Las relucientes verjas se abrieron sin un solo chirrido por efecto del mando electrónico disimulado en el muro de piedra gris. Marcas enfiló con el coche un camino bordeado de macizos de flores muy bien cuidados y fue despacio hacia un puesto de guardia que no se veía desde la carretera. Un guardia de expresión recelosa salió de la garita y le hizo señas de bajar el cristal. Marcas mostró su placa y se dejó observar por el vigilante de cuello robusto, que no pareció muy impresionado por su grado y que llevaba un cuaderno negro a modo de registro. Le dio un bolígrafo para que firmara y lo dejó pasar tras señalarle el aparcamiento situado al pie de la casa solariega.
El coche oficial azul oscuro que había cogido rodó lentamente por un camino de grava. Marcas había telefoneado a los jueces para obtener los permisos necesarios. La visita al domicilio del ministro no había dado ningún resultado. No sin regocijo había advertido la irritación del consejero del ministro cuando por teléfono le informó de la ausencia de documentos comprometedores. «Bien, bien, pero no deje de buscar», le había encarecido el alto funcionario en tono crispado.
Grandes árboles sombríos, que ocultaban los rayos del sol, formaban una cubierta protectora sobre todo el parque. Marcas aparcó en el lugar indicado y observó con interés el edificio principal que quedaba a la vista. Las torres con tejado de pizarra de estilo renacentista daban un toque italiano sorprendente que suavizaba el aspecto un tanto austero del cuerpo principal, modelo más corriente en Île-de-France. Unos robles soberbios cercaban el castillo, y en medio había un jardincillo de estilo francés con minúsculos tejos podados en forma de peonza invertida. Dos esculturas contemporáneas de cubos de hormigón negro se erigían en la entrada, enmarcando una escalera de piedra blanca.
A Marcas le costaba creer que aquello fuera un centro psiquiátrico; parecía un hotel de cinco estrellas del que en cualquier momento saldría un portero con librea para cargar con su equipaje.
La clínica del Olmo Dorado acogía a los grandes servidores de la República que sufrían una depresión o, peor aún, alguna locura temporal, y era una especie de antesala del definitivo manicomio. El lugar estaba discretamente vigilado noche y día por una patrulla de policías cuyo cometido era evitar intrusiones.
Se había informado acerca de aquel establecimiento discreto, desconocido para el gran público y financiado con fondos reservados del Ministerio del Interior. Debía preguntar por un tal doctor Anderson, psiquiatra jefe de la clínica, que se ocupaba del ministro desde su traslado del Val-de-Grâce. La secretaria del médico, a la que había llamado esa mañana, le había confirmado que podía ver al ministro unos instantes para interrogarlo.
Marcas se puso la gabardina bajo el brazo y se encaminó hacia la entrada, que se hallaba a unos veinte metros.
En lo alto de la escalera lo esperaba un hombre alto y ancho de hombros. Con su cabeza pelada, sus pómulos altos, sus ojos almendrados, su tez olivácea y sus manos cruzadas sobre la bata blanca, el hombre daba una impresión de poderío contenido y de ser el amo y señor del lugar. Marcas se dirigió hacia él circunspecto, mirándolo a los ojos verde esmeralda que lo observaban con una expresión rapaz.
El hombrón permanecía inmóvil y parecía cortar el paso con todo su cuerpo. «Otro cancerbero», pensó Marcas, y con aire hosco sacó la orden firmada por el Ministerio del Interior.
Cuando se halló a unos metros del otro, comprendió por qué aquel rostro y aquella figura le resultaban familiares.
Era la Sombra Amarilla, el diabólico enemigo de Bob Morane, el héroe de novela popular cuyas aventuras devoraba de pequeño. Aquel tipo podía hacer perfectamente de asesino en alguna película de Hollywood. La bata blanca le estaba demasiado estrecha a aquel cuerpo musculoso; el torso robusto y los bíceps compactos parecían a punto de reventar la ropa en cualquier momento.
De pronto, el rostro marmóreo del hombre se animó, la estatua de carne cobró vida y esbozó una sonrisa calurosa, sorprendente.
—Comisario Marcas, encantado de recibirlo en la clínica del Olmo. El ministro me ha avisado de su visita. Soy el doctor Anderson, Jacques Anderson.
Marcas no contestó enseguida, desconcertado por su error de apreciación. Estrechó la mano que el médico le tendía, una mano asombrosamente fina comparada con su corpachón de luchador, y que, contrariamente a lo que había temido, no le trituró la suya; parecía como si lo hubieran dotado de aquellas manos a fin de contrarrestar su macizo cuerpo.
—Mucho gusto, doctor. Tiene usted un bonito centro; quizá venga a pasar algunos días cuando vuelva a deprimirme.
El hombre de la bata se quedó mirándolo con sus ojos verde claros, sin pestañear.
—Espero que no tenga usted que venir nunca, comisario. El centro posee todas las comodidades de un palacio, piscina caliente y gimnasio, centro de masaje y un restaurante digno de cuatro estrellas Michelin, pero los clientes que alojamos sufren trastornos mentales profundos. Aunque la clínica del Olmo obtiene, dicho con toda modestia, resultados brillantes, que sin embargo nunca serán publicados en la prensa médica, dudo que lo pasara usted bien. Sígame a mi despacho, estaremos más cómodos.
Con paso vivo, el gigante dio media vuelta y empujó una gran puerta vidriera que debía de tener por lo menos tres metros de altura. Marcas lo siguió y se halló en un vestíbulo de dimensiones impresionantes. Nada hacía sospechar que se encontraba en una clínica. Un mostrador de recepción de madera barnizada, más esculturas, cabezas de metal pulido, quizá obras del primer período de Brancusi, un parquet cubierto aquí y allá de alfombras de colores cálidos, cuadros en las paredes que representaban escenas de batallas medievales, cuatro sillones y un sofá Chesterfield completaban el sorprendente decorado. Tras el mostrador estaban sentados un hombre y una mujer de aspecto discreto bajo un gran tapiz, magnífica copia de La dama del unicornio.
El doctor Anderson cruzó el vestíbulo e hizo con la cabeza una seña a la pareja, que contestó sonriendo.
—Mi despacho está en la primera planta de la torre este, es un pequeño lujo que me permití cuando tomé posesión del cargo; el de mi antecesor no me convenía.
—¿Por qué? ¿No era lo bastante grande? ¿No le gustaba la decoración?
Anderson aceleró el paso.
—Decoración… digámoslo así. Lo encontraron desangrado, con las venas de las muñecas y los tobillos cortadas; el parquet quedó completamente empapado de sangre y tomó un color oscuro que no me gustaba nada. Lástima, porque el despacho gozaba de una vista del parque maravillosa. Fue un suicidio sin brillo…
Marcas, que trataba de seguir las grandes zancadas del médico, habría jurado ver una sonrisa furtiva en sus labios. Atravesaron un largo y ancho pasillo de paredes claras decoradas con reproducciones de blasones heráldicos de colores chillones. Luego subieron una escalera de caracol que los llevó a la primera planta de una torre. El médico introdujo una llave en la puerta de roble maciza y se echó a un lado para dejar pasar a su invitado.
Marcas tuvo la impresión de dar un salto al pasado, a la Edad Media, más exactamente. Un caballero con armadura reluciente y que sostenía una espada entre las manos juntas reinaba en metilo del recinto circular. Enigmático y amenazante, parecía quede un momento a otro despertaría de su sopor y descargaría su arma contra el inoportuno. Al fondo de la sala de paredes encaladas, había una mesa de cristal translúcido junto a un gran sofá de Iona de color crudo. Un perfume dulzón flotaba en el aire, un olor de almendra dulce un tanto repulsivo.
El médico pasó la mano por el hombro de la armadura y se quedó mirando a Marcas con su mirada curiosa.
—Bienvenido a mi guarida. Le presento al barón Von Hund, que es mi fiel guardián y una alegoría de la función principal de nuestra clínica.
—No entiendo.
Satisfecho del golpe de efecto, Anderson tamborileó sobre la armadura, lo que produjo un sordo rumor metálico.
—Esta armadura es una fiel reproducción de la de un señor medieval de Prusia, un caballero de la familia de Hund. Ese señor se pasaba el tiempo haciendo la guerra y sembrando el terror en sus tierras y en las de sus vecinos. Solía llevar esta coraza, forjada por el mejor armero de la época, durante sus cabalgadas sanguinarias, y proclamaba por todas partes su invencibilidad. En las justas, ni aun sus adversarios más enconados lograban herirlo, por lo invulnerable que parecía el metal de su armadura.
Marcas sonreía cortésmente. Sin duda el médico contaba aquella historia por milésima vez a fin de impresionar a sus visitantes. «La fatuidad, primer signo de flaqueza», pensó. Anderson prosiguió su relato con voz enfática:
—Un día, unos mercenarios a sueldo del señor de un condado vecino en el que nuestro amigo había hecho estragos, como probablemente era propio de aquella época ruda, le tendieron una emboscada. Lo ataron a un árbol y por las junturas de la armadura introdujeron cucarachas y arañas, que empezaron a devorarle el cuerpo. Fue un horrible calvario; tardó tres días en morir; roído por dentro, se debatía impotente. Su armadura se había convertido en una jaula.
—Tiempos rudos, en efecto.
—Aquel hombre tan poderoso sucumbió, prisionero de lo mismo que lo había hecho invencible, devorado por unos insectos insignificantes pero implacables. Pues bien, eso es más o menos lo que hacemos en la clínica del Olmo: atender a personas importantes concomidas por un mal interior, personajes que ocupan altos puestos y que de pronto se vienen abajo víctimas de un agente extraño que ataca su mente, la armadura de su psique. La coraza que usted ve no es sino una ilusión de poder; impresiona pero su vulnerabilidad reside en sus entresijos.
—Bravo, doctor, interesante lección. ¿Y si habláramos del ministro?
Marcas quería mostrar que no era un persona que se dejase impresionar por golpes de efecto seudointelectuales. No le gustó cómo se lucía el médico.
El gigante abrió lentamente una carpeta roja que contenía historiales médicos.
—Para ser breve, aún no sabemos qué pasa en la mente del ministro. Las resonancias magnéticas y radiografías que le han hecho mis colegas del hospital Val-de-Grâce no muestran nada en particular, lo cual es normal en la medida en que mi trabajo empieza cuando no existen traumatismos neurológicos evidentes. De momento está en observación, hasta que comencemos un trabajo más profundo.
Hablaba con una suficiencia que Marcas no dejó de observar.
—¿En qué estado se encuentra?
—Alterna momentos de postración y lo que usted llamaría un delirio. Dudo que saque nada en claro si lo interroga.
Marcas alzó perceptiblemente el tono:
—Me gustaría intentarlo al menos.
El doctor Anderson se puso serio.
—¿Por qué? ¿Tiene usted especiales dotes de psicólogo? Un interrogatorio policial no conducirá a nada y hasta podría perjudicar a mi paciente. He dictado unas reglas estrictas para el bien de nuestros internos. Más que reglas yo las llamo estatutos, ya que estamos al servicio de los servidores de la República.
—Los estatutos Anderson… ¿No es un poco pretencioso?
La partida había empezado, los dos hombres jugaban sus cartas. Marcas continuó en tono glacial:
—No pretendo perforar la armadura del ministro pero el procedimiento exige que hable con él, en la medida en que es sospechoso de asesinato. Si usted cree que es incapaz de contestar, firme un certificado que entregaré al juez de instrucción, de lo contrario lléveme a su habitación.
El semblante de Anderson permanecía impasible. Marcas le sostuvo la mirada, desafío en el que podía batir a su adversario, pues estaba acostumbrado a guardar silencio horas enteras durante ciertas tenidas masónicas. La conversación, en aquel escenario medieval y con el caballero de la armadura que parecía arbitrar el silencioso duelo, se le antojaba irreal.
Lentamente, y sin dejar de mirar a Marcas, el médico descolgó el teléfono y llamó a un interlocutor desconocido.
—¿Se ha despertado el paciente Sable?
Esperó unos segundos la respuesta, colgó y se levantó señalando a Marcas la puerta:
—Venga, lo conduciré a los aposentos del ministro —dijo en tono irónico.
Marcas sacudió la cabeza. «Primera batalla contra la Sombra Amarilla ganada».
—¿Por qué lo llama Sable?
—Es el nombre de su habitación. Se me ocurrió atribuir a cada habitación el término utilizado en heráldica para designar el color o el esmalte. En lugar de un vulgar cuarto oscuro, decimos Sable para este color, o Sinopie para el verde. La influencia del barón de Hund, seguramente.
Marcas recordó una plancha sobre la heráldica y la simbologia, presentada por uno de sus colegas, e intentó otra justa.
—Por lo que yo recuerdo, a cada color corresponde un planeta, una piedra y un ideal.
El médico lo precedió por la escalera.
—Exacto. Sable, color negro, simboliza la tristeza. Su piedra es el diamante, y su planeta, Saturno. Nuestro ministro está cada dos por tres llorando, por lo que me ha parecido apropiado ponerlo en esa habitación.
Los dos hombres habían tomado otro pasillo al pie de la escalera que atravesaba una sala cuadrada con cuatro puertas de cristal. Curioso. Marcas se acercó a una de ellas y lo que descubrió lo dejó estupefacto.
Sobre un estrado, de pie ante un atril, un hombre con traje y chaleco pronunciaba con voz potente un discurso ante un auditorio de unas treinta personas sentadas en bancos de madera; un equipo de televisión filmaba la escena y la retransmitía por una pantalla gigante que había detrás del orador. Marcas pegó la nariz al cristal y reconoció al hombre que, sudando, hablaba al público.
—Es el diputado Censier; yo creía que se había estrellado contra un árbol hace tres meses.
—Es lo que se dijo a los medios de comunicación. En realidad, el diputado sufría una depresión: tenía un miedo mortal a hablar en público. Está casi curado. El público que ve está compuesto de personal de la clínica, todos profesionales escogidos. Hay incluso uno que fue periodista y que debe ponerlo en apuros.
—¿Son muchos los políticos que vienen aquí a tratarse?
—No se imagina usted los estragos que hace la depresión entre la clase política. Están constantemente obligados a fingir que todo va bien y a mostrar en público una imagen sonriente y confiada. Pero son seres humanos y algunos no soportan esa contradicción mucho tiempo. Prefieren venir a tratarse con la máxima discreción. La imagen que tienen de sí mismos se derrumba. La armadura, siempre la armadura…
Una salva de aplausos resonó en la sala. El diputado mostraba una sonrisa radiante. Marcas pasó a la otra puerta. Esta vez vio a una mujer vestida con un traje sastre negro, sentada a una gran mesa oval, presidiendo una especie de consejo de administración. En el centro de la mesa había un enorme pollo muerto en una bandeja. A la derecha de la sala, en un cuarto que hacía las veces de sala de control había dos hombres en bata blanca que miraban unos monitores.
Marcas preguntó al médico:
—¿Y eso? Ese pollo es completamente surrealista.
—Claire D., promoción 1985 de la Escuela Nacional de Administración, brillante directora de gabinete en numerosos ministerios, estalló cuando la crisis de la gripe aviar. La encontraron una mañana acuchillando a un pollo en la alfombra de su despacho. Padece una neurosis obsesiva con los pollos. En cuanto ve un ave, le da un ataque. Paralelamente a la terapia, intentamos acostumbrarla a trabajar en equipo, como si ella siguiera con su trabajo.
—¿Y tardará mucho en curarse?
—No lo sabemos, la psique de la élite republicana es un terreno muy misterioso.
Marcas no supo qué contestar; iba a acercarse a la siguiente puerta cuando llegó corriendo un hombre en bata.
—Doctor Anderson, tenemos un problema con Sable.
—¿Qué ocurre?
—Tiene convulsiones y ha…
El policía vio que el gigante perdía su máscara de suficiencia.
—¿Qué?
El hombre balbuceaba.
—No es muy agradable de ver.