Capítulo 22

Marcas se quedó asombrado de la rapidez con la que el medico corría pese a su imponente estatura. Apenas tardaron un minuto en cruzar todo el edificio central de la clínica. Al llegar a la puerta de la habitación Sable, vieron a dos enfermeros sujetando en la cama a un hombre en pijama azul que ni siquiera trataba de resistirse.

—¿Qué ocurre? —preguntó el médico entrando a zancadas.

Marcas no tuvo que esperar la respuesta de los enfermeros para comprender qué pasaba. Las paredes de la habitación estaban manchadas de salpicaduras de sangre; grandes arabescos escarlata formaban dibujos mezclados con lo que parecían fragmentos de frases. El rojo vivo contrastaba obscenamente con el blanco crema de las paredes, que parecían carne pálida llena de cortes y cuchilladas.

—Se ha abierto las venas de la muñeca para rehacer la decoración —comentó lastimeramente uno de los enfermeros.

—Creía que le habían quitado todo objeto cortante —replicó Anderson con voz firme, inclinándose sobre el enfermo.

—Dijo que quería afeitarse, pensamos que no sería peligroso —murmuró uno de los hombres de bata blanca.

—Imbécil, váyase y que venga otro en su lugar —gruñó el gigante.

El ministro sonreía con la mirada fija en un punto imaginario por encima de la cabeza del médico. Rastros de sangre moteaban las sábanas y la almohada. Marcas se acercó a la cama; el interrogatorio empezaba mal.

Otro enfermero se presentó con un carrito lleno de compresas y un gotero. El médico se apartó y tomó a Marcas por el brazo.

—Será mejor que se marche, vamos a administrarle un sedante y hacerle una transfusión. En esos pintarrajeos se habrá dejado un litro de sangre.

Su tono terminante no admitía réplica. El gigante y el policía se encararon y se midieron con la mirada. Marcas juzgó que más valía batirse en retirada y contestó con voz firme para prolongar el reto:

—De acuerdo, pero volveré antes de que acabe la semana; es preciso que hable con él.

—Claro, pero ahora es imposible, no está en condiciones y usted no haría sino…

Iba a concluir la frase cuando una exclamación resonó en la estancia.

—¡No!

Marcas y Anderson volvieron la cabeza hacia la cama. El ministro los miraba con los ojos muy abiertos.

—Estoy dispuesto a responder. No tengo nada que ocultar a la policía.

El médico iba a replicar, pero Marcas, más rápido, ya se había adelantado hacia la cama y sacaba un cuaderno negro.

—¿Está seguro de que puede hablar, señor ministro?

El doctor Anderson gruñó.

—Le prohíbo que presione a mi enfermo, comisario; es responsabilidad mía…

—¡Cállese, doctor! —lo interrumpió secamente el enfermo, que parecía haber recuperado todas sus facultades.

—Pero…

—Basta. Escúcheme. Deje de tratarme como a un chiquillo. No sé qué me ha pasado, de pronto me he visto cortándome las venas y he perdido el conocimiento. Cuando me he despertado sus secuaces me sujetaban sobre la cama. Por Dios, ¿qué está pasando?

Marcas cogió una silla y la arrastró hasta la cabecera de la cama. Tenía la ocasión de interrogarlo antes de que se desvaneciera de nuevo. El sudor que perlaba la frente del ministro, su tez pálida, delataban un debilitamiento general.

—Es lo que nos gustaría saber, señor ministro. Soy el comisario Marcas y me encargo de la investigación preliminar de la muerte de… la persona con la que se hallaba usted en el ministerio.

El rostro del ministro se demudó bruscamente, sus ojos se revolvieron. Marcas quiso tranquilizarlo, ¿no era el ministro un hermano masón? Una idea acudió a su mente. Se inclinó sobre la almohada del enfermo y le susurró una de las fórmulas consagradas, conocida por todo masón.

—Dime la primera letra…

El ministro se relajó. Había comprendido y esbozó una leve sonrisa al policía antes de responder:

—… y yo te diré la segunda.

Al pie de la cama, el médico permanecía mudo mirando torvamente al policía. El ministro intentó alzar la cabeza mientras el enfermero le colocaba la aguja de la transfusión en el antebrazo.

—Dios mío, es verdad. No era una pesadilla. Está realmente muerta. El éxtasis último…

Tenía la voz entrecortada y le caía saliva por la comisura de los labios. El enfermo parecía luchar para no desvanecerse. Agarró a Marcas por la muñeca, clavándole unas uñas duras, casi cortantes. A una señal de cabeza del médico, otro enfermero colocó unas correas de seguridad alrededor del abdomen y las piernas del ministro. A este le costaba cada vez más hablar con coherencia y apretaba el brazo de Marcas como si se aferrara a un salvavidas. Unas lágrimas resbalaron por sus mal afeitadas mejillas.

—Me… me desmayo… La pared, hermano, la pared, tú comprenderás… Las estrellas… Todos somos estrellas…

Perdió el sentido mientras señalaba con el dedo las palabras que había escrito con sangre en la pared y que chorreaban.

Como si hubiera esperado ese momento, el médico se dirigió hacia Marcas casi amenazante.

—Mire qué le ha hecho, comisario. Le ordeno que salga inmediatamente de esta habitación y deje mi clínica. Volverá cuando yo lo decida. ¿Está claro?

—Muy claro —contestó Marcas levantándose despacio.

Sin hacer caso de la mirada ceñuda del médico, se acercó a la pared de dibujos enigmáticos. Con gesto maquinal se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó su móvil.

—Está prohibido telefonear desde la habitación de los enfermos —dijo el médico.

Marcas le sostuvo la mirada sonriendo.

—Ah, ¿sí? Uno de los artículos del estatuto Anderson, supongo. Tranquilo, solo voy a filmarlo.

Marcas puso el móvil a la altura de los dibujos y lentamente barrió a lo ancho toda la pared.

—El progreso es imparable; también hace de cámara. Así podré ver tranquilamente en mi casa esta obra pictórica.

Hizo el mismo gesto en sentido inverso. Satisfecho, se guardó el móvil en la chaqueta y se despidió del médico.

—No me acompañe, conozco el camino.

El coloso había cruzado los brazos y lo miraba con dureza.

—Informaré de su comportamiento, comisario, y sus hermanos del ministerio no bastarán para protegerlo.

Marcas supo que el médico había tomado nota de las palabras pronunciadas por el ministro. Se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta de la habitación. Cuando salía dijo, sin volverse:

—En realidad, y no se lo tome a mal, su teoría de la armadura me parece un tanto simplista. Creo que la he oído en una serie de televisión. Hasta pronto.

Satisfecho de su réplica, Marcas se adentró en el largo pasillo que llevaba a la recepción. No había sacado demasiado en limpio y no veía la relación entre los delirios del ministro y la muerte de la joven. Para colmo, se había enemistado con el amo de la clínica, que sin duda tenía contactos en las altas esferas. Cruzó rápidamente el gran vestíbulo y salió a la escalinata con alivio. Aquel manicomio de lujo para importantes servidores de la República lo había intranquilizado; quizá también él debería algún día pasar allí una temporada. Saber que caería en manos de la Sombra Amarilla le provocó escalofríos. Bajó los escalones de cuatro en cuatro.

Ante la escalera, un Peugeot azul oscuro acababa de llegar en silencio. Un enfermero de bata blanca abrió la portezuela con precaución para dejar salir a un hombre de pelo corto, vestido con una bata marrón. Tras él se apeó un hombre de poca estatura que llevaba un maletín. Marcas se cruzó con ellos cuando subían los escalones en sentido contrario y reconoció al instante al de la bata: un militar de alto rango que había estado en el candelero y había recibido muchas críticas por haber dirigido una operación fallida en una país africano. También él había desaparecido de la circulación durante unos meses. Prestó atención al pasar junto al grupo y captó las palabras «recaída brutal» y «abandono de puesto». Al abrir la portezuela de su vehículo, Marcas se preguntó si los militares tratados por el doctor Anderson tenían también sus aulas con falsos soldados que se cuadraban e izaban la bandera por las mañanas como en los cuarteles.

Arrancó y tomó la pequeña carretera que llevaba a la salida. La barrera se elevó a su paso y en menos de un minuto estuvo en la carretera principal que conducía al centro de Louveciennes. Puso la radio y se quedó pensativo. La exhortación del ministro a examinar sus dibujos era seguramente un delirio.

Estrellas, todos somos estrellas.

Para un profano, la palabra estrella no tenía un significado profundo, pero para un masón como Antoine, era otra cosa. La estrella flamígera era el símbolo mayor del grado del compañero. A la vez la guía de su ruta y una meta que alcanzar. Todos los hermanos conocían la estrella de cinco puntas… Y si el ministro no estaba delirando…

Marcas había examinado los dibujos de las paredes mientras los filmaba con el móvil pero nada parecía coherente. Trazos, dibujos que parecían efectivamente estrellas, letras medio torcidas. El doctor Anderson disfrutaría descifrando el sentido psicoanalítico de aquellos garabatos.

Redujo la velocidad al llegar al final de una cuesta, se paró en un semáforo y aprovechó para encender un cigarrillo. Decididamente, aquel caso era totalmente absurdo, no había ni por asomo una explicación lógica. Una chica muerta de un ataque al corazón tras retozar con su amante, que había perdido el juicio; nada tenía sentido. El semáforo se puso en verde, giró a la izquierda en dirección a París. Dudó si seguir por la nacional; entraría en París por el oeste y se exponía a pillar un embotellamiento, sobre todo cerca del Arc de Triomphe; una tontería a aquella hora avanzada, la Étoile estaría completamente atascada. Mejor sería atajar por Saint-Cloud y… la Étoile…

De pronto recordó un detalle que había entrevisto en los dibujos del ministro.

La Estrella. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Debía parar para comprobarlo en el móvil y visionar la pequeña secuencia de vídeo. Se detuvo al pie de la cuesta y apagó el motor. El ministro era un hermano, pensaba como un masón y sus dibujos…

Pulsó la tecla del vídeo y repasó las imágenes. Se detuvo en un lugar preciso.

Quizá tenía una pista. Por fin.