El viento frío azotó su rostro y se coló por su vestido. Reprimiendo un escalofrío, Anaïs se apeó del taxi y corrió hacia el portal. Marcó la serie de seis cifras del portero automático rogando que no hubieran cambiado el código desde la última vez. Para gran alivio suyo, la puerta se abrió con un chirrido agudo y la joven se dirigió al fondo del patio donde estaba la portería.
Llamó al cristal con tanta fuerza que poco faltó para que lo rompiera. Una vieja cortina naranja se entreabrió para dejar paso al rostro de una joven atractiva. Anaïs reconoció a la hija de la portera, una estudiante que sustituía a su madre durante las vacaciones para redondear los fines de mes. La portería se abrió.
—Señorita Anaïs, ¡entre! Con este tiempo va usted a congelarse.
El calor que reinaba dentro calentó a la joven aterida. La estudiante la observó de hito en hito, sorprendida por la indumentaria estival de Anaïs.
—Siéntese. Estaba tomando una taza de té, ¿quiere?
—No, gracias, solo quería las llaves del apartamento de mi tío.
—Claro. Debe de haber tantos recuerdos… ¿Seguro que no quiere una tacita?
Rendida de cansancio, Anaïs cortó la conversación.
—¿Recuerdos?… Lo único que quiero son las llaves, estoy muerta, vengo de un largo viaje y necesito descansar. Mi tío no debe de haber vuelto aún a estas horas.
La estudiante se puso tensa.
—Dios mío, ¿no sabe usted nada?
—¿Sobre qué?
—Su tío murió hace unos diez días.
Anaïs sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. La pesadilla empezaba de nuevo. Se ahogaba y se sentó despacio en una butaquita de tela gris.
—No… no entiendo.
—Su tío tuvo un ataque cardíaco subiendo la escalera. Cuando oí su cuerpo caer, corrí a avisar a urgencias, pero era demasiado tarde. Ni siquiera el doctor jubilado del cuarto piso y su vecina pudieron hacer nada para salvarlo.
Anaïs luchaba para no prorrumpir en llanto. Una vez más debía ser fuerte, no derrumbarse. Solo unos minutos, lo que tardara en subir al apartamento de Anselme. Dijo con voz neutra:
—Deme las llaves, por favor.
La estudiante cogió un pequeño manojo que colgaba de una placa de corcho.
—Tenga. ¿Quiere que la acompañe?
—No, gracias, estoy bien.
Anaïs se levantó, tomó las llaves y salió en silencio ante la mirada acongojada de la estudiante. Un olor a cera flotaba en el hueco de la escalera. Anaïs subió los peldaños lentamente, las lágrimas empezaban a perlar las comisuras de los ojos.
Anselme estaba muerto.
Ya nadie podría ayudarla. Al llegar al segundo piso, abrió la pesada puerta de roble y la cerró con fuerza.
El apartamento estaba sumido en la penumbra. Una tras otra fue abriendo las habitaciones. En el dormitorio, sin saber por qué, tocó la cama. Todo estaba limpio, ordenado, como si Anselme acabara de irse. En el despacho comprendió. La mesa estaba cubierta de libros, de recortes de periódicos, de carpetas medio abiertas. Y ya las cubría una fina capa de polvo.