Dionisos dejó los periódicos sobre la mesa. Había querido comprarlos él mismo en el quiosco, tras concertar unas citas en la capital.
Decididamente siempre se podía contar con los medios de comunicación para desencadenar tormentas y despistar. Las llamas de la quema siciliana habían prendido en otros países. Noticias a toda página en Le Parisien, Libération y Le Figaro, análisis en Le Monde. Todos se preguntaban por los autores de la matanza y su móvil. El experto en sectas que había visto en la televisión seguía disertando sobre la personalidad del gurú. Otro afirmaba de manera perentoria que la influencia de los libros esotéricos en la gente conducía a tales desmanes. Creía en el resurgimiento de la Orden del Templo Solar.
Imbécil.
El maestro sonrió.
Aquello no era sino el comienzo de la tempestad.
Dejó los periódicos y abrió de nuevo el manuscrito de Casanova.
… El criado del marqués vino a las once y me condujo a casa de su amo, al que hallé en una salita. Por el suelo había cojines de seda y sobre una especie de veladores de tablero de cobre o plata estaba servida una comida. Los comensales delmarqués no tardaron en llegar, y nos pusimos a corner; siete en total. Toda la cena fue servida al estilo moro, tanto por el ceremonial como por los platos. Esta originalidad no me sorprendió. La tomé por una señal de respeto y confianza. Yo había observado desde que llegué a Granada que muchas tradiciones de la época de los califas habían sobrevivido. Y se decía que, en la intimidad, algunas familias seguían siendo fieles a la fe de sus antepasados. Se rumoreaba incluso que nobles cristianos practicaban ciertas tradiciones de origen moro a las que su familia se había acostumbrado.
Nuestro anfitrión me había presentado a todo el mundo, pero el invitado que más me interesaba era un apuesto hombre de unos sesenta años cuya fisonomía mostraba sabiduría y afabilidad. En todas las conversaciones que mantuvimos en la mesa, me escuchó con la mayor atención sin decir en ningún momento una palabra.
Al salir de la sala donde habíamos cenado, pregunté al señor de Pausolès quién era aquel convidado; me contestó que era una persona excepcional cuya amistad, si me la ofrecía, me aconsejaba cultivar.
Esta descripción me complació y cuando acabamos de pasearnos por los jardines volví al salón y me senté cerca de don Ortega, que era el nombre del español que me interesaba y que me invitó a fumar en su compañía. Un criado del señor de Pausolès me trajo una pipa, que preparó con cuidado, antes de encenderla con carbón.
Don Ortega me preguntó por las razones que me habían llevado a Granada. Para satisfacer su curiosidad, le conté la historia de mi vida desde mi llegada a España. No omití ningún detalle, ni siquiera los que podían ponerme públicamente en ridículo.
—Está usted, querido amigo, en un umbral de su vida. Pocos hombres alcanzan tal grado de conciencia. Aún menos uno superior.
Sus palabras me recordaban las del señor Pausolès. Le pregunté si también él era hermano. Sonrió, me tomó las manos y me hizo los tocamientos rituales. Yo lo abracé a mi vez, con el corazón dichoso por aquella fraternidad, tan feliz para mí.
—Ha sido usted iniciado en Francia —me dijo—. Nuestros hermanos de allí me parecen mucho más preocupados por cuestiones políticas que filosóficas.
—Es verdad —contesté yo— que El contrato social de Rousseau está en todas las logias. Se lee, se comenta…
—Y se sueña con una gran reforma de la sociedad. Créame, hermano, la verdadera revolución solo es interior.
Yo me quedé pensativo. La francmasonería no podía reducirse a asambleas políticas únicamente ocupadas en cambiar el curso de la historia. Muchos hermanos tenían otras aspiraciones y numerosas logias practicaban ritos de carácter manifiestamente místico.
—Lo creo sin duda, pues yo mismo he conocido a hermanos cuya finalidad en la masonería no tenía nada de profano. Muy al contrario, también ellos buscaban la verdad oculta.
De hecho, yo no sabía qué pensar de esas logias que se reunían para practicar ritos cuya oscuridad, se decía, era la garantía misma de su valor iniciático. Si la sinceridad de los hermanos que participaban en ellas no dejaba lugar a dudas, no podía decirse lo mismo de los que los guiaban.
Don Ortega sonrió tristemente.
—Sé a qué se refiere, pero me temo que muchos de esos intentos no son más que sandeces esotéricas que deshonran la verdadera masonería.
Yo pensaba en aquel Cagliostro del que había oído hablar en Italia y al que encontraría un año después en Aix-en-Provence. También él era hacedor de milagros herméticos y experto en rituales extravagantes.
—Es cierto que vivimos en la época de los charlatanes que pretenden dialogar con el cielo. Aventureros que inventan nuevo ritos a diario.
Le conté que en París y en Lyon había asistido a logias en las que los hermanos intentaban entrar en contacto directo con el Gran Arquitecto del Universo. Se echó a reír.
—He presenciado algunas de esas ceremonias. Estuvieron un tiempo de moda en España, pese a lo arriesgado que era, pues la Inquisición no bromea con la magia ni aun cuando es ridícula.
Hablamos de aquellos rituales esotéricos en los que hermanos que solían ser sensatos rezaban a los espíritus elementales e invocaban al ángel Uriel.
—¡Si es que no trazan en el suelo inverosímiles estrellas de cinco puntas para convocar todas las fuerzas ocultas del Universo!
—¡O se pierden en medio de humaredas de incienso!
—Pero todo eso —prosiguió don Ortega con seriedad— revela una falta verdadera. El hombre es imperfecto mientras no encuentre su mitad.
Yo guardé silencio.
—Y lo que me dice usted de su aventura en Madrid me hace pensar que también busca la parte ausente.
Iba a contestarle, pero se levantó.
—Encantado de haber hablado con usted. Pues veo que su corazón es puro y su alma espera. Son las condiciones requeridas para una verdadera conciencia.
Le dije hasta qué punto su presencia y sus palabras habían sido un bálsamo para mi espíritu, y lo feliz que me sentía de contarme entre sus amigos.
Su sonrisa se iluminó y me estrechó en sus brazos.
—Tenga por seguro, Casanova, que pronto pediré verlo de nuevo y satisfaré la amistad que me ofrece. Es costumbre entre hermanos ofrecer la poca ciencia de la vida de que se dispone. Cuente con mi fraternidad para ayudarlo en esta vía que es la del corazón.
Lo acompañé a la puerta donde nos esperaba el señor de Pausolès. Al despedirme de don Ortega, este prometió ver me pronto.
—¿Qué le ha parecido nuestro hermano? —me preguntó el marqués cuando estuvimos solos.
—No tengo palabras para expresar la gratitud que le debo a usted por haberme presentado a semejante hombre.
—Nuestro hermano es todo un erudito, en el sentido noble del término. Ha consagrado muchos años de su vida a estudiar la historia de Granada. Ha pasado noches enteras leyendo viejas crónicas de tiempos de los moros. Debería usted ver su biblioteca, donde ha recogido numerosos libros y viejos pergaminos de la época musulmana.
—¿No es peligroso interesarse por los libros sagrados de otra religión?
—Don Ortega es un hombre respetado y muchos grandes del reino han recurrido a sus servicios. Además, nuestros religiosos son tan ignorantes como codiciosos. Cuando descubren un texto árabe en sus bibliotecas, en lugar de quemarlo, como exige la Inquisición, corren a ver a nuestro hermano para obtener una buena suma.
Sonreí imaginando a un fraile con una sotana grasienta trocando un libro raro por unas miserables monedas.
—Por lo demás —prosiguió el marqués de Pausolès— nuestro hermano Ortega no es el único que cultiva el sentido del pasado. Como le digo, vivimos en una tierra llena de tradiciones y debemos ser sus cuidadosos depositarios. Los moros, por su parte, fueron también los herederos de enseñanzas aún más antiguas.
Nos encontrábamos en el vestíbulo y un criado con librea esperaba para acompañarme.
—Ya tendrá ocasión de departir sobre todo ello con el propio Ortega, y no quisiera adelantarme. Pero dígame, ¿qué hace mañana?
Le contesté que estaba a su entera disposición.
—¿Conoce el convento de la Santa Trinidad?
—No tengo ese honor.
—Es el convento más antiguo de la ciudad. Mi hermana está recluida en él. Ora por la paz de nuestras almas y se ocupa de la buena educación de las jóvenes novicias.
—¡Una santa y noble tradición!
—¡No lo dude! Las jóvenes que envían a este convento son a veces… sorprendentes.
—Me intriga usted.
—¿No ha venido a Granada para hallar un nuevo gusto a la vida?
—Con su ayuda, sí.
El marqués me estrechó la mano y añadió:
—Va usted a conocer la Vía.