No era verano, pero el calor apretaba ya en toda la ciudad. De los contrafuertes de la Alhambra al barrio de la catedral, de la colina del Albaicín a las cuevas gitanas del Sacromonte, todos los habitantes aprovechaban el atardecer para pasear por las calles y tomar el fresco. Las conversaciones giraban todas en torno al único tema de debate digno de ese nombre: los preparativos de la Semana Santa, prevista para cuatro días después. El recorrido de las cofradías encapuchadas estaba calculado con toda exactitud, a fin de que el homenaje a la Sagrada Familia fuera lo más majestuoso posible. Como en todas las ciudades de Andalucía —Sevilla la gran rival, Córdoba la orgullosa o Cádiz la marítima—, la calles de Granada se llenarían de procesiones fervientes y lúgubres. Noche y día, miles de fieles se agolparían en torno a los pasos transportados por penitentes tocados con capirotes. Las cofradías más poderosas exhibirían sus colores, negro, azul, rojo, blanco, y desfilarían para gloria de Cristo y de la Virgen.
Si Dios, muy católico, reinaba sobre gran parte de las almas de esta España andaluza, Manuela Real no formaba parte de lo que ella consideraba hatajos de beatos. Hacía mucho que la actriz había expulsado de su espíritu al Nazareno y su cruz, símbolo para ella de opresión y frustración seculares. Su casa del Albaicín rebosaba de antigüedades de todos los continentes pero en ningún sitio, ni en paredes ni armarios, había un solo objeto cristiano. Ella se consideraba una bruja que no tenía que rendir cuentas al llamado Dios ni a sus vasallos temblorosos de piedad.
Su repulsión por la religión católica derivaba directamente de las persecuciones sufridas por su familia durante el franquismo. Su abuelo, eminente profesor de Derecho y cristiano progresista, fue torturado y fusilado por los partidarios del Caudillo a causa de su marcada simpatía por la República. Manuela fue educada en un convento de monjas del régimen y conservaba en su cuerpo los castigos infligidos por su impertinencia, y en su alma, las burlas de que fue objeto su familia, calificada de «roja». Año tras año, los golpes llovían sobre su espinazo para obligarla a humillar los ojos ante la Cruz y su odio se fortificaba. Al salir de la institución, ya mayor de edad, se juró renegar para siempre de Cristo y de la Sagrada Familia.
Y no había cambiado de opinión.
Al contrario, a medida que su fama aumentaba, se apasionaba por las corrientes religiosas y filosóficas que se oponían a la Iglesia. Durante un rodaje en Egipto, fue incluso a visitar el enclave arqueológico de Nag-Hammadi, donde se había encontrado una biblioteca secreta de manuscritos gnósticos. Quería ver con sus propios ojos los lugares oscuros donde vivieron aquellos hombres y mujeres que, durante siglos, habían desafiado el poder conquistador del cristianismo. Aquellos herejes, como decían los curas, la hacían soñar. Sobre todo, se sentía atraída por la total libertad de aquellos anarquistas del pensamiento que rechazaban los dogmas mutiladores de la religión oficial. En particular en el terreno sexual, en el que profesaban una independencia absoluta. Una libertad de costumbres que la fascinaba.
En el apogeo de su carrera artística había comprado aquella casa antigua en Granada, un carmen, que daba directamente a las murallas de la Alhambra. Arregló a su gusto una inmensa terraza con jardín y piscina cuyos naranjos y arbustos ocultaban la vista al común de los mortales. En aquel viejo barrio en el que se refugiaron los moros huyendo de las persecuciones tras la toma de Granada por los Reyes Católicos, Manuela se enteró de que su casa había sido la última morada de un médico árabe, asesinado como cientos de musulmanes la noche de Navidad de 1568. A mayor gloria de Cristo, naturalmente.
Entre rodaje y rodaje en cualquier parte del mundo, ella se refugiaba en su pequeño palacio para descansar y ver a su marido. Al contrario de muchas actrices, solo se había casado una vez. Una unión que se mantenía, pese a las dudas y críticas apenas veladas de sus allegados. Casarse con un hombre más joven, aunque fuera en la España posterior a la «movida», era enfrentarse continuamente a la mirada reprobatoria de los bien pensantes. Y eran numerosos los hipócritas, los frustrados y los mordaces. No había más que ver a todos aquellos hombres que, una vez al año, en Pascua, se lanzaban con fervor a los pies de Cristo. Corderos que el resto del tiempo olvidaban los Evangelios para prosternarse ante los altares del vicio. Ella, por lo menos, había elegido amar a la vista de todos.
Su matrimonio con Juan Obregón, cantante idolatrado por los españoles, había provocado una tormenta entre los fans de los dos esposos. Al salir del ayuntamiento, una loca llegó incluso a abalanzarse sobre Manuela para degollarla gritando que la actriz había arrastrado al cantante al infierno. Manuela guardó de recuerdo el cuchillo acerado de la iluminada cristiana.
De pie en su terraza, Manuela saboreaba el momento inefable que acababa de vivir contemplando las murallas almenadas de la Alhambra. Habían hecho el amor como nunca. Ella había vuelto de París por la mañana y se arrojaron en los brazos el uno del otro, como cada vez que se reencontraban. Pero esta vez habían experimentado algo muy especial. Algo preparado y madurado largamente. Ella creyó que moría y luego renacía y por último caía de nuevo en la nada. Un orgasmo desaforado, aunque lo que había experimentado difería de lo que había conocido hasta entonces. Fundirse, disolverse en un océano de placer.
Se volvió hacia el retrato de Casanova joven que presidía el gran salón tras el cristal. Un cuadro pintado para ella por una amiga suya de origen peruano, guapísima, oriunda de una región a orillas del Amazonas en la que las mujeres tenían fama de hechizar a los hombres. La pintora, llamada Malé, había logrado captar la sensibilidad inquieta del gran seductor, cuya mirada enigmática, sombría, hipnotizaba a cuantos la contemplaban.
A Manuela le gustaba mucho aquel retrato. Como si compartieran una complicidad nacida más allá de los siglos.
«También él sintió el mismo gozo…».
Una larga melodía desgarró la noche. Manuela reconoció un cante gitano, no uno cualquiera, sino una saeta, que solo se cantaba en las ceremonias religiosas. Era lo único que ella apreciaba en aquellas insoportables festividades cristianas. El gitano debía de estar ensayando antes de que empezaran las procesiones. Ella sonrió pensando en lo que ella haría durante los desfiles nocturnos de los penitentes. Ella no expiaría ningún pecado como aquellos beatos. Ella los cometería. Desde hacía dos años alquilaba con su marido un pisito en un segundo de la calle San Fernando, en pleno centro, al que iban discretamente en el momento de las procesiones. Juan la penetraba en el mismo momento en que el paso de la Virgen se detenía ante su ventana. A ella le gustaba gozar mientras cruzaba la mirada con la madre de Cristo. En el fondo de su ser no tenía la impresión de cometer una blasfemia. «La Virgen perdona a todos los pecadores, incluso a ti», le decía invariablemente Juan tras sus coitos, sin dejar nunca de pagar su óbolo a la cofradía de la Virgen.
Manuela se alisó su pelo negro y volvió al dormitorio. Al pasar ante el espejo, comprobó de nuevo que su cuerpo había perdido firmeza. Allí donde cualquier otro se extasiaría ante su figura maravillosamente conservada para ser una mujer de cuarenta y siete años, ella advertía aquí y allá imperfecciones cada vez más evidentes. Pero poco importaba, ella sabía que la fuente secreta del placer no residía en las apariencias.
Cruzó el gran salón y abrió suavemente la puerta de la habitación. La cama estaba deshecha, las sábanas estaban esparcidas por el suelo y su amante, su hombre, su marido, diez años menor que ella, yacía de espaldas, con la cabeza ladeada. Juan, el Rubio, apodo que sus fans le daban, cuya melena rubia contrastaba con la suya; Juan, tan narcisista que se había sometido a una nueva intervención quirúrgica para preservar su belleza. Lo miró con deseo. Su sexo parecía tan frágil entre sus musculosos muslos que siempre se maravillaba del prodigio que transformaba aquel trocito de carne en un objeto tan duro. Otra cosa que el cristianismo no enseñaba en sus instituciones.
Un relámpago brutal atravesó su cráneo.
Se tambaleó, aturdida por el dolor. Se sentó en la cama para reponerse y tuvo la impresión de que le temblaba todo el cuerpo. Sus brazos se extendían y sus piernas se alejaban bajo ella. Alargó el brazo hacia Juan, pero la distancia entre los dos pareció aumentar.
«¿Qué me pasa?». Nunca había padecido ataques de angustia y aquella sensación imprevista la inquietaba. Manuela quiso levantarse, pero el dolor volvió aún más intenso. Sin aliento, se derrumbó en la cama, traspasada de dolor.
«Debe de ser el cansancio del viaje, seguro». Trató de calmarse y no ceder al pánico.
«Juan, ayúdame».
Su marido no contestó. Ella gritó.
«Juan, despierta, por Dios».
Él seguía inmóvil. Ella le cogió el tobillo y le pellizcó la piel fuertemente, hasta hacerle sangre. El cuerpo seguía inerte. Ella se incorporó fatigosamente y observó algo extraño enfrente de la cama.
El gran cuadro de la pared brillaba con una luz intensa. El azul destacaba de manera extraordinaria, pero sobre todo la estrella blanca de cinco puntas parecía poseer vida propia y giraba a sacudidas.
Sus rayos geométricos irradiaban por toda la habitación. La mujer de pelo largo pintada sobre la tela ondulaba por efecto de las espirales incesantes.
Manuela empezaba a comprender qué ocurría.
«Somos estrellas».
Tenía que pedir ayuda antes de sucumbir a una nueva crisis.
Con gran esfuerzo se levantó y a tientas se acercó a la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Solo le quedaba un metro para alcanzar el aparato.
A lo lejos, la saeta volvía a comenzar, más desgarrada. Manuela tuvo la impresión de que el gitano le cantaba a ella, en su penosa procesión hacia el teléfono. Temiendo volverse loca en cualquier momento, descolgó y marcó el número de urgencias.
No llegó a oír la voz de la telefonista; se desplomó a causa de una nueva descarga. Su mente acababa de estallar.