La cola marcaba el paso, aún tenía delante a un grupo de unos veinte japoneses, algunos de los cuales no encontraban sus papeles y rebuscaban en maletas enormes.
Anaïs rabiaba. Tras el cordón de control, tres viajeros llenaban etiquetas para sus maletas. «Voy a perderlo, mierda». Tenía que hacer algo para salir de aquel atasco. «Animo, amiga». El anciano turista seguía pegándose a ella, renegando y echándole al cuello resuellos dudosos.
Tuvo una idea. Gritó:
—¡Viejo verde!
Salió de la fila, se plantó delante del perplejo anciano y, ante la estupefacción de viajeros y policías, lo abofeteó. Uno de los policías interrumpió su tarea y se le acercó frunciendo el ceño.
Anaïs se quedó mirándolo y tomó una actitud ofendida.
—Io non parlare italiano. Belga. Este sátiro no hace más que pegárseme todo el rato y acaba de pellizcarme el culo, ¿entiende lo que digo?
Se asombraba de su propia cara dura. Uno de sus amigos, Olivier, apasionado del yiddish, dibujante, llamaba a eso «Houtzpa» por alusión a la anécdota del judío que mata a sus padres e implora a los jueces que no condenen a un huérfano.
Ella estaba sacándose el diploma de Houtzpa.
Se llevó la mano al culo y se lo frotó ante la mirada divertida del policía. El viejo, con los ojos abiertos como platos, vio que todos lo miraban con desdén y trató de defenderse ante el policía.
—No he hecho nada, está loca.
—¡Cerdo! Vaya a que lo curen.
Anaïs se cogió suavemente del brazo del policía y tomó una actitud implorante. La niñita con su mamá.
—Voy a perder mi avión a Roma, ¿no podría dejarme pasar delante de este grupo? Van a cerrar el vuelo.
El policía sacó pecho.
—Pues claro. Venga por aquí y enséñeme el pasaporte y el billete.
Anaïs respiró hondo y le mostró el pasaporte de Jocelyne Grignard, residente en Lieja.
—¿Es usted belga?
—Sí.
Ya no se atrevía a mirarlo a la cara, aterrada por la idea de que la desenmascararan.
—Bonito país, un primo mío tiene una pizzeria en Bruselas. ¿Conoce usted Bruselas?
—Claro, mi madre vive en la rue del Manneken-Piss.
«¡Si me vieras, Olivier! Me aprobarías el examen de Houtzpa con felicitaciones del jurado».
El policía la miró atentamente; luego, al cabo de unos instantes, le devolvió el pasaporte sonriendo.
—Buenos días, señorita. Tiene usted el tiempo justo, pero tenga sus papeles a mano, hay otro control antes de embarcar.
Anaïs esbozó una sonrisa, le hizo una leve seña con la mano y corrió hacia el mostrador de facturación de la compañía Alitalia. El embarque estaba previsto para dentro de un cuarto de hora, tras el del vuelo a Milán. Anaïs cogió con expresión triunfal su tarjeta de embarque y pasó el control de las aduanas y de la policía.
Se hallaba ahora en la parte del aeropuerto reservada a los pasajeros, fuera del alcance de todos, protegida por el gran cristal que separaba las zonas. «Salvada, voy a dejar esta isla maldita».
Una multitud dispersa esperaba los distintos vuelos para toda Italia. Localizó la puerta C, la del vuelo a Roma, y vio el pequeño símbolo de los servicios. Tenía justo el tiempo de refrescarse un poco. Miró tras la barrera de control, esperando ver aparecer a Giuseppe para agradecerle su ayuda. Le habría gustado despedirse.
La sangre se le heló. El asesino surgió a tres metros delante de ella, justo detrás de la puerta de cristal, mirándola con expresión de odio.