Capítulo 13

Poco a poco, el rumor de la circulación se atenuaba. El viejo barrio de la isla de Saint-Louis, envuelto en niebla, parecía un navío sin mástil, varado en medio de París. Del Sena que fluía a lo largo del quai d’Anjou ascendía una densa bruma cuyos remolinos difuminaban las esquinas efe los edificios y ocultaban las anchas puertas cocheras de frontón blasonado. Una neblina cargada de primavera se filtraba en cada calle, perforada apenas por los halos amarillentos de las farolas y los destellos de luz provenientes de los pisos iluminados.

En la acera, brillante de lluvia, resonaban pasos que se apresuraban hacia el hotel Pimodan. Un viento encañonado, cargado de los olores del río, hacía ondear los abrigos de piel. Los hombres se subían el cuello de sus esmóquines. Todo el mundo se preguntaba qué le había dado al librero Kerll para invitar a la jet set parisiense a semejante lugar. Pero ya lo conocían, conocían sus fantasías, sus provocaciones, y cuando los primeros flashes relampaguearon, todos ofrecieron a la efímera posteridad sus sonrisas de VIP.

Por fin se abrieron las puertas. Construido en tiempos de Luis XIV, el hotel daba a un patio cuadrado con un adoquinado irregular, rodeado de fachadas de ventanas altas. Los primeros invitados subían la escalinata. El ruido de las risas y las conversaciones se extendía por la enorme escalera que llevaba a las salas de la recepción. En cada escalón, en el ángulo más abierto, se elevaba un pilar de bronce rematado por esfinges cuyas garras retorcidas sostenían una vela encendida. Sin duda, una reminiscencia del Gran Siglo en el que se construyó aquel palacio, uno efe los más fastuosos de la época. Una alusión, también, a un relato de Théophile Gautier, «La noche mil y dos», pues allí acudían Balzac, Baudelaire, Nerval y Delacroix a entregarse a los delirios extravagantes del hachís, degustados cual exquisito manjar.

De pie en el rellano, Edouard Kerll era sin duda el único que conocía y gozaba con aquel recuerdo de la historia literaria. Recibía a sus invitados con una sonrisa, saludaba a los hombres con la cabeza, y a las mujeres con una inclinación; había en él una galantería anticuada, un aire de desenvoltura heredada, del que se servía tanto para seducir como para aplastar. El señor Kerll era temido en el mundillo de los marchantes y coleccionistas de arte. Especializado en incunables, ediciones raras y manuscritos de los gigantes de la literatura, se había labrado con gran esfuerzo una posición privilegiada en los ambientes parisienses. Ninguna edición princeps del Renacimiento, ningún manuscrito inédito, escapaba a su olfato comercial. Entre los parientes de escritores, entre los avispados coleccionistas, era sabido que cuanto pasaba por sus manos se transformaba en oro. En pocos años había revolucionado el mercado de libros y manuscritos, vendiendo a japoneses, ávidos de invertir, autógrafos de Proust, y a fondos de pensiones norteamericanos ediciones originales de André Breton ilustradas por Picasso. De ahí procedían su fortuna y su reputación, que le permitían alquilar aquel edificio legendario para una velada mundana, la más esperada de aquel comienzo de primavera.

Al igual que los famosos del momento, los periodistas se habían deshecho en mil halagos y lisonjas a fin de ser invitados. Tras la venta del manuscrito de Casanova habían llovido los artículos. Aquellas páginas perdidas hacía más de dos siglos habían desencadenado las pasiones mediáticas. Las mejores plumas de los grandes periódicos se habían prodigado en superlativos, pulido adjetivos, tejido guirnaldas de elogios y parabienes.

Pero las invitaciones hechas por Kerll habían sorprendido; no solo las grandes firmas de la prensa escrita recibieron el precioso ábrete sésamo, sino también otros periodistas menos conocidos, que acudieron sorprendidos de poder codearse con las grandes figuras de la profesión. El lema de Kerll era no descuidar nunca a los oscuros plumíferos cuando presentía que tenían un futuro prometedor. Eso era al menos lo que comentaba un grupo de jóvenes periodistas que, apoyados en una chimenea de frisos mitológicos, fotografiaba mentalmente a los personajes que iban entrando en el gran salón.

De momento, la sala en la que se hallaba el manuscrito permanecía cerrada, custodiada discretamente por dos guardias con esmoquin. Se esperaba la llegada de los dos representantes del Ministerio de Cultura para pasar a los discursos. Edouard Kerll se adelantó lentamente, acompañado de un hombre vestido con un traje de corte impecable. El volumen sonoro bajó de golpe. Todos reconocieron a Henry Dupin, el estilista que había revolucionado la moda femenina, después de mayo del 68, y que ahora vivía recluido en su villa de Niza. Su presencia asombró a los profanos, pero no a los coleccionistas, que conocían la pasión del modisto por los manuscritos literarios. Llevaba treinta años comprando sistemáticamente manuscritos y libros dedicados. Su colección privada de obras de Cocteau superaba la de cualquier biblioteca pública. Pero desde hacía unos años lo apasionaba la literatura del siglo XVIII. Se murmuraba que poseía una carta inédita de Rousseau sobre la homosexualidad y un fragmento desconocido de Las amistades peligrosas. Se contaba sobre todo que había sido el principal postor del manuscrito de Casanova y que su derrota lo había afectado. Aun así, allí estaba, muy erguido pese a su edad, con su mirada penetrante tras sus gafas de concha, escuchando en silencio las palabras que le susurraba al oído el librero.

—Señoras y señores —sonó una voz en la otra punta de la sala, en un estrado—; señoras y señores, por favor, un poco de silencio. Dentro de unos minutos nuestro anfitrión mandará abrir el salón donde está, debidamente protegido, el manuscrito inédito de Giacomo Casanova. Ese monumento desconocido de la literatura que nuestro amigo Edouard Kerll acaba de adquirir…

—… de adquirir —interrumpió el librero— para un cliente que desea permanecer en el anonimato y que ha tenido la bondad de desprenderse momentáneamente de este excepcional manuscrito para permitirme exponerlo en esta velada única.

El presentador de televisión que había tomado la palabra aplaudió frenéticamente, seguido al punto por todos los invitados.

—Doy las gracias sinceramente, en nombre de los aquí presentes, a este mecenas que, espero, ofrecerá pronto a todos los admiradores de Casanova, que son legión en todo el mundo, una edición digna de ese nombre de estas memorias inéditas.

Una nueva salva de aplausos se levantó en la sala.

—Y ahora, querido Edouard, el momento que todos esperamos…

Se produjo un rumor de agitación en la entrada. Relampaguearon algunos flashes. Con un movimiento unánime, los rostros se volvieron para ver cómo un vestido rojo escarlata surgía de la multitud. Precedida de unos guardaespaldas vestidos de negro, la figura se abrió paso entre la gente, mientras su nombre corría como la pólvora de boca en boca. Era la última sorpresa de Edouard Kerll: la actriz francoespañola Manuela Real; su sonrisa angelical y su busto provocativo serían al día siguiente portada de todas las revistas del corazón.

En el estrado, el presentador estrella supo que debía improvisar.

—Señoras y señores, pido un aplauso para…

Una ovación cerrada atronó en la sala. La actriz saludó con la mano en el corazón y con los ojos súbitamente velados por lágrimas de circunstancias.

—Gracias de todo corazón, Manuela, gracias por su presencia. Gracias… Y ahora…

Un clavicémbalo, al que enseguida se unieron unos violines, empezó a sonar. Las notas de un concierto de Vivaldi recorrieron el recinto, primero rápidas como una ráfaga de viento, luego más graves, conforme los acordes de un violonchelo marcaban el ritmo de una melancólica melodía.

Edouard Kerll hizo una seña a los guardias. La música se interrumpió, todas las conversaciones cesaron, como al conjuro. La gran puerta de doble batiente se abrió y un chorro de luz amarilla surgió de alguna parte.