Capítulo 19

El viejo Fiat amarillo rodaba a toda velocidad por el camino que llevaba a la nacional de Palermo. Anaïs contemplaba el paisaje mientras el joven siciliano conducía nervioso mirando sin cesar el retrovisor y fumando torpemente un cigarrillo.

De pronto, al salir de una curva cerrada, dio un volantazo. El coche salió de la carretera y enfiló un camino lleno de barro flanqueado por matorrales. Sacada de sus reflexiones, Anaïs se agarró instintivamente al asa de la portezuela. El Fiat frenó de golpe tras un grupo de olivos nudosos. Antes de que pudiera pronunciar una palabra, Giuseppe se llevó el dedo a los labios.

—No se mueva.

Apenas pronunciado este aviso, un coche negro apareció por la curva que acababan de tomar. Anaïs tuvo tiempo de entrever el fugitivo perfil de un hombre de nariz aguileña. Crispó las manos sobre el plástico del asiento.

Uno de los sirvientes de Dionisos.

Una oleada de terror invadió su cuerpo. El hombre que había participado en la quema la buscaba para acabar la faena. Unos espasmos violentos recorrieron sus piernas y su cuerpo fue sacudido por temblores. De nuevo querían hacerle daño.

Giuseppe aumentó la presión de sus brazos para tratar de dominarla. En vano; la joven se debatía como un animal herido, arañando la carne de su protector. Indeciso, también él sentía miedo. Sus perseguidores los seguían desde que habían salido de la casa familiar y no tardarían en dar media vuelta al ver que sus presas habían dejado la carretera principal. Cada minuto que pasaba los acercaba a ellos. Giuseppe maldijo, alzó brutalmente a la joven francesa y la zarandeó.

—Cálmese, Anaïs. El coche ha pasado de largo. Podemos despistarlos.

—No, usted no los conoce. Son monstruos, me encontrarán.

El joven siciliano la zarandeó más violentamente.

—El peligro ha pasado. Tranquilícese.

Anaïs sintió que sus temblores cesaban. Tragó saliva y se irguió en el asiento.

—¿Mejor? —preguntó Giuseppe sonriendo.

Arrancó. El Fiat levantó una polvareda marrón y tomó de nuevo la carretera asfaltada en sentido contrario antes de desviarse por un camino de tierra que se dirigía hacia el monte. El coche zigzagueaba esquivando los baches del camino bordeado de olivos. Al cabo de un rato de conducción frenética, el coche salió a una carretera principal. Anaïs reconoció las inmediaciones de Cefalú, con la masa oscura de la Rocca que protegía la ciudad. El lugar le era familiar. Ya había recorrido esa carretera con sus amigos de la Abadía una tarde que fueron a pasear al puerto de la ciudad.

Las imágenes afloraron a su memoria. Recordó cuando Thomas, con su jersey trenzado blanco, la tomó en brazos para escapar del grupo y visitar la catedral normanda, y cuando la besó en una callejuela, bajo un balcón florido, ante la mirada risueña de una viejecita que hacía ganchillo en la terraza; recordó el olor de Thomas, sus brazos…

«Muerto, está muerto; reacciona». Conjuró sus fantasmas y fijó la mirada en la carretera.

—Le juro que esa gentuza no la atrapará —gruñó el muchacho fingiendo firmeza.

Anaïs sorprendió su mirada inquieta en el retrovisor y se estremeció.