Capítulo 24

Los dibujos de sangre del ministro salpicaban la penumbra en la cual estaba sumido el despacho de Marcas. Los motivos geométricos de estrellas formaban una trama oscura en la pantalla del ordenador. Marcas paró la imagen y utilizó el zoom sobre uno de los dibujos que parecía más claro.

Una estrella que giraba en espiral.

Pinchó sobre la zona ampliada y la mandó a imprimir. El zumbido de la impresora apenas rompía el silencio que reinaba en toda la planta de su departamento, desierta a aquella hora avanzada. Fatigado por la interminable jornada, Marcas se frotó los ojos enrojecidos. Veintitrés horas y aún trabajando. Se preguntaba por qué se había empeñado en volver al despacho en lugar de irse directamente a casa y darse un baño bien caliente. El Ministerio del Interior no le pagaría las horas extras. De todas formas, en su oficio no existían las horas de más. En cuanto a las supuestas treinta y cinco horas, su aplicación rozaba lo grotesco.

Sonó un pitido agudo. La impresora seguía haciendo de las suyas. Nada había cambiado desde que se fue. Por costumbre, dio unos golpes sobre la tapa del aparato y se sentó de nuevo ante la pantalla.

El dibujo trazado por el ministro atraía su mirada como un imán.

Extraño, absurdo. Una estrella que giraba.

¿Por qué un hombre de su talla iba a entretenerse en dibujar aquellos garabatos con su propia sangre? Marcas no sabía qué pensar, salvo que aquel motivo no le era desconocido. Y ahí estaba precisamente el problema. El nexo que él establecía no tenía ningún sentido.

La última vez que vio aquella estrella estaba con su exmujer en un restaurante vegetariano del primer distrito parisiense, en la rue Saint-Martin; un local que a ella le gustaba, con música oriental y cojines de seda. Habían quedado para ultimar los detalles del divorcio. Después de comer, ella quiso hacer un último intento de reconciliación y, con aire inspirado, dispuso sobre la mesa unas cartas de tarot. Para tomar la buena decisión. Periodista de moda, Anne François se empeñaba en leerles el futuro a su marido y a todos los amigos con, desgraciadamente, un éxito inversamente proporcional a la energía que desplegaba para convencerse de su don. Poco aficionado a las artes adivinatorias en general y menos aún a las que su mujer practicaba, Marcas alimentaba de todos modos aquella manía regalándole todos los aniversarios de boda un juego distinto. Aunque no creía en absoluto en sus propiedades adivinatorias, sí apreciaba su estética y simbolismo. A los postres, ella sacó sus cartas, láminas, como ella las llamaba, y se las echó por última vez en su vida en común. El resultado fue claro: no debían separarse. Los signos nunca se equivocaban. Marcas tuvo un rapto de ternura emocionada ante su desarmante ingenuidad y las lágrimas que empañaban los ojos de su mujer. Ella cogió la última carta tirada y murmuró «la estrella», signo de esperanza. La carta representaba a una mujer vertiendo agua de una copa a otra, y arriba a la izquierda una estrella.

Una estrella que giraba.

Ella se la había dado tras hacerle prometer que la guardaría porque le traería suerte. Aquella noche hicieron el amor por última vez. De eso hacía ya dos años. A la mañana siguiente se marchó llevándose la carta y seis meses más tarde le concedió el divorcio. Él conservó la carta un año entero en un cajón antes de guardarla en una caja de viejos recuerdos en casa de sus padres.

El petardeo de una moto que pasaba por el quai des Orfèvres lo sacó de su ensueño.

Tenía que encontrar aquella carta de tarot. Pinchó internet y tecleó «tarot adivinatorio». Para su gran sorpresa, apareció un número impresionante de respuestas. Seleccionó la primera y entró en un sitio de predicciones de futuro que exigía un pago con tarjeta de crédito. ¡Cinco euros la sesión! Era el usuario número 657.000. ¡Una mina! Pasó a otra página. Lo recibió una música new age y una guapa morena de mirada egipcia le prometió explicarle todo el significado del misterioso mundo del tarot. Repasó las veintiuna láminas mayores del tarot llamado «de Marsella», el más famoso, pero no figuraba una explicación precisa del arcano que le interesaba. Decepcionado, navegó por otro sitio, pero tampoco en este halló ningún análisis serio.

Para distraerse, entró en el blog masónico, su referencia cuando quería informarse sobre lo que afectaba de cerca o de lejos a la masonería. El hermano belga que mantenía el sitio había encontrado una página norteamericana sobre los dibujos humorísticos dedicados a los masones. Hizo clic en la sección antimasonería, su preferida, que registraba todos los ataques a los masones hechos en la red. Esta vez, Jiri había dado con un nuevo sitio conspirador muy notable, según el cual los masones tenían la culpa de la pedofilia, los atentados del 11 de septiembre, las guerras del mundo, la homosexualidad, como si fuera una tara, todo en connivencia con judíos «apóstatas». Marcas reprimió una carcajada; la estupidez del hombre no tenía límites y los masones lo pagaban a menudo.

Se retrepó en su asiento y encendió un cigarrillo. La cuestión del tarot no se le quitaba de la cabeza.

Su ex le había explicado que existían, tirando por lo bajo, unos cien juegos de tarot distintos en todo el mundo, muchos de los cuales se inspiraban considerablemente en su antepasado común, el de Marsella. O se pasaba la noche buscando en internet, o se acercaba a su casa familiar para registrar las cajas, o llamaba a su ex. Ninguna de las tres opciones lo entusiasmaba.

Resignado, sacó el móvil y marcó el número de Anne.

«Es ridículo, llamarla a las once de la noche para preguntarle el nombre de un juego de tarot. Se va a reír de mí». Recapacitó, y cuando iba a cortar ella contestó:

—¿sí?

Fragmentos de conversación y música tecno se mezclaban con la voz de su ex. Como de costumbre, no contestó diciendo hola, sino susurrando un sí hastiado. Y como siempre, él tuvo que saludarla el primero. Un rito invariable, cada quince días y al empezar las vacaciones escolares, cuando él se quedaba con su hijo.

—Buenas noches, soy Antoine. Quería… quería pedirte un favor.

—Si es para suspender tu fin de semana con Pierre, la respuesta es no. Me voy al sur. Yo también tengo derecho a algún momento de libertad.

Marcas se sintió culpable, ya había anulado una semana de vacaciones de invierno con su hijo en el último momento a causa del trabajo.

—No, tranquila, el fin de semana que viene me lo quedo. Quería… preguntarte el nombre del juego de tarot del que me regalaste la carta, ¿te acuerdas?

—¿Bromeas? Estoy cenando con unos amigos.

—No, es muy serio. Estoy trabajando en un caso criminal y necesito esa información.

Marcas percibía carcajadas por el móvil y creyó oír la voz del compañero de su ex. Pasaron unos segundos antes de que ella contestara con voz reposada:

—¿El comisario Marcas, tan racionalista, tan inteligente, preguntando por el tarot? ¿Esperas que los astros te descubran al culpable?

Marcas sintió un arrebato de ira, pero se armó de paciencia.

—De acuerdo, olvídalo. Buenas noches, y recuerdos a Pierre.

—No, no te enfades. Se trata del tarot de Thot, puedes encontrarlo en cualquier tienda esotérica que se precie. ¿Por qué quieres saberlo?

—Lo siento, pero es confidencial.

—Me lo temía. Haz lo que quieras. De hecho…

—¿De hecho?

—Ese juego no lo he guardado. ¿Y sabes por qué?

El tono de su voz se volvía más dulce y Marcas reconoció las entonaciones que tanto lo habían enamorado. Él contestó con algo más de calor:

—Siento haberte molestado, sé…

—Tú siempre lo sabes todo, cómo no.

Chasco; volvía a ser sarcástica.

—Mejor te dejo seguir cenando.

—No te olvides: el sábado por la mañana, a las doce en punto.

Ella colgó.

Marcas dejó el móvil sobre la mesa y volvió al ordenador. Dos años después, la herida distaba mucho de haber cicatrizado; se preguntaba durante cuánto tiempo durarían aquellas agrias escaramuzas. Escribió «Libro de Thot» y «tarot» en el buscador.

Este ofreció los resultados. Pinchó en el sitio que parecía más completo.

Apareció el sitio, dedicado a los juegos de tarot de inspiración anglosajona, entre ellos el Libro de Thot, diseñado alrededor de 1900 por una artista británica, Frieda Harris. La introducción presentaba las veinticinco cartas por sus nombres. Recorrió la lista y halló lo que buscaba.

La lámina número 17. La estrella. Clicó sobre el enlace y apareció la carta.

Era la misma que él recordaba. Una mujer sentada, vertiendo agua, con una estrella que giraba arriba a la izquierda. En medio de un planeta malva, otra estrella del mismo tipo irradiaba en espiral.

Amplió la imagen y la colocó junto al dibujo del ministro. La coincidencia era perfecta. Aparte del color, blanco en la carta, rojo en la pared de la clínica, los dos motivos resultaban idénticos.

Satisfecho, Marcas encendió otro cigarrillo y contempló, pensativo, la pantalla. En su delirio, el ministro había querido indicar una pista, pero ¿cuál? El sitio contenía poca información, por lo que Marcas volvió a la lista propuesta por el buscador. Logró dar con una página dedicada exclusivamente al Libro de Thot. Una vez más, la conexión tardaba.

La pantalla se iluminó con muchos colores, luego apareció un libro en tres dimensiones con el título grabado en letras negras: Libro de Thot, el arcano de los arcanos. Sonrió ante aquella presentación un poco grandilocuente y clicó sobre la cubierta de la obra para ver el índice de los capítulos. Había páginas enteras con el habitual vocabulario místico-esotérico de este tipo de universos con el significado de cada carta.

«La estrella».

Seguía sin ver qué relación guardaba con el ministro. Lo intentó con otro capítulo.

«Orígenes del Libro de Thot».

Encontró el nombre de la artista que había pintado el juego. Según el redactor del sitio, no era realmente la autora. Todo lo había dibujado bajo los consejos de una especie de consejero en ocultismo, un tal Perdurabo, fundador de un grupo que practicaba magia. «Otro charlatán; en todas las épocas hay gente que se aprovecha de la credulidad humana». Clicó sobre el retrato del mago inglés. Apareció un hombre calvo, casi obeso, de expresión libidinosa, con la cabeza entre las manos y tocado con un curioso sombrero triangular. La postura parecería ridícula si la fijeza de la mirada no dejara traslucir una dureza casi mineral.

En otro momento, Marcas se habría reído de él pero ya estaba harto de aquel galimatías que no llevaba a ninguna parte.

Estaba demasiado cansado y deseaba irse a su casa lo antes posible. Puso a imprimir los capítulos del sitio y cogió el abrigo; la impresora tardaría al menos una hora en imprimirlo todo. Apagó la luz; cuando se disponía a salir del despacho la pantalla luminosa atrajo su mirada: el mago parecía observarlo con aire malévolo.