Capítulo 25

La cola marcaba el paso, aún tenía delante a un grupo de unos veinte japoneses, algunos de los cuales no encontraban sus papeles y rebuscaban en maletas enormes.

Anaïs rabiaba. Tras el cordón de control, tres viajeros llenaban etiquetas para sus maletas. «Voy a perderlo, mierda». Tenía que hacer algo para salir de aquel atasco. «Animo, amiga». El anciano turista seguía pegándose a ella, renegando y echándole al cuello resuellos dudosos.

Tuvo una idea. Gritó:

—¡Viejo verde!

Salió de la fila, se plantó delante del perplejo anciano y, ante la estupefacción de viajeros y policías, lo abofeteó. Uno de los policías interrumpió su tarea y se le acercó frunciendo el ceño.

Anaïs se quedó mirándolo y tomó una actitud ofendida.

Io non parlare italiano. Belga. Este sátiro no hace más que pegárseme todo el rato y acaba de pellizcarme el culo, ¿entiende lo que digo?

Se asombraba de su propia cara dura. Uno de sus amigos, Olivier, apasionado del yiddish, dibujante, llamaba a eso «Houtzpa» por alusión a la anécdota del judío que mata a sus padres e implora a los jueces que no condenen a un huérfano.

Ella estaba sacándose el diploma de Houtzpa.

Se llevó la mano al culo y se lo frotó ante la mirada divertida del policía. El viejo, con los ojos abiertos como platos, vio que todos lo miraban con desdén y trató de defenderse ante el policía.

—No he hecho nada, está loca.

—¡Cerdo! Vaya a que lo curen.

Anaïs se cogió suavemente del brazo del policía y tomó una actitud implorante. La niñita con su mamá.

—Voy a perder mi avión a Roma, ¿no podría dejarme pasar delante de este grupo? Van a cerrar el vuelo.

El policía sacó pecho.

—Pues claro. Venga por aquí y enséñeme el pasaporte y el billete.

Anaïs respiró hondo y le mostró el pasaporte de Jocelyne Grignard, residente en Lieja.

—¿Es usted belga?

—Sí.

Ya no se atrevía a mirarlo a la cara, aterrada por la idea de que la desenmascararan.

—Bonito país, un primo mío tiene una pizzeria en Bruselas. ¿Conoce usted Bruselas?

—Claro, mi madre vive en la rue del Manneken-Piss.

«¡Si me vieras, Olivier! Me aprobarías el examen de Houtzpa con felicitaciones del jurado».

El policía la miró atentamente; luego, al cabo de unos instantes, le devolvió el pasaporte sonriendo.

—Buenos días, señorita. Tiene usted el tiempo justo, pero tenga sus papeles a mano, hay otro control antes de embarcar.

Anaïs esbozó una sonrisa, le hizo una leve seña con la mano y corrió hacia el mostrador de facturación de la compañía Alitalia. El embarque estaba previsto para dentro de un cuarto de hora, tras el del vuelo a Milán. Anaïs cogió con expresión triunfal su tarjeta de embarque y pasó el control de las aduanas y de la policía.

Se hallaba ahora en la parte del aeropuerto reservada a los pasajeros, fuera del alcance de todos, protegida por el gran cristal que separaba las zonas. «Salvada, voy a dejar esta isla maldita».

Una multitud dispersa esperaba los distintos vuelos para toda Italia. Localizó la puerta C, la del vuelo a Roma, y vio el pequeño símbolo de los servicios. Tenía justo el tiempo de refrescarse un poco. Miró tras la barrera de control, esperando ver aparecer a Giuseppe para agradecerle su ayuda. Le habría gustado despedirse.

La sangre se le heló. El asesino surgió a tres metros delante de ella, justo detrás de la puerta de cristal, mirándola con expresión de odio.