Capítulo 27

Ella quiso gritar, pero ningún sonido salió de sus labios. Lentamente, el hombre se pasó el dedo gordo por la garganta sonriendo con maldad. Su boca articulaba al mismo tiempo sílabas que ella no comprendía.

Anaïs retrocedió como si el asesino fuera a atravesar el cristal que los separaba. Sus pensamientos se agolpaban; si estaba sano y salvo era porque Giuseppe estaba muerto. Sintió un arrebato de odio y por unos momentos le sostuvo la mirada, para darle a entender que no se doblegaría a su voluntad. El duelo silencioso duró unos segundos; luego la joven dio media vuelta y se dirigió a paso lento hacia la zona de embarque. Intentó ordenar sus pensamientos. ¿Qué posibilidades tenía el hombre de atraparla? No tenía tarjeta de embarque, por tanto no sabría qué vuelo iba a tomar ella, y desde donde estaba no podía distinguir las distintas puertas de embarque. Había seis vuelos seguidos. Dionisos no tendría a nadie para que la esperase a su llegada. En cualquier caso, en Roma, se quedaría en la zona de tránsito antes de tomar su vuelo a París. La mente de Anaïs funcionaba a toda velocidad. El asesino no preguntaría a los policías ni tampoco a las azafatas, y no tenía ningún interés en denunciarla. Dionisos no podía permitirse que ella cayera en manos de la policía porque el perímetro estaba vigilado.

Aceleró el paso para alejarse lo más posible del asesino, cuya mirada sentía en su nuca. «Giuseppe muerto. Todos los hombres que me han amado en esta isla mueren. Doy mala suerte». Vio con alivio la puerta C, el embarque ya había empezado hacía rato. Anaïs entró en la rampa que conducía al avión. Una azafata de expresión severa comprobó su tarjeta y le indicó su plaza al final del aparato. Diez minutos después el avión despegaba. Anaïs se relajó por fin.

El contacto con el cristal de la ventanilla refrescó su cara sudada. Abajo, a varios cientos de metros, la costa de Sicilia se alejaba poco a poco. Atisbo Palermo a la derecha, luego el avión cambió el rumbo y ya no vio más que el azul turquesa del mar Mediterráneo. Habría podido estirar el cuello para intentar ver la Rocca de Cefalú, pero no lo hizo; se reclinó en el asiento.

El último trozo de costa desapareció de su campo visual y con él la amenaza sorda y omnipresente de la secta que la había condenado. Pensó en sus amigos asesinados cuyas cenizas reposaban en aquella isla. ¡Y pensar que también ella habría podido acabar en una urna!

«Y ahora… ¿qué vas a hacer?». Los últimos días había considerado las escasas posibilidades que tenía de volver a París. Su primera idea, ir a la policía, ya la había descartado, en parte por consejo de Giuseppe. En cuanto franqueara las puertas de una comisaría, la privarían de libertad, la interrogarían sin tregua y probablemente la entregarían a la curiosidad de los medios. Por otro lado, era el único testigo en aquel monstruoso caso y su vida correría peligro mientras Dionisos y sus cómplices no estuvieran fuera de combate. «Las situaciones paradójicas siempre llevan a comportamientos psicóticos», le diría el psicólogo que la trataba desde hacía años.

No podía volver a su casa, ya que el grupo de la Abadía conocía su dirección; incluso había invitado a casa a algunos miembros para ciertas veladas de meditación. Quedaban los amigos y la familia. Podía hacer algunas llamadas, pero todos sus allegados se habían marchado ya a pasar las vacaciones de Pascua. Su madre, que padecía Alzheimer, esperaba la muerte en un establecimiento especializado. Y a su padre no lo veía desde que nació.

«Sola, ni un amigo».

Solo una persona podía ayudarla, la última, sin embargo, a la que querría pedir ayuda: su tío Anselme, con el que se había peleado violentamente cuando ella entró en el grupo de Dionisos. Anselme. El francmasón de la familia que la sacaba de quicio en cuanto abría la boca para disertar sobre todo y sobre nada. Eran como el agua y el aceite: ella, atraída por la espiritualidad y la búsqueda mística; él, laico convencido y racionalista a ultranza, siempre dispuesto a atacar a Dios. No obstante, con el distanciamiento de su madre, era su única familia. Pero llevaba sin verlo desde Navidad, cuando él se puso hecho una furia tras confesarle que pertenecía al grupo de la Abadía. Podía verlo todavía en su apartamento de la rue des Martyrs, alzando los brazos y fulminándola con sus ojos negros. «Mi sobrina adepta de una secta, ¡lo que me faltaba! ¡Tú estás loca! ¡Van a lavarte el cerebro, vas a convertirte en una esclava!». A lo que ella replicó, desdeñosa: «¡Mira quién habla! ¡El adepto a una secta de chanchulleros con delantal, machistas que dan lecciones de virtud y tolerancia a todo el mundo! ¡No eres más que un viejo estúpido!». Y se fue dando un portazo sin llevarse el bolso que él le había regalado.

El avión cambió nuevamente de rumbo, esta vez a la izquierda. El piloto luminoso del cinturón de seguridad se apagó, Anaïs se asomó por la ventanilla y contempló allá abajo, muy lejos, un punto blanco perdido en la inmensidad azul. Probablemente un barco lleno de turistas despreocupados. Despreocupación: una palabra que en adelante tendría prohibida.

Había dejado tres mensajes en el contestador automático de su tío durante su convalecencia. En vano. Aunque él no estuviera, le pediría a la portera las llaves, como hacía siempre antes de la pelea. Anselme no llevaba su mismo apellido y ningún miembro del grupo los relacionaría. Solo una vez le había hablado de su tío a Dionisos, que la compadeció con su extraña voz dulce y embriagadora. «No se lo reproches, tu tío no está en la luz del amor; hay que saber perdonar a los que están en la ignorancia».

El recuerdo del asesino de su amante la hizo estremecer de repulsión. Se durmió con un sueño sin sueños. Y sin esperanza.