Marcas salió de la boca de metro de la estación de Austerlitz y se dirigió hacia el puente que llevaba a la Rive Droite del Sena.
Visitar el instituto forense para ver el cuerpo de la víctima le hacía poca gracia. Hizo una mueca al pensarlo. A primera hora se había reunido en su pequeño despacho provisional con sus dos hombres y la jornada se anunciaba ardua: tras el instituto forense, el domicilio del ministro, la familia, luego de nuevo al despacho. Si todo iba bien, al día siguiente iría a ver al ministro a la clínica de Louveciennes. Y todo concluiría. Este caso ya no le gustaba y se sorprendió rogando que el forense cerrara su informe con conclusiones triviales. Había cambiado de idea en una sola noche.
«Te vuelves ciclotímico».
El tráfico producía un molesto estruendo para los transeúntes, que se apresuraban por la parte reservada a los peatones. Hacía meses que él dejaba el coche en el aparcamiento cuando tenía alguna cita en el centro de París. Ni siquiera la sirena servía ya en ciertas partes de la capital, completamente embotelladas por la construcción de carriles de autobús. Al principio, como todo los parisienses, había renegado de esta minirrevolución, pero luego, a regañadientes, empezó a usar el transporte público. Para gran sorpresa suya, le había tomado cierto gusto. Él, que llevaba años sin usar el metro, se sorprendía de ver lo bien que se las apañaba con transbordos, conexión de líneas y calculando cuál era el trayecto más corto.
Cruzó rápidamente el puente de Austerlitz y vio abajo, a la derecha, el edificio de ladrillo del instituto forense.
Instituto de medicina legal…
«Un nombre serio, neutro, administrativo, que sonaba mejor que “depósito de cadáveres”, con una sucesión efe cadáveres congelados y autopsias poco apetecibles».
Marcas echó a andar por el quai de la Râpée y luego se desvió hacia la place Mazas, donde se hallaba la entrada del venerable instituto. Despachó rápidamente las formalidades y en menos de diez minutos lo condujeron a la sala de reconocimiento, donde un empleado hizo rodar ante él una camilla cubierta con una sábana azul y destapó el rostro de una mujer.
Marcas se acercó al cuerpo. No le gustaba el contacto directo con los cadáveres refrigerados. Si bien no experimentaba repulsión alguna por los cadáveres hallados en el lugar del crimen, como si una porción de vida persistiera aún, en el depósito de cadáveres tenía la irracional sensación de que en ese lugar frío y aséptico pasaban definitivamente al otro mundo.
Perplejo, observó a la víctima. Al principio creyó que se trataba de un efecto de luz, pero luego, al cambiar de posición y ponerse frente a la camilla, se quedó estupefacto. Era la primera vez que veía a un muerto sonreír o al menos esbozar lo que parecía una sonrisa. El bello rostro oval finamente cincelado presentaba una expresión de dicha inefable, como si los músculos de la boca se hubieran quedado petrificados en el momento de morir.
—Dios, qué bella es la muerte. No recuerdo al autor de esta cita.
Marcas se sobresaltó y se volvió. Un hombre de mirada penetrante, algo encorvado, con bata blanca, estaba justo a sus espaldas. No lo había oído llegar. La etiqueta de la bata indicaba que era un tal doctor Pragman. Marcas reconoció el nombre del forense que había practicado la autopsia.
—Buenos días, comisario. Espero no haberle hecho esperar mucho.
Marcas estrechó la firme mano que le tendía el médico.
—No, estaba contemplando a esta joven. Si no fuera porque está lívida, se diría que va a despertar de un momento a otro.
—Ah, lástima, y crea que lo siento. Era una mujer bonita que tuvo una bonita muerte.
—¿Por qué lo dice?
El forense abrió un sobre de plástico que colgaba de un barrote de la camilla y sacó una carpeta azul. Se puso unas gafitas rectangulares y leyó en voz alta:
—Le ahorraré los detalles de la autopsia e iré directamente a la conclusión provisional. Esta mujer ha muerto de un derrame cerebral, muy probablemente como consecuencia de una relación sexual intensa. Es bastante raro en mujeres, pero puede ocurrir. Sin embargo…
El doctor Pragman buscaba las palabras.
—¿Sí?
—Sin embargo, no presenta las señales habituales de que el corazón haya sufrido también una acumulación de sangre, como si hubiera explotado por dentro, aunque sin provocar sufrimiento traumático. Es muy curioso.
Marcas se impacientó.
—Doctor, lo único que me importa es saber si ha sido asesinada. Según usted, ¿es el ministro culpable de la muerte de esta mujer?
El semblante del médico se ensombreció.
—Ustedes los policías siempre con prisas… Diría que no, es casi imposible.
Marcas emitió un suspiro de satisfacción.
—Menos mal. Sus conclusiones permitirán al juez autorizar la inhumación del cadáver y cerrar el caso. No sabe cuánto me alegro. No hay motivo para una crisis de gobierno. Caso cerrado.
Sentía cierta vergüenza de despachar el caso del ministro con tanta rapidez, pero la idea de librarse de aquel caso le procuraba un gran alivio. La investigación preliminar se cerraba antes de haber comenzado. Podría volver a sus obras de arte falsas y quizá irse de vacaciones a Argentina. Iba a despedirse del forense cuando advirtió que este no tenía intención de moverse.
—¿Algo más, doctor Pragman?
—Quiero hacer exámenes adicionales.
—¿Por qué? ¿No está clara la causa de la muerte?
—Lo único que he dicho es que, muy probablemente, e insisto en esta palabra, el ministro no es responsable de la muerte de esta mujer, pero debo hacer pruebas toxicológicas y biológicas. Este fallo cardíaco me parece sospechoso.
Marcas sintió que lo invadía una rabia sorda. Mientras el forense no hiciera un informe definitivo, la investigación preliminar seguía abierta.
—Sin querer meterle prisa, pero ¿cuánto tardará?
—No lo sé. Tres, quizá cuatro días, en todo caso no antes de la semana que viene.
—Sabrá usted que este caso se sigue en las altas esferas y que todo el mundo está impaciente por verlo resuelto. Tengo encima al Ministerio del Interior, al presidente y al primer ministro. Y un ministro se está pudriendo en un psiquiátrico…
—Lo sé —lo atajó el médico—, pero no pretenda enseñarme mi oficio. Ya nos hemos visto en otros casos delicados. En estos casos, las conclusiones de la autopsia pueden ser cuestionadas, la familia de la víctima podría recurrir y yo me encontraría en medio de una batalla jurídica interminable. Y todo ello por haberme apresurado a petición de un policía obediente. Así que se lo ruego, comisario, ahórrese sus consejos políticos. Que pase un buen día.
El doctor Pragman dio media vuelta y dejó a Marcas solo con el cadáver en la gran sala vacía. La reacción del forense lo había enfurecido. «Obediente».
La manera en la que el médico había pronunciado esa palabra rezumaba un desprecio gélido. Se atrevía a tratarlo como a un funcionario servil, a él, que se había labrado una reputación de integridad intachable. ¿Quién era él para tratarlo así? Marcas echó un último vistazo a la joven y se apresuró a abandonar el instituto forense.
Se había levantado un viento que barría los desechos de las aceras. Marcas caminaba a paso ligero, pensativo. Se sentía terriblemente ofendido por el hiriente comentario del forense y por un momento pensó en vengarse comprobando si en su expediente había algún asunto sucio que echarle en cara la próxima vez que se vieran. Dio una patada a una caja de cartón, pero eso no aplacó su ira.
«Primero el consejero del ministro con su numerito de los Buttes-Chaumont, y ahora el médico arrogante. Mal vamos».
De todos modos, ya nada iba bien en la vida de Marcas. Desde que rompió con Jade[2]. Se habían amado, pero después de varios meses de vida en común el idilio acabó mal. Ella era demasiado independiente, demasiado segura de sí misma, demasiado bella, demasiado contestataria, demasiado distinta. Demasiado para Marcas, que no sabía convivir con mujeres así. Su unión se había empantanado en las arenas movedizas de las pequeñas mezquindades cotidianas, por lo que de mutuo acuerdo procedieron a una separación reparadora. Ella aceptó un empleo en la Embajada de Francia en Washington y una noche lo dejó solo en su amplio apartamento de la parisiense rue Muller.
Insidiosamente, el rencor y las dudas le amargaban la vida. Su médico, hermano masón, le había aconsejado tomarse unas vacaciones y someterse a una cura de Prozac, pero tiró la caja a la basura tres días después de experimentar los primeros efectos. Su trabajo ya no lo satisfacía como antes y hasta las sesiones de la logia lo dejaban vacío y desganado.
No podía seguir así y, a sus cuarenta y un años, pensaba seriamente en someterse a una terapia psicológica. «¿Debía elegir a un psicólogo francmasón?». La pregunta le parecía a la vez absurda y llena de sentido. Solo un hermano podía comprender la importancia del trabajo de desarrollo personal que se llevaba a cabo en el templo. Si tuviera que explicar a un psicólogo profano que estaba tratando de transformar la piedra bruta en piedra cúbica, no acabaría nunca. ¿Existía, por otra parte, una terapia específica para masones? Se lo preguntaría muy en serio a su Venerable.
El viento, que soplaba cada vez más fuerte, creaba ondas en la superficie gris del Sena. Unos obreros trataban de cubrir con una lona un montón de arena. Un panel de señalización marítima se desprendió de su fijación y voló hacia el quai de Austerlitz.
Marcas avanzaba con dificultad, inclinado por el ímpetu del viento. En la otra punta del puente, en sentido contrario, una mujer embarazada caminaba con cuidado, por miedo sin duda a caerse.
Finalmente, la joven no pudo resistir el embate del viento y cayó al suelo a dos metros de Marcas, en la calzada, al tiempo que un escuter de reparto llegaba a toda velocidad. La mujer gritó, el conductor de la moto dio un frenazo y, derrapando, chocó contra el parapeto. Marcas corrió hacia la viandante tirada en el suelo, mientras otro peatón desviaba por señas la circulación. La ayudó a levantarse; parecía que no tenía nada.
—Gracias, ¡qué miedo!
—No hay de qué. ¿Está bien?
La futura madre sonrió.
—No es nada.
Una voz cascada sonó tras ellos.
—¡Eh, so puta, la próxima vez mira por dónde vas! Me ha abollado la moto. Los días de viento a las preñadas habría que prohibirles ir por la acera.
El repartidor, un tipo barrigudo, prematuramente calvo, trataba de levantar la moto.
Marcas dejó a la transeúnte reponiéndose y dio un paso hacia él.
—Podría usted ser más amable.
—¿Acaso hablo contigo? ¡Pues no me toques las pelotas! Estoy currando.
Marcas se dio cuenta con fruición de que había encontrado un desahogo a su cólera. Agitó la placa ante la cara del repartidor.
—¿Sabes qué te digo? Que voy a arrestarte por insultar a un miembro de la fuerza pública e intento de agresión contra una persona indefensa.
El repartidor palideció bajo el casco y soltó la moto.
—Lo siento, lo siento… No sabía…
Marcas lo agarró por la solapa de la cazadora.
—Ahora vas a pedir perdón a la señora y ayudarla a cruzar el puente. Hay que acompañar al futuro que viene. Luego, si quedo satisfecho, dejaré que te vayas. ¿Estamos?
—Sí, sí, señor…
—¿Señor qué? —replicó Marcas con voz gélida.
—Señor… esto…
—Se dice: señor comisario.
—Sí, señor comisario.
—Pues vamos, soy demasiado bueno.
El repartidor tomó del brazo a la joven, que dirigió a Marcas una magnífica sonrisa de agradecimiento.
El incidente había aplacado su cólera. Poco a poco fue calmándose.
«La pagas con un pobre repartidor, abusas de tu autoridad con un guardia de parque. Marcas, cuanto más viejo más pellejo».
Recorriendo el quai, pensó en la conversación con el forense. Pragman tenía razón.
Descuidaba su trabajo, y lo peor era que no lo hacía por servilismo, sino por egoísmo; ya no quería complicarse la vida, ni más ni menos, y olvidaba la razón por la que eligió hacerse policía: para vivir una vida menos monótona, hacer prevalecer la justicia, ayudar a mejorar la sociedad. Un ideal en desuso, pomposo, pero real; el mismo ideal que lo movió a entrar en la masonería y «edificar templos a la virtud y lúgubres prisiones al vicio».
Pensó en la muerta, en aquel rostro que la muerte había fijado y que se descompondría muy pronto en una tumba solitaria; olvidada de los hombres y de la justicia, todo porque él, Marcas, quería irse de vacaciones cuanto antes y evitar quebraderos de cabeza en su miserable vida de poli.
Se sintió furioso contra sí mismo por haber faltado a su compromiso. Dejaría para el día siguiente la visita al ministro en la clínica. Sacó el móvil y llamó a su despacho provisional del quai des Orfèvres.
Contestó uno de sus hombres.
—¿Sí?
—Reunión mañana a las ocho.
—Hemos ido a ver a la familia de la joven. Yo…
—Ya me informarás mañana, yo voy a la casa y al despacho del ministro. Voy a allanar moradas.
—¿Cómo dice?
—Nada. Estaba riéndome de mí mismo.