El plato de porcelana azul brillaba bajo el sol, vacío, sin rastro de comida, señal del hambre voraz de Anaïs. Había devorado todas las especialidades preparadas por la anciana cocinera: arancini, albóndigas de arroz y carne; panelle, una especie de buñuelos de garbanzos; un montón de involtini, berenjena asada con tomate, y hasta caponata, una deliciosa especialidad siciliana.
Ahíta, con los ojos medio cerrados y los pies apoyados en una silla de madera, Anaïs aprovechaba el calor del sol de primavera degustando un vaso de Moscato.
Estaba recobrando las fuerzas; sus quemaduras, en realidad superficiales, se habían curado milagrosamente con la cataplasma de la vieja criada y las agujetas se le habían pasado. Gracias a Giuseppe, había obtenido una tregua de cuatro días durante los cuales había aumentado poco a poco el deseo de vengarse. Sus lágrimas se habían secado, dejando paso al odio hacia Dionisos. El odio: un sentimiento que nunca antes había sentido pero que ahora ocupaba todo su ser. Un vino agrio que saboreaba con un placer perverso. Se imaginaba al «maestro» consumiéndose y gritando en una hoguera cuyas llamas ella atizaba.
«Muere, cerdo, sufre como sufrieron ellos». Esa mañana, al asearse, por primera vez se dirigió a sí misma una sonrisa.
Los pensamientos se atropellaban en su mente.
Si por casualidad abandonaba la isla y volvía a Francia, estaba resuelta a denunciar a aquel demente a las autoridades de su país. Pero la policía italiana andaba tras ella.
Giuseppe y ella habían buscado largamente todas las soluciones para volver a Francia.
Sentada en la terraza, mientras contemplaba el mar a sus pies, Anaïs reflexionaba en lo que haría al día siguiente, cuando dejara la granja.
Don Sebastiano se había tomado muy a pecho proteger a Anaïs, que le recordaba a su difunta hija. Aunque su margen de maniobra seguía siendo escaso —no podía oponerse frontalmente al notario corrupto, demasiado protegido por las familias de Palermo—, había logrado organizar la huida de Anaïs con discreción y eficacia.
Una criada había cortado el largo pelo de la joven y lo había teñido de rubio caoba. Luego, un fotógrafo le había hecho su nuevo retrato, foto que iría a parar a un pasaporte hurtado el día anterior a una joven belga. Giuseppe explicó riendo que el mismo scippatore, el carterista local, acompañó a su víctima a la comisaría, donde un policía cómplice tomó nota del robo y, dinero mediante, prometió retrasar unos días el registro de la denuncia en el ordenador central, el tiempo necesario para que Anaïs tomara el avión.
Mientras preparaba su partida, Anaïs pasaba casi todo el tiempo viendo los noticiarios de televisión, que emitían sin cesar las mismas imágenes de la Abadía y de coches de policía en torno al edificio central del complejo.
El descubrimiento de los crímenes había provocado un terremoto mediático tanto dentro como fuera de Italia. Equipos de televisión de todo el mundo se habían instalado en Cefalú para seguir el desarrollo de la investigación. Los hoteleros se frotaban las manos ante la llegada de turistas tan particulares, pero los habitantes veían con malos ojos a aquellos bárbaros que recorrían la zona haciendo preguntas peregrinas.
—Buona sera, signorina, come va?
La voz melodiosa de Giuseppe se avenía bien con el paisaje, pensó Anaïs; en otro momento, y si no él hubiera sido tan joven, quizá podría haber respondido a los encantos del siciliano. En otro momento. Ahora vivía en un mundo hostil, en el que el Mal imperaba. El joven llevaba una camisa blanca que realzaba su tez mate. Pero aunque su voz era firme, parecía inquieto.
—Don Sebastiano acaba de llamar. Hay que adelantar su marcha.
—¿Por qué?
—El notario ha venido y sabe que está usted aquí. Uno de los pastores lo ha visto en la carretera en su coche. Llevaba allí desde el amanecer. Recoja sus cosas, la llevo a Palermo.
El tono de voz no admitía réplica; ya no era un adolescente sino un hombre. Anaïs se levantó; las piernas le flaqueaban.
Echó un último vistazo a la costa y a las colinas de robles verdes que descendían hacia el mar. Adivinó hacia el oeste la ubicación de la ensenada en la que estuvo a punto de morir y sintió que un flujo de bilis le subía a la garganta. Al contrario de lo que había esperado, el miedo seguía allí, agazapado en sus entrañas, dispuesto a despertar.