Capítulo 28

El teléfono sonó bruscamente. Marcas nunca se había acostumbrado a aquellos timbrazos agresivos. Sin embargo, conservaba el aparato. Una antigualla comparado con los modernos, pero lo tenía desde que se casó. Nada había cambiado en el apartamento. Salvo en su habitación, donde los libros no dejaban de amontonarse en columnas vacilantes. Su exmujer nunca había vuelto a pisar la casa, pero él no se decidía a modificar el orden de las cosas. Antoine lo dejaba todo en el mismo sitio. A veces le entraban ganas de cambiar de aires, de mudarse o de pasarse fines de semana enteros volviendo a pintar. Eso se lee en los libros: solteros que, con una radio en sordina, rehacen su vida pincel y paleta en mano. Pero a Marcas no se le daba bien lo manual. Había una bombilla que llevaba semanas esperando a ser cambiada, y el timbre colgaba lastimosamente en la puerta. En cuanto a las raras amigas de paso, apenas se fijaban en el interior. Ver el dormitorio, invadido de libros, les bastaba para comprender que se hallaban en el antro de un solterón.

El teléfono seguía sonando. Marcas detestaba que lo molestaran por la mañana temprano. Eran sus horas preferidas, en las que podía reflexionar, echado en el sofá, arropado en una manta escocesa. Pero se levantó.

—¿Antoine Marcas?

—Sí —contestó en tono gruñón.

—Alexandre Parell. Consejero de tu obediencia. Buenos días, hermano.

—Buenos días —contestó Marcas algo más amable—. ¿A qué debo…?

—A tu investigación, hermano.

—¿Mi investigación?

—Sí. ¿Leíste los periódicos de ayer?

—Uno solo me bastó.

—Entonces ya lo sabrás. Un ministro masón sospechoso. La obediencia ha decidido actuar. Ayudarte.

Verdaderamente, los hermanos no dudaban de nada. Y las frases cortantes de su interlocutor ya empezaban a impacientarlo.

—Pues da las gracias a todos los hermanos por su apoyo, tan rápido e inesperado, pero mi investigación se hará sin ellos.

—Por desgracia me temo que no.

—Y yo te aseguro que sí.

Un suspiro escapó del auricular.

—Ya me habían avisado de que no sería fácil, pero…

—No te han engañado. ¿Algo más?

—Tenemos que vernos.

—Inútil. Acabo de decírtelo.

—Piensa primero. Estaré a las diez en el café del passage Vivienne. Te esperaré un cuarto de hora y…

—No pierdas el tiempo.

—… y te aconsejo que acudas.

El tono lo molestó tanto como los timbrazos.

Era una tradición entre los hermanos ayudarse mutuamente. En el juramento masónico, todo nuevo iniciado prometía socorrer a todo aquel que recurriera a la fraternidad. Una palabra que casi siempre se respetaba. Aunque los límites de la ayuda fueran a veces difíciles de determinar.

¿Hasta dónde debía un hermano implicarse con uno de sus iguales? ¿Hasta dónde podía una obediencia ayudar a un hermano? ¿Y por qué aquella iniciativa? Marcas suspiró pensando en la muerte de Anselme. Él habría podido aconsejarle. Ahora estaba solo.

Solo. Esa era la palabra. Una exmujer definitivamente hostil; amores efímeros; un hijo al que veía poco. El retrato de un poli como tantos otros, devorado por el trabajo y cuyas sienes aún estaban negras pese a una cuarentena indócil. Ni siquiera podía recurrir al efecto de las sienes plateadas para seducir.

En las últimas semanas, Marcas se descubría lúcido. Una súbita cualidad de la que podría prescindir perfectamente. Por las noches, antes de dormirse, imágenes cada vez menos fugitivas lo turbaban. Repasaba su vida. Vacaciones en provincias; amigos idos; rostros de mujeres que no habían envejecido, suspendidas en la promesa de su juventud; paisajes vistos un instante que resurgían de una memoria olvidada. Todo un pasado que pedía cuentas. Decididamente los cuarenta no perdonaban. Era la edad de los primeros balances. De las desilusiones y los remordimientos. Como un abanico que se cierra con un golpe seco. Ni siquiera sus publicaciones sobre historia de la masonería lo satisfacían ya. Las escribía con indiferencia, tratando de olvidar.

Y sin embargo… Como esos católicos que se aferran a sus misas, le quedaba un sostén inquebrantable. El trabajo de la logia. No decir nada, ser humilde, escuchar, cumplir el ritual, preciso, sobrio. Deponer las armas a la entrada del templo. Eso le hacía bien.

Quedaba su trabajo. Y aquel caso que se anunciaba difícil. Razón para levantarse del sofá, abrir las ventanas, y quizá acudir a aquella cita. Quizá, antes tenía que visitar a un amigo.

Una hora más tarde se apeaba de un taxi en la rue Monsieur-le-Prince.

LAS LÁGRIMAS DE EROS

Librería antigua

El rótulo en gastadas letras doradas coronaba un escaparate de madera oscura que no debía de haber variado en varias generaciones. Los libros encuadernados, alineados o apilados, parecían llevar expuestos allí una eternidad. Era evidente que el dueño no se preocupaba de atraer la atención. Por lo demás, la rue Monsieur-le-Prince no era una arteria comercial. Más bien una calle tranquila que llevaba a la entrada principal del jardín de Luxembourg. Solo los entendidos pasaban por aquella calle sin historia y los pocos libreros que allí tenían su negocio se habían especializado en algún determinado campo de la literatura.

Marcas abrió la puerta de la librería haciendo fuerza sobre la manivela. Una campana repicó en las profundidades del local, pero una voz sonó muy cerca, seguida al momento por un cuerpo largo y flaco:

—¿Qué desea?… ¡Ah, eres tú!

—Sí. Buenos días, hermano.

—Paz y fraternidad, hermano. ¿Buscas a un falsificador en particular? ¿Quieres avisarme de una estafa concreta o se trata de un peregrinaje al Luxembourg?

Era una broma habitual entre Antoine y Stéphane Belleau. Cada vez que daba un paseo nostálgico por el Luxembourg, Marcas se detenía en Las lágrimas de Eros para hablar de literatura. Recordaban a Gide que, de niño, recorría la zona: la vieja librería Corti; la biblioteca del Senado, donde había trabajado el funcionario Anatole France. Todo un mundo de cultura cuyo recuerdo se borraba, pero cuya herencia cultivaban Marcas y Belleau.

—No, tengo una cita, digamos, profesional, y he venido a pedirte consejo.

—¿A un viejo librero como yo?

Stéphane Belleau se había especializado en libros raros de literatura erótica, un mercado que nunca había disminuido. No faltaban coleccionistas en ese género. Un anónimo del siglo XVIII o una edición original de Sade con grabados libertinos se vendían a precio efe oro en todo el mundo. En la mesa, dos libros impecablemente encuadernados esperaban a ser empaquetados.

—¿Qué es?

Stéphane Belleau les echó una mirada distraída.

El portero de los Chartreaux y Los furores uterinos de María Antonieta, un panfleto revolucionario sobre las depravaciones de esa pobre mujer. Una reina desgraciada y una esposa abandonada. Totalmente pornográfico.

—¿Y El portero de los Chartreaux?

—Bien escrito. Pero bastante trivial para mi gusto. ¿Qué ocurre en un monasterio de hombres cuando cae la noche? Ya puedes imaginarlo. Pero eso gustaba en su época.

—Y sigue gustando.

—¡Desde luego!

—En definitiva, que estás contento, ¿verdad?

—El vendedor está contento, el amante del arte mucho menos. Mira este libro.

Sobre el escritorio había un librito.

—La edición original de Madame Lawrence de Georges Bataille. Una rareza editorial y una obra maestra literaria. Pues bien, aún no ha encontrado comprador.

—Demasiado cerebral. Además, la literatura erótica tarda tiempo en llegar a la posteridad. La obra de Sade ha esperado más de dos siglos para ser reconocida. La edición Pléiade es muy reciente.

—Sí, «el infierno en papel biblia».

—Hablando del infierno…

La voz de Marcas se hizo más grave.

—… ¿qué puedes decirme sobre el amor y… la muerte?

Stéphane Belleau se dejó caer en su butaca.

—El ministro, ¿verdad?

Antoine hizo una mueca.

—¡El ministro y el hermano!

—¡Ya veo, tú y tu fraternidad!

—Con ganas renunciaría —replicó Marcas—. Una puta de la République muerta en circunstancias no aclaradas, y un ministro masón con demencia.

—Los periódicos dicen que…

Antoine miró su reloj febrilmente.

—¡Los periódicos dicen cualquier cosa!

—Pero ¿de qué ha muerto esa mujer?

—Sin duda de un accidente vascular, seguido de una hemorragia interna.

—¿Y la causa?

—¿La causa? No lo sé, si no es que acababa de hacer el amor. ¡Y eso me trae de cabeza!

Marcas observó las estanterías sobrecargadas de libros.

El librero se llevó las manos a la boca como si fuera a hablar en sordina.

—¡Muerte y amor! ¿De eso quieres que hablemos? Una pareja infernal desde hace siglos. ¿Sabes que en francés al éxtasis sexual se lo llama «la pequeña muerte»?

Marcas asintió.

—Para algunos, por cierto, el amor es la vía más bonita hacia la muerte: lo llamamos «epektasis», un término médico famoso desde 1899.

—¡Explícamelo!

—¿No conoces el caso Félix Faure?

—¡No!

—¿Un presidente de la República muerto en el ejercicio de sus funciones… amorosas?

—¡No, la verdad!

—¡Tu cultura necesita un repaso!

—Eso quiero, aprender.

—El 16 de febrero de 1899 el presidente Félix Faure se hallaba en pleno trato íntimo con una tal madame Steinheil…

—Empiezas a interesarme.

—Una dama cuyas gracias eran, se decía, de lo más peligroso para la salud.

—¡Una mujer con manos de maga!

Stéphane Belleau soltó una carcajada.

—A tal punto que el pobre Félix Faure sucumbió entre las manos expertas de la susodicha, que se dio a la fuga, medio despechugada, por una escalera de servicio. Un verdadero escándalo nacional.

—¡Como el que amenaza producirse con mi ministro!

—Por no hablar de la acerada pluma de los periodistas…

—¡Lo sé de sobra! —suspiró, amargo, Marcas.

—… ni de la lengua viperina de los adversarios políticos. Tras la muerte del presidente, Clemenceau subió a la tribuna de la Cámara de diputados.

—¡Imagino lo peor!

—¡Haces bien! Con una frase clavó el ataúd de su rival: «Félix Faure se creía César, y ha resultado no ser más que Pompeyo».

Marcas se pasó la mano por la cara, abrumado.

—¡Imagínate la reacción del hemiciclo! ¡Fue soberbio!

—Lo que imagino es la reacción de la prensa como no encuentre una explicación racional al fallecimiento de la amante del ministro.

El librero se inclinó hacia su hermano:

—¿Y de qué crees tú que ha muerto?

Marcas miró de nuevo su reloj. Le quedaba solo media hora para la cita del passage Vivienne. Se levantó.

—¿De qué ha muerto? Pero si acabas de decírmelo… ¡De amor!

Y salió despidiéndose con un leve ademán.

El passage Vivienne fue concebido para comunicar el barrio de la Biblioteca Nacional con el de la Bolsa, lugar de encuentro de las finanzas y el espíritu. La construcción perjudicó la zona, pues tanto la Bolsa como la Biblioteca Nacional emigraron a otra parte. Tras varios años de sopor, el pasaje despertó gracias a la instalación de nuevas tiendas, entre ellas la de un gran modisto, valorado por su vanguardismo.

Construida en 1820, la galería Vivienne, así como su vecina, la galería Colbert, fueron sin duda concebidas por masones, si no, no se explicarían los curiosos frisos de medallones esculpidos que adornan sus fachadas interiores.

Por lo demás, los iniciados, cuando cruzan uno de dichos pasajes, siempre miran con discreción al menos dos medallones: uno que representa una colmena, símbolo del trabajo de las logias, y otro que representa un apretón de manos muy masónico.

Cuando llegó bajo esta señal de reconocimiento, Marcas se preguntó precisamente cómo reconocería al consejero de la orden. No tardó en obtener una respuesta; el café estaba vacío. A excepción de una mesa.

—Parell. Alexandre. Celebro que hayas podido venir.

El índice tocó el punto ritual exacto. El comisario respondió lo propio y tomó la palabra:

—Creo que tienes prisa. Yo también. Por tanto, ¿qué quiere la obediencia?

—Transparencia y discreción.

—¿Es una broma?

Marcas hizo amago de levantarse.

—Transparencia para nosotros, discreción para los profanos. A causa de este lamentable asunto, toda la masonería corre el riesgo de salir salpicada.

—¡Ya lo estamos!

—Pues entonces comprenderás…

—No, no comprendo nada. El caso nada tiene que ver con la masonería. Es un asunto privado.

—No creo que…

—Un simple caso más entre un ministro que se cree joven y una mujer de corazón frágil.

La voz de Parell se hizo de pronto más lenta y más firme.

—¿Tienes los informes de la autopsia?

—No, los espero…

—¡Nosotros sí! Y la joven no padecía insuficiencia cardíaca.

El rostro de Marcas se tensó.

—Yo mismo he hablado con el forense, y me ha dicho que…

—Pues el ministro del Interior le ha dicho que se dé prisa e informe a quien debe. ¿No tomas nada? ¿Quieres un café?

—¿A qué juegas?

—Al único juego al que se juega cuando se está en apuros: a salir de ellos lo antes posible…

—¡No lo entiendo!

—Pues nosotros tememos entender demasiado bien.

Marcas miró a su hermano a los ojos. Poco más de treinta años. Finas gafas de montura flexible. Un traje gris perla. La nueva generación de masones. A medio camino entre la política y la comunicación. Hombres que sabían dónde residía el verdadero poder hoy día. Controlar la información: estar en la fuente mejor que en la caída. Y la obediencia no quería salir salpicada.

—Te hemos preparado un informe. Lo más completo posible. Nuestro hermano el ministro tenía ciertas aficiones. Ya me entiendes.

—No estoy tan seguro.

—Cada hermano busca su propia vía. Y algunos a veces… se pierden.

Antoine repitió.

—¿Se pierden?

—La masonería es una vía ardua y larga. De ahí la tentación de tomar atajos…

—¿Y nuestro hermano ha tomado uno?

Parell deslizó la carpeta por el mármol de la mesa.

—¡Uno demasiado corto!