Dionisos estaba sentado en un sofá, en medio del salón. El apartamento miraba al Sena por dos ventanas. Una daba a la fachada del patio cuadrado del Louvre; la otra, al parque del Vert-Galant. Era media tarde; el maestro había descorrido las cortinas y las luces de la ciudad entraban en la estancia, dibujando motivos geométricos sobre la moqueta.
El sofá estaba colocado de cara a las ventanas y de espaldas a la puerta. En la antecámara velaba un adepto, puesta la mirada en las imágenes de las cámaras que vigilaban las diversas entradas. La certeza de controlar todo su entorno tranquilizaba a Dionisos y a la vez lo excitaba.
Pese a la luz que se filtraba de fuera, Dionisos no llegaba a distinguir su cara en el espejo que había en uno de los rincones. No percibía más que una forma, un reflejo anónimo, como separado de su contexto. De hecho, Dionisos había tardado mucho en aceptar su rostro. El tiempo de comprender que una mirada, una sonrisa, se construyen como se esculpe una estatua, según formas perfectas y exigentes. Un rostro debía animarse con una imagen interior para que existiera. Y para eso había que tener un método.
Lentamente, Dionisos se dedicó a escuchar su corazón. Sus latidos. Cada vez más regulares. Hasta tener la impresión de escuchar un metrónomo. Un ritmo infalible al cual acompasar su respiración. Cada vez que inspiraba, Dionisos visualizaba un detalle de su rostro, cada vez que espiraba, grababa ese detalle en la memoria. Al final del ejercicio, se veía como en una fotografía. Entonces respiraba más despacio, bloqueando sus pulmones tras cada movimiento respiratorio. Un esfuerzo físico cuya sensación asociaba a las modificaciones a las que sometía su retrato. Gradualmente, su imaginación, como una placa fotográfica, «se impresionaba» de metamorfosis largamente meditadas. Cuando Dionisos lograba su imagen más precisa, cesaba el ejercicio. Tenía comprobado que la práctica era más eficaz así: había que dejar trabajar al inconsciente. Los iniciados en los misterios griegos de Eleusis lo sabían ya, y celebraban, en sus más secretas ceremonias, la lenta maduración del grano de trigo en la tierra oscura. Una muerte simbólica, una entrega a las fuerzas de las profundidades, para que la forma perfecta pueda al fin revelarse a la luz.
Dionisos abrió los ojos y extendió la mano derecha. Sobre el borde del sofá había dejado un libro que casi había terminado de leer. Una publicación que esperaba hacía mucho, Casanova francmasón, de Lawrence Childer.
Según este reconocido especialista, Casanova se había hecho francmasón por puro interés. En la sociedad cosmopolita y a menudo turbia en la que bregaba el legendario seductor, ser hermano era en primer lugar la garantía de una fraternidad abierta en todas las cortes y ciudades de Europa. Pertenecer a una red internacional que, de Nápoles a Berlín, pasando por París y San Petersburgo, permitía encontrar asideros en cada logia. Childer, por lo demás, no había ahorrado esfuerzos para identificar las relaciones masónicas de Casanova desde su iniciación en junio de 1750 en Lyon. De Goethe a Voltaire, del caballero de Éon al rey de Prusia Federico II, el autor de las Memorias había tratado a la flor y nata de las personalidades de su tiempo en su larga carrera de aventurero. Por otro lado, en las circunstancia difíciles de su vida, los hermanos no habían escatimado medios para sacarlo de apuros; a menudo le advertían antes de que fuera detenido o expulsado. Sin contar los eternos problemas económicos… Childer trataba extensamente y con complacencia la fraternal solicitud del duque de Brunswick, que avaló en 1764 una letra de cambio de Casanova que sus mismos banqueros recusaron. Según tal demostración, uno se asombraba de la ingenuidad desconcertante de los masones de la época, a menos que se suponga que el hermano Casanova les ofreciera algún valor a cambio.
Para Childer, no había duda: si Casanova frecuentaba las logias, y particularmente los altos grados, era para ampliar sus relaciones, pero sobre todo por iniciarse en nuevos ritos de cuya revelación sacaba luego provecho en sus diversos viajes. Así, había asistido al taller del hermano Tschoudy, iniciado en Nápoles en antiguas tradiciones herméticas, y cuyo libro La estrella flamígera se convertiría en un libro de referencia para toda la masonería europea. Se relacionó también con un tal Joseph Balsamo, pronto conocido con el nombre de Cagliostro, que fundó la masonería egipcia que actualmente se extendía por todo el mundo. E incluso en Rusia, Casanova se hizo amigo del misterioso Melissino, el iniciado que introdujo los altos grados en la corte del zar. La demostración de Childer, cuidadosamente argumentada, era implacable. Sin duda alguna, iba a convencer.
Dionisos releyó la conclusión y dejó el libro sobre el brazo del sillón. Estaba encantado. Como cada vez que veía perfilarse, desarrollarse y triunfar una nueva verdad. No le cabía duda de que después de aquel libro no volvería a hablarse del Casa nova francmasón como de un charlatán y de las logias de los hermanos como de cenáculos de pobres crédulos. Childer había hecho un buen trabajo. Solamente se había equivocado de perspectiva. Si Casanova había frecuentado asiduamente las logias, si había tratado a numerosos altos grados, no era por razones económicas, sino por motivos muy distintos.
—¿Sabía usted —me dijo el marqués, de camino al convento que en tiempos de los moros ciertas jóvenes eran educadas especialmente para el placer?
—Ignoraba tan voluptuoso detalle.
—¿Le sorprende?
—De ningún modo. ¿No prometió el Profeta a los combatientes de su causa que en el paraíso de Alá hallarían jóvenes vírgenes consagradas por entero al placer?
—¡Veo que conoce el Corán!
—Lo he estudiado, como todos los grandes libros sagrados.
—¿Se ha interesado usted por la sociedad esotérica de los sufíes?
Recordé que, durante mi estancia en Constantinopla, me hablaron de una secta musulmana, ora dominante, ora perseguida, pero que, hoy por hoy, parecía haber degenerado por completo.
—¿Una especie de derviches volteadores?
El señor de Pausolès no pudo reprimir una sonrisa.
—¡Habla usted como Voltaire! No, los sufíes aspiraban realmente a la verdad. Buscaban las vías que conducen a la divinidad.
—La ley del Profeta no conoce más que una.
—Aunque musulmanes sinceros, no siempre se sometían al dogma. Por eso fueron maestros de sabiduría.
Yo me quedé callado. El marqués prosiguió:
—Una de las grandes riquezas de los sufíes consiste en haber recogido y estudiado numerosas tradiciones que, sin embargo, no pertenecían a su cultura original.
—¡Una tolerancia que los honra!
—Por ejemplo, advirtieron en las mujeres del desierto, las bereberes, asombrosas aptitudes para dar placer a los hombres.
—¡Una cualidad rara!
—¡Casi divina!
No me atrevía a hacer la pregunta, pero mi curiosidad venció.
—¿Y que se perpetúa aún hoy?
El marqués me señaló unos largos muros blancos que brillaban al sol:
—Hemos llegado.
Tras mandar avisar a su hermana de nuestra llegada, el marqués nos hizo entrar en el locutorio. Y un momento después entró ella, en compañía de la interna de sus amores. Mi compañero me presentó. La joven aún no había cumplido los diecinueve años, y su rostro estaba lleno de dulzura y delicadeza. Morena, voluptuosa y ceñido el talle por un corpiño, dejaba adivinar todo el pecho, encantada de ser contemplada y de no mostrar más que lo que el amor podía desear. Era fácil, empero, adivinar cómo estaba formado el resto de su persona. Y su seductora cara no podía menos de permitir juzgar el conjunto, para mayor favor suyo.
Por un instante me pregunté por la naturaleza de la relación que podía existir entre aquella joven interna y la hermana de mi amigo. Esta última tenía un aire pícaro que me intrigaba sumamente. Para una religiosa condenada a vivir enclaustrada, hallaba en su rostro una frescura y una serenidad que desmentían la sombría austeridad de su hábito de monja. Tal contraste me impresionó. Y la mecánica de mi mente sacó conclusiones que enseguida inflamaron todo mi cuerpo. Esta turbación interior debió de notarse, pues las dos jóvenes rompieron a reír al unísono. El mismo marqués no pudo evitar reírse de mi alteración.
—Ah, mi querido Casanova, ¿qué le había dicho? ¿No son dos flores cuyo aroma embriaga?
—¡Un ramillete que hechiza todos los sentidos!
La joven interna parecía más atrevida. Varias veces cruzó su mirada con la mía. Nunca, creo, había vislumbrado tantas promesas en un intercambio así. Mi espíritu se encendía y mientras sazonaba la conversación con cumplidos, mi deseo tomaba curiosos atajos. Yo siempre he gozado de una imaginación muy fértil, pero aquella jovencita de sonrisa ambigua me parecía la encarnación de una diosa venida de la Antigüedad para hacer soñar a los mortales.
—¿Podemos preguntarle su nombre, señorita?
La hermana del marqués contestó:
—La llamamos Alsacha.
—En arábigo antiguo significa «la estrella» —precisó mi compañero—. Nació en un pueblo perdido en la montaña y es… muda.
Esta revelación me dejó estupefacto.
—¿No puede hablar?
—¡No! Pero Dios le ha otorgado otros dones.
—Es verdad que su mirada…
—Es usted buen observador. ¿Y qué efecto le produce?
Busqué una frase que a la vez sedujera a aquella encantadora criatura y tradujera exactamente mi sensación.
—Su mirada es como un viento que atiza las ascuas de la imaginación.
—Así es. Y su silencio forzoso es en efecto una suerte.
—¿Por qué?
—Lo que se perdería en palabras, en ella se concentra.
—No lo entiendo.
—Lo entenderá dentro de un tiempo.
Una campana repicó en algún recóndito lugar del convento. Al punto las dos jóvenes cubrieron su rostro con un velo oscuro que cayó sobre sus hombros.
—Hora de misa —anunció el marqués—, debemos irnos.
Mientras me levantaba para despedirme, Alsacha, antes de franquear la puerta del locutorio, se volvió y me lanzó una última mirada. Mi corazón dio un vuelco. Me sentí turbado hasta lo más profundo de mi alma. Como si la tierra acabara de temblar. Por un instante creí entrever un mundo nuevo. Con la mano busqué el hombro de mi amigo.
—Acaba usted de dar el primer paso hacia la vía verdadera —me susurró el marqués al oído.