En medio de la estancia contigua, sobre una simple mesa de madera blanca, se hallaban las páginas cubiertas de tachaduras del manuscrito de Casanova, alumbradas por la pálida luz amarilla de unos focos del techo.
Curiosamente, ningún obstáculo se interponía entre el manuscrito y el público.
Ni cristal de seguridad, ni detectores. El volumen estaba abierto por una página cualquiera que todos podían leer. Casi se habría podido tocar el papel un poco amarillento, rozar la tinta con el dedo. Una tentación que, sin embargo, nadie parecía sentir. La gente lo miraba, pronunciaba unas palabras y se dirigía hacia el bufet. Lo importante no era poder decir «lo he visto», sino «yo estuve». Solo un invitado permanecía inmóvil, fascinado por lo que veía. Henry Dupin. Contemplaba con avidez los arabescos de la letra, los signos febriles trazados por aquel aventurero cuyo periplo amoroso seguía desafiando el paso del tiempo.
—¡Realmente sorprendente, tanto tachón! —afirmó una voz de mujer—. En los manuscritos de Casanova que yo he podido consultar, la escritura parece fluir de corrido. Es la primera vez que…
—No olvide que se trata de un manuscrito tardío, escrito por un anciano —repuso la voz aguda del experto—. Además, se trata de un borrador, un texto que Casanova no volvió a tocar, ¡un primer esbozo!
La conservadora de la Biblioteca Nacional esbozó una sonrisa forzada.
—¡Por supuesto, por supuesto! Además, sabemos muy poco acerca de cómo escribía nuestro veneciano.
—Lo suficiente en cualquier caso para garantizar la autenticidad de este manuscrito. Sesenta páginas escritas deprisa, el último trabajo de un hombre moribundo.
—¿Su testamento, de algún modo? —preguntó Manuela Real.
El experto se inclinó ante la actriz.
—Más que eso, señora, ¡mucho más!
En torno a una mesa cubierta de terciopelo unos técnicos terminaban de probar los micrófonos. Enfrente, los periodistas empezaban a ocupar sus puestos. Se sabía que Édouard Kerll había decidido concluir la velada con una conferencia de prensa, algo a lo que era muy aficionado, una especie de duelo en el que sabía brillar.
Una primera mano se alzó.
—Señor Kerll, ¿dónde ha encontrado usted este manuscrito?
La respuesta fue inmediata e imprevista como una estocada.
—¡Donde nadie lo buscó!
—Sea más preciso.
—Sepan solamente que el manuscrito dormía desde hacía más de dos siglos en provincias. Casanova tenía un hermano, François, un pintor célebre en su época que tuvo familia en Francia antes de exiliarse a Venecia. Poco antes de morir, Casanova hizo a esta familia francesa, de la que nada sabía desde hacía mucho tiempo, un envío… y un ruego.
—¿Un ruego?
—Sí, en la carta que acompañaba al manuscrito, expresaba su deseo de que…
El librero contempló a su auditorio con una sonrisa retozona.
—Su deseo de que el manuscrito fuera entregado a cierto aristócrata, el duque de Clermont.
—¿El duque de…?
—El duque de Clermont. Pero el duque había muerto en 1771, y Casanova lo ignoraba.
Varias preguntas sonaron a la vez. Edouard dejó pasar la primera oleada.
—Pero ¿por qué entregar el manuscrito precisamente a ese duque?
—No lo sé. Quizá como recuerdo…
—Como recuerdo ¿de qué?
La sonrisa del librero se hizo más amplia.
—No olviden que Casanova estaba escribiendo sus memorias. Repasó toda su vida, las personas a las que conoció, sus estancias en París, sus amigos… sus hermanos masones…
Una voz viva se elevó.
—¿Ha dicho usted «sus hermanos masones»?
—Sí, ¡sus hermanos masones! El duque de Clermont era el Gran Maestro de todas las logias regulares de Francia. Fue él quien inició a Casanova en los altos grados masónicos.
Un tumulto se elevó en la sala.
—¿Bromea usted?
—¡En absoluto! Casanova fue iniciado en junio de 1750 en Lyon. Lean sus memorias, volumen tres, capítulo siete.
—¿Y después?
—Se hizo compañero y luego maestro en París, en la logia San Juan de Jerusalén. Esta información la añadió el mismo Casanova en la segunda versión manuscrita de sus memorias. Puede usted comprobarlo.
—¿Y dice usted que fue iniciado en los altos grados?
—Lo confirmo. En 1760, Casanova se hallaba en los Países Bajos. Asistió a una sesión masónica en la logia Los Buenos Amigos de Amsterdam. Y como todo hermano visitante, firmó en el registro de asistencia. En su calidad de «gran inspector», que corresponde al trigésimo tercer grado, el más alto, de la masonería escocesa.
Se alzó una mano haciendo tintinear unas pulseras de plata.
—¿Sí, señorita?
—Tengo aquí a la vista la descripción del manuscrito tal como se puso a subasta. Me ha sorprendido, como sin duda habrá sorprendido a todos mis colegas, por su carácter sucinto. Claro que hay abundantes detalles sobre la encuadernación de época, la paginación a veces arbitraria, el papel empleado, el análisis grafológico de la letra. En fin, todos los pormenores que permiten dar por auténticas estas páginas. Pero no figura casi nada sobre el contenido, a excepción de lo siguiente, y cito: «Se trata de un capítulo inédito de las memorias en el que Casanova, próximo a morir, relata ciertos aspectos sobresalientes de su vida, mezclando recuerdos íntimos y reflexiones filosóficas».
—¿Ha leído usted la primera página del catálogo, señorita? —la interrumpió Kerll.
—Sí, la he leído. Figuran los detalles de rigor: lugar y fecha de la venta, el nombre del adjudicador, del experto…
—Y también el mío, seguido de una línea en cursiva: «… queda a disposición de los aficionados»; una línea que rara vez pasan por alto mis clientes.
—¿Quiere eso decir que reserva sus informaciones más precisas para mejores clientes? —preguntó la periodista encargada de la sección cultural de L’Humanité.
—¡Del mismo modo que su periódico se guardaba los secretos más tenebrosos del Kremlin!
Una prolongada carcajada sacudió la sala. Édouard Kerll había dado en el clavo.
—Hablando en serio, señor Kerll, ¿qué revela realmente este manuscrito de Casanova?
La pregunta la había formulado el redactor de L’Intermédiaire des Casanovistes, Lawrence Childer, un especialista en la materia.
—Pues en primer lugar, un viaje que no figura en las memorias publicadas.
—¿Un viaje?
—O mejor dicho, una estancia.
—¿Dónde?
—En Granada, en 1768. En esta época, Casanova se encontraba en España, tenía cuarenta y tres años y notaba que envejecía; era el momento más delicado de su vida. Su edad, su vida errática, lo inclinaban a la reflexión.
Al otro lado de la sala, Henry Dupin palideció. Como si las últimas palabras del librero hubieran herido su fibra sensible. Buscó una silla, se sentó y bajó la cabeza.
—Durante esa estancia, Casanova se puso a escribir. No notas, como solía redactar en sus cuadernos, sino un ensayo, un trabajo filosófico que conservó toda la vida y que retomó casi en vísperas de su muerte.
Lawrence Childer pidió de nuevo la palabra.
—Señor Kerll, Casanova escribió a lo largo de toda su vida; ensayos filosóficos, tratados científicos, utopías políticas, obras de teatro, óperas, crítica literaria… Todo ha sido descubierto, comentado, estudiado. Hoy conocemos hasta la última de sus líneas. Entonces, mi pregunta es: ¿qué novedades encierra este manuscrito?
El semblante de Édouard Kerll se demudó.
—Eso, señor Childer, tendrá que peguntárselo al nuevo propietario del manuscrito. ¡Seguro que tiene una buena razón para pagar más de un millón de euros por estas sesenta páginas!
Al oír la cifra, la conservadora de la Biblioteca Nacional torció el gesto. El Ministerio de Cultura había dejado de pujar a la mitad del precio. Solo Henry Dupin había osado continuar antes de tirar la toalla al llegar al millón.
—Señor Kerll, ¿quién es el propietario del manuscrito?
—Un coleccionista anónimo que desea seguir siéndolo.
—¿Piensa publicar algún día esas páginas inéditas?
—No se lo he preguntado, pero ¿por qué no? Al contrario de lo que se piensa, los coleccionistas no están afectados del síndrome de Harpagón, el avaro de Moliere. No viven recluidos contemplando en secreto sus tesoros ocultos. Es gente apasionada que, cuando adquieren una pieza única, deben mostrarse discretos, nada más.
—A propósito, este manuscrito, cuyo verdadero contenido, aparte de usted y algunos privilegiados, nadie conoce, ¿qué encierra para haber alcanzado esa cifra récord, la más alta jamás alcanzada por el manuscrito inédito de un escritor?
Édouard Kerll se echó a reír.
—Ni secretos ni revelaciones. Únicamente la última meditación de un hombre que solo vivió para el placer.
La entrevista llegaba a su fin. Los periodistas se levantaban.
Una melodía de violín recorrió la sala. Cerca del bufet se estaba formando un ruidoso corro en torno a Manuela Real, que riendo asperjó de champán a los periodistas. De nuevo los flashes relampaguearon. Por un instante iluminaron a un hombre solo que se encaminaba hacia la salida. Sobre las paredes se proyectó la enorme sombra de Henry Dupin.