Capítulo 11

Thomas le tenía cogida la mano mientras cortaba la tarta de boda ante los invitados. Unos niños vestidos de blanco correteaban alrededor. La orquesta atacó una canción escocesa. Thomas la tomó por la cintura y empezaron a bailar lentamente ante la mirada enternecida de toda su familia. Estaba también su abuelo, muerto hacía diez años, pero siempre le había dicho que asistiría a su boda. Los suyos estaban presentes y la contemplaban con amor… No hallaba palabra mejor para describir la bondad de sus miradas. Incluso su padre, que siempre la sermoneaba por la vida que llevaba, le sonreía, y su madre, a su lado, lloraba de emoción… Ya no la juzgaban. Por fin. Ella danzaba cada vez más rápido entre los brazos protectores de Thomas, abandonándose sin reservas a la dulzura de los besos que él le daba. Sus ojos brillaban de alegría. Era el momento más maravilloso efe su vida y no debía terminar nunca.

Sin embargo, el ritmo de la orquesta empezó a decrecer, la música fue cesando. Las luces se apagaron una tras otra, los rostros se difuminaron en la penumbra, sus padres, sus amigos, desaparecieron uno tras otro. La angustia la embargó. Thomas se desvanecía en una neblina, el estrechamiento de sus brazos aflojaba…

Se vio ante el gran espejo de la sala de baile, danzando sola en su precioso traje centelleante. Y lloró. Te quiero…

No despertar nunca más. Los visillos amarillos y sucios seguían allí. Rompió a llorar como cuando era pequeña. Quería que todo el mundo fuera amable con ella. No había hecho nada malo.

Al cabo de un rato de llanto entrecortado por pérdidas de conciencia, empezó a volver en sí. ¿Cuánto tiempo había dormido? No lo sabía. Bebió un vaso de agua que habían dejado a su lado. Cuando trataba de levantarse, la puerta de abrió y un fuerte olor a cebolla cocida penetró en la estancia.

Giuseppe cruzó la estancia y se sentó en la cama. Tenía una expresión despavorida. Anaïs se quedó mirándolo.

—¿He dormido mucho?

—Toda la tarde. Van a dar las siete. Hemos ido donde usted decía.

—¿Y?

—Está lleno de policías, ambulancias y periodistas. Tenía usted razón, todo ha ocurrido como nos contó. Las hogueras seguían allí… y lo que quedaba de los cadáveres quemados.

La joven exclamó:

—¡Lo sabía, no estoy loca!

—La policía ha acordonado la zona. Han interrogado también a mi padre para saber si había visto forasteros, una forastera.

—¿Y bien?

—No ha dicho nada.

Anaïs se incorporó de golpe.

—Pero ¿por qué? Soy una testigo capital.

—Usted no lo entiende. Los policías están buscando a los propietarios de la Abadía; al parecer un pastor vio a una mujer como usted que corría a campo traviesa. Los periodistas han divulgado esta información.

—Pues claro, iré a contar a la policía lo que ha pasado.

—No es tan simple. Mi padre ha oído cómo dos policías hablaban largo rato con un hombre que estuvo implicado en el suicidio de la hija de don Sebastiano. Fue el mismo hombre, un notario de la región, quien entonces echó tierra al asunto. Se lo veía a menudo en la Abadía.

—¡Tienen que interrogarlo!

—Sigue usted sin entender. Esos dos policías fueron los encargados de investigar el suicidio. Todo el mundo sabe que ese hombre los untó para que miraran hacia otro lado. Ni siquiera don Sebastiano pudo hacer nada.

Anaïs se dejó caer en la cama.

—Policías corruptos… ¡Lo que faltaba!

—Si la encuentran corre usted peligro. Ocurren accidentes… y nadie hará preguntas. Por suerte…

La joven lo escrutó con estupor.

—Por suerte ¿qué? No esperaba volver a oír esa palabra.

—Mi padre quiere ayudarla. Ha comprendido su error y ha pedido ayuda a don Sebastiano, tras contárselo todo. Lo que quiere decir que también hay que…

De pronto Anaïs entendió.

—Hay que…

—¡Huir, sí! ¡Y lo antes posible! Se dice que cualquier información sobre usted tendrá su recompensa. Ya han puesto precio a su cabeza.