primera, su gran ductilidad, pues puede configurarse a placer, y segunda…

—Segunda…

—Puede forjarse ilusiones, es decir, modificarse, adaptarse a la realidad tanto como a una imagen mental.

Isabelle añadió riendo:

—¡Los hombres saben muy bien qué es eso! El sexo masculino obedece muy bien a la sugestión mental. Se les llama fantasías.

Las dos mujeres esbozaron al tiempo una sonrisa llena de ironía.

—Y si eso funciona para la entrepierna…

Marcas continuó:

—Puede funcionar…

—¡Para todo lo demás! ¿Quiere una prueba? —preguntó la doctora.

—Si me la ofrece…

—¡Ahora mismo!

Unos minutos más tarde, la doctora Cohen les abría la puerta de una de las salas del laboratorio. Sentados a una mesa, dos estudiantes contemplaban con atención su mano abierta, en cuyo pulgar había un aro metálico.

—El primer experimento de este tipo se realizó en Cleveland en 2000. Nosotros lo repetimos aquí para perfeccionarlo.

—¿Y cuál es el principio?

—¡Sencillo! Durante quince minutos, pedimos a estos jóvenes que se imaginen, cada cinco segundos, que contraen el músculo abductor del pulgar.

—¿Nada más?

—Nada más.

—¿Y esos sensores que llevan en el dedo?

Marcas señaló los electrodos; los cables de color estaban conectados a un descodificador con pantalla.

—Los sensores tiene la función de comprobar que en realidad no contraen el músculo.

Marcas miraba la escena, fascinado.

—¿Y el resultado?

—¡Asombroso! Al cabo de tres meses de sugestión, la fuerza de ese músculo aumenta en un treinta y cinco por ciento.

—¡Sin hacer ningún ejercicio! Solamente por el poder de la estimulación mental —añadió Isabelle.

—¿Bromean?

—¡Nada de eso! Y el mismo fenómeno funciona con cualquier músculo.

—¿Y cómo se explica?

—No se explica, se mide. El cerebro reacciona a la sugestión de esas imágenes modificando al alza los intercambios de esas neuronas especializadas, aumentando el número de sus sinapsis e intensificando la respuesta de su red, simultáneamente.

—¿Y solo con el poder de la imaginación?

—De la misma manera que correría usted más rápido ante un peligro real.

—O imaginario —agregó Isabelle con voz sosegada—. En Seattle, en la unidad de quemados graves, ahora se cambia los vendajes de los heridos mientras llevan un proyector de simulación virtual como en los videojuegos; se les proyecta constantemente un universo en tres dimensiones: un paisaje polar lleno de iglúes e icebergs.

—¿No me dirá que…?

—¡Sí! La sensación de dolor disminuye en un cincuenta por ciento. Un resultado infinitamente superior a los analgésicos químicos.

La doctora Cohen se volvió hacia Marcas.

—De hecho, somos nuestra mejor droga.

Isabelle y Antoine caminaban en silencio por la acera. De vez en cuando, el comisario miraba de soslayo a su acompañante. Vestida con una chaqueta y unos vaqueros gastados, taconeando, el pelo echado hacia atrás, Isabelle parecía en pleno diálogo interior, muy lejos de los pensamientos que asaltaban a su compañero. En aquel momento, Antoine habría deseado ser brillante, encontrar la frase justa que hiciera que se parara en seco y le dirigiera una mirada admirativa. Como ante una estrella.

—Espero no ser indiscreto, pero la doctora te ha hablado de unas pruebas. ¿Nada grave?

Isabelle sonrió con timidez.

—No, hace tres años tuve un pequeño tumor benigno en el cerebro, curado gracias a los cuidados de la doctora Cohen. Por eso la conocí. Es muy testaruda y se empeña en hacerme unas pruebas cada año. Además, es Venerable de mi logia, por lo que estoy obligada a obedecerla.

Marcas se rascó la garganta.

—¿Te interesan las cartas del tarot?

Isabelle redujo el paso.

—¿Por qué?

—He ido a la clínica en la que está ingresado el ministro. Tuvo una crisis, grave, hasta el punto de que se cortó las venas. Y con la sangre hizo unos dibujos en las paredes.

—¿Unos dibujos?

—Digamos que le dio por la pintura abstracta.

—¿Y qué tiene que ver con el tarot?

—Me pareció reconocer una figura, un dibujo que vi hace mucho en una carta, una lámina, como se llama.

—¿Y sabes de qué tarot?

—Lo he averiguado, es una baraja de inspiración egipcia, el tarot de Thot.

—Thot —repitió Isabelle—, Thot. Creo que necesitamos un café.

La rue du Faubourg-Saint-Antoine estaba congestionada por la masa compacta de vehículos que emitían emanaciones tóxicas. Una ligera llovizna caía sobre las aceras.

Ante su café humeante, Antoine pensaba que era la segunda vez que se hallaba sentado con Isabelle. Un transeúnte que echara un vistazo por el cristal surcado de finas gotas habría podido tomarlos por una pareja. La encontraba guapa, y pensaba que no encajaba en aquel bar popular. Ella encendió un cigarrillo y preguntó:

—El tarot de Thot. El ministro dibujó una lámina de ese tarot, pero ¿cuál?

—La número 17, la estrella.

—¿Sabes quién dibujó las ilustraciones?

Antoine hizo un gesto de indiferencia.

—Una inglesa, creo…

Lady Harris, Frieda Harris, la mujer de un diputado del Parlamento inglés en los años 1930 o 1940.

—¡Vaya, estás mejor informada que internet!

—¿Y sabes quién se lo encargó?

—Un descerebrado, un tal Perdurabo, un buen seudónimo.

—Yo lo conozco por otro nombre.

—¿Cuál?

—¡Aleister Crowley!

Un camarero se acercó a la mesa para cobrar. Isabelle pagó rápidamente y pidió otros dos cafés.

—¿Aleister Crowley?

—«El personaje más inmundo y perverso del Reino Unido», según el Ministerio de Justicia inglés.

—Todo un personaje, supongo.

—¡Y que lo digas! Figura en todos los grupos esotéricos de finales del siglo XIX. Creó incluso su propia secta; él era el gurú, por supuesto. La mayoría de sus discípulos, si sobrevivieron, acabaron en el manicomio. Como tu ministro.

—¿Y por qué?

—Crowley practicaba una magia ritual que él mismo concibió a partir de distintas tradiciones.

—¿Una magia ritual?

—¡Sí! La Vía de la Mano Izquierda.

Antoine esperó un momento y preguntó:

—¿Quieres explicarte mejor?

—¡Mejor que no!

Marcas se sorprendió.

—¿Por qué?

—La verdad, es un terreno en el que no soy experta.

Antoine no insistió. Ya se enteraría por sí mismo.

—Y sobre ese Crowley, ¿qué más sabes?

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

—Crowley nació en 1875 en el seno de una familia rica pero austera. Protestantes intransigentes que creían en la verdad literal de la Biblia. Sobre todo la madre.

—¿Una beata?

—Peor aún. Cualquier pretexto era bueno para sermonear y prohibir. Tenía al hijo metido en un puño. Con decirte que el joven Crowley desarrolló una aversión profunda por el cristianismo, aunque al mismo tiempo…

—¿Al mismo tiempo?

—Lo fascinaban ciertos episodios bíblicos, en particular el Apocalipsis. Por lo demás, luego no dudó en hacerse llamar The Great Beast.

—¡La Gran Bestia! ¿La bestia que traerá el Fin de los Tiempos?

—La misma. Cuando pasó la adolescencia se hizo expulsar de Cambridge, donde sin embargo era uno de los estudiantes más dotados…

—¿Motivo?

—Ateísmo impenitente.

Marcas sonrió y respondió:

—¿Un laico precoz?

—Una extraña mezcla de distinción y salvajismo. Escribía poemas inspirados en Baudelaire, viajaba por el Imperio británico y practicaba el alpinismo de élite. Esto por cierto dio un giro a su vida.

—¿Una caída?

—¡Mejor! En el curso de una ascensión conoció a un tal Julian Baker, un francmasón. Luego nuestro Crowley se hizo iniciar.

Isabelle tenía prisa y Antoine la había acompañado a la boca del metro. Volviendo por la rue du Faubourg-Saint-Antoine, se detuvo un momento ante una tienda de moda masculina. Una dependienta instalaba una nueva colección. Chaquetas impecablemente entalladas, camisas de botones de nácar, «puro estilo Henry Dupin», proclamaba un cartel tamaño natural en el que se veía al famoso modisto contemplando el mundo a través de sus gafas de concha. Marcas suspiró, abrumado por aquella mirada altiva que parecía escrutar con desdén su vieja cazadora de piel y sus pantalones de tela mal planchados. Mejor dedicarse a su investigación.

Había dejado de lloviznar, pero la acera relucía como un espejo. Antoine caminó a paso ligero, como siempre que una idea lo obsesionaba. Isabelle, con sus revelaciones, había ahondado el misterio. Necesitaba a toda costa más información. Echó un vistazo al cielo todavía amenazador y aceleró el paso. Información más precisa. Y sabía dónde encontrarla.