Antoine apreciaba la atmósfera de los cafés desde sus años de estudiante. El ruido ambiental no lo molestaba. Al contrario, lograba sin dificultad abstraerse del bullicio y sumirse en sus reflexiones. Además, le gustaba esperar. Sobre todo cuando se citaba con un desconocido.
Marcas se levantó sorprendido, derramando el azúcar del café. La desconocida se sentó enseguida tras dejar su carta de identidad masónica sobre la mesa: Isabelle Landrieu.
—No esperaba que fuera una mujer, ¿verdad?
—No; además, al verla entrar he creído…
—¿Que yo era un hombre? Sí, lo sé, hoy debo parecer un muchacho: el pantalón recto, la chaqueta cruzada… Otro día no me habría reconocido, como mujer fatal…
—No, pero precisamente…
—Precisamente ¿qué? ¿Tan insignificante parezco?
—No, al contrario… Esto…
Él vio que ella fruncía el ceño. Se sentía turbado como un adolescente granujiento. Continuó:
—Pero dígame, ¿cuáles son exactamente sus funciones?
—Usted primero. Dígame qué sabe de mí. Hoy no dispongo de mucho tiempo.
Antoine suspiró. Se había pasado buena parte de la noche leyendo el informe que le había entregado el enviado de la obediencia. Se asustó. Por la mañana había llamado a Parell, que se abstuvo de ironizar. Ambos convinieron en que la situación era explosiva. Parell le había propuesto ayuda.
—Escucha, nos es imprescindible. Tenemos a alguien, un especialista en estos asuntos. Tienes que hablar con él. Además, todo queda en casa, ¿entiendes?
Marcas había entendido perfectamente y había aceptado una cita en un café, en el callejón sin salida Monplaisir. Esperaba a un hermano. Fue una hermana.
—¿Que qué sé? Empecemos por tutearnos. Después de todo somos…
—… de la familia, sí. ¿Y bien?
—Parell me ha dicho que eres especialista en sectas. Que formabas parte de la comisión interministerial. En fin, una experta.
—¿Nada más?
Isabelle introdujo dos dedos en el paquete de cigarrillos de Marcas. En el café, uno de los camareros subió el volumen del televisor a petición de un grupo de turistas belgas que querían escuchar las noticias.
—¿No es suficiente?
—¡No! También soy consejera esporádica del gobierno en todo lo que concierne a las sectas. Ayudo a las asociaciones de defensa, participo en las investigaciones parlamentarias, recabo información. Los periodistas recurren a mí… pero lo que tienes que saber…
—¿Quieres asustarme?
—… Es que estoy aquí en primer lugar como hermana. ¿Has leído el artículo?
—Por desgracia sí.
—Créeme, a través del lamentable caso del ministro, no van por el gobierno, sino por nosotros. Se trata nada menos que de hacernos pasar por un grupo sectario.
Antoine acarició con la palma de la mano el expediente que le había dado el consejero de la obediencia.
—Con lo ocurrido, lo tienen fácil. ¡No puedo creerlo! Unos masones que se prestan a ceremonias casi mágicas.
Isabelle buscó en su bolso y sacó un ejemplar parecido.
—Tengo el mismo. Llevo toda la semana trabajando en ello. Parell ha hecho un buen trabajo.
—¡Me parece una locura! Ritos de otro tiempo. Místicos sin fe ni ley en busca de poder. ¡Como si quisieran resucitar los antiguos dioses!
—En cualquier caso no son iluminados. Por lo que sabemos de sus prácticas han bebido en fuentes vivas.
—¿Qué quieres decir?
La consejera puso una sonrisa extraña.
—¡Una muñeca rusa!
—¡No caigo!
—El sistema de las muñecas rusas: ¡un grupo que encubre a otro!
—¿Podrías ser más precisa?
Isabelle encendió un cigarrillo.
—Para empezar tenemos la nueva logia a la que pertenece el ministro. No me refiero, claro está, a Regius, que ya no existe, sino a una nueva logia creada con todas las de la ley.
—Salvo que uno de los miembros es un ministro, y seguramente…
—Otras personalidades, sí. Pero es normal, tú lo sabes. Aunque sean francmasones, los famosos tienden a reunirse en talleres donde se encuentran entre sí.
—¡Bonita imagen de la fraternidad!
—Pero no lo convierte en una secta.
Antoine cogió también un cigarrillo. Había vuelto a fumar hacía poco.
—Entonces, ¿dónde está el fallo?
—En el ritual. Hace dos años pidieron licencia para practicar un antiguo rito. Algunas logias lo hacen a veces para revivir ciertos aspectos de la historia masónica.
—¿Un rito conocido?
—Sí y no. En el siglo XVIII hubo muchos ritos de los que solo se conoce el nombre por los informes de la policía y la correspondencia privada. En este caso, se trata de un rito documentado, pero cuyo contenido se desconoce. Un simple pretexto.
—Pero ¿han presentado un escrito? ¿La comisión de ritos lo ha aceptado?
—Sí.
—Entonces, ¿hay una copia?
—No. El expediente ha desaparecido, igual que la lista de las logias en que figuraba el nombre de los hermanos del taller y el libro de registro que contenía la identidad de los visitantes. En cuanto a las actas de las sesiones, también se han volatilizado.
—Entonces, ¿qué tenemos?
—Lo que ha averiguado Parell. ¡Aparte de un ministro en el manicomio y un cadáver en el depósito!
—¡Genial!
—Pero hay un rumor, un nombre que circula. Henry Dupin.
—¿El modisto?
—El mismo. Se dice que era uno de los oficiales de esta logia especial. Pero no es más que una suposición.
Marcas tamborileó sobre la mesa. Isabelle miró su reloj antes de proseguir:
—De todas formas, esa logia ha sido contaminada por una secta, estoy segura.
—Es también la hipótesis de Parell. Pero, la verdad, a un gurú se lo reconoce.
—Dudo que si vieras a uno lo reconocieras. Sobre todo si te da pruebas indiscutibles de sus poderes.
—¡Como en el caso de nuestro ministro, que parecía gozar de una segunda juventud! Quién sabe, a lo mejor su maestro resucitó el elixir de la juventud, o incluso el Santo Grial o la piedra filosofal.
—O las tres cosas a la vez.
—¿Bromeas?
—En realidad no.
—¿No creerás en serio que…?
Marcas, de pronto, pensó en Anselme.
—Mira, ahora tengo que irme, pero te he preparado un informe sobre ciertas investigaciones científicas recientes. Ya verás. Adecuadamente condicionada, la mente puede mucho. Solo hay que ayudarla a creer. Y uno de los mejores acicates…
—Es…
—¡El sexo!
Isabelle depositó una carpeta azul sobre el falso mármol de la mesa y se levantó.
—Lee esto.
Una ovación resonó en el café. Marcas echó un vistazo al grupo de turistas. Los hombres reían y exclamaban señalando el televisor. La actriz Manuela Real se inclinaba hacia un micrófono dejando ver por el generosamente abierto escote un pecho de ensueño.
Isabelle se inclinó a su vez hacia Antoine.
—¿Qué te decía?