Capítulo 10

Dionisos dio inicio a su ritual privado. Encendió primero la lámpara de noche que tenía a la izquierda de su mesa, una lámpara de madera blanca y de metal enroscado con un globo de cristal ahumado que atenuaba la demasiado viva luz eléctrica. Luego encendió la vela de la derecha, en su palmatoria de cobre. El único recuerdo que conservaba de la Abadía. Por último posó la diestra sobre el libro.

Según la explicación del experto, fue encuadernado en Viena a finales del siglo XVIII, sin duda por un italiano. El cuero era tafilete de color burdeos de granulado casi imperceptible. Había que cerrar los ojos para notar en los dedos la ínfima irregularidad de la textura. Una piel cálida y suave al tacto. Con el índice izquierdo, el maestro recorrió el lomo. No había ningún título grabado, ni el nombre del autor, tan solo un simple hilo de oro que serpenteaba a lo largo del lomo. El encuadernador se había limitado a ese único ornamento. Una sobriedad que sorprendía cuando se conocía el poder de las frases que encerraba aquella delgada cubierta. Un arte sencillo para despertar el deseo.

El deseo de leer a Casanova.

Castillo del Dux,

Bohemia

2 de abril de 1798

Tengo setenta y tres años. Cuando me miro en el espejo, veo a un viejo sin dientes, con una peluca caediza, de sonrisa amarga. No queda ya nada del hombre que fui. Hace cinco años, el 13 de septiembre de 1793, al levantarme de la cama, pensé en suicidarme. Ese día me vi como era: un desecho de la vida, un escritor sin público, un parásito social, sin familia a la que amar, sin un amor que esperar. Ese día tendría que haberme matado. No lo hice, cogí pluma y papel y escribí. Escribí que quería morir, y al expresar esta profesión de fe, mi deseo de acabar con mi vida desapareció. Hoy vuelvo a tomar la pluma, pero por otra razón. Sé que voy a morir. Mi aliento es débil y mi cuerpo sin fuerzas se niega a moverse. Solo, espero en mi cama que sobrevenga el instante supremo. Solo una cosa pido a Dios, esté donde esté: que me dé aún fuerzas para dar término a la tarea que me he propuesto a fin de que mi alma y mi conciencia reposen en paz.

Que el Gran Arquitecto no dé aún por cumplido el plan del destino y que el Oriente eterno no abra las puertas del olvido hasta mi hora cierta. Quiero decir… [pasaje tachado]…Al día siguiente de mi desgracia llamaron a mi puerta dos hombres vestidos de negro a los que reconocí enseguida como a los testigos del conde de Terrana. Introducidos de inmediato, me preguntaron por mis intenciones. Respondí que estaba a su disposición.

—No dudamos que es usted un hombre de honor y está dispuesto a reparar con las armas la injuria mortal que ha hecho a la casa de los Terrana.

—Señores, no considero que haya deshonrado a la joven de que aquí se trata, pero acepto las condiciones que su hermano, el conde de Terrana, tenga a bien imponerme.

—Un duelo, a diez pasos, con pistola.

—¡Pero es un duelo a vida o muerte!

—El conde de Terrana no aceptará otra cosa.

—Entonces digan a monseñor que no le negaré el obtener satisfacción.

—¿Mañana por la mañana le parece bien?

—Estaré listo al amanecer.

—Monseñor le enviará su coche.

Los dos testigos se despidieron. Miré el reloj de péndulo que acababa de sonar en la chimenea. La entrevista que había de decidir mi vida no había durado más de cinco minutos.

Aquella noche decidí no salir. Aunque todos mis hermanos de Madrid me enviaron a sus criados con una invitación a cenar, rehusé; quería estar solo para ordenar mis asuntos. En realidad lo que quería era mirar el espejo de mi alma. De hecho, no me preocupaba morir, siendo como soy un filósofo por naturaleza y reflexión, pero otro miedo, mucho más angustioso, me encogía el corazón. Por primera vez en mi vida no había sentido deseo. Por primera vez en mi vida, ante el cuerpo desnudo de una mujer, el mío se abstuvo. Y no sabía por qué.

Vi llegar a lo lejos una berlina de seis caballos precedida de dos palafreneros y seguida de dos ayudas de campo. En cuanto el coche se detuvo ante mi puerta, bajé deprisa del tercer piso en que habitaba y vi al conde acompañado de dos testigos sentados delante. Me abrieron la portezuela, uno de los testigos me cedió su lugar. Tomé asiento y partimos. Nadie decía nada. En esos momentos un hombre debe recogerse en sí mismo. Creí oportuno, con todo, declarar una vez más mi inocencia.

—Monseñor, sin que lo que voy a decir cambie mi determinación de batirme con usted, le ruego crea que he respetado la inocencia de doña Anna, su hermana.

La expresión de mi semblante era tan sincera que pareció turbado.

—Sin embargo, lo han sorprendido en la alcoba de mi hermana, a una hora y en una posición que no dejan lugar a dudas.

—No niego, monseñor, haberme sentido subyugado por la belleza de doña Anna y haber tratado de demostrarle mi amor, pero…

—¡En estas cosas no hay peros que valgan, señor! ¿Niega usted que estaba desnudo? ¿Niega usted, que Dios la perdone, que mi desdichada hermana se hallaba también en el simple vestido de Eva?

La verdad brotó de mis labios, por vergonzosa que fuera.

—Precisamente, monseñor, tantas gracias me…

No pude concluir, pero el conde palideció; había entendido.

—Y créame, monseñor, que esta confesión de mi impotencia me resulta de lo más dolorosa.

—¡Basta, señor, no quiero saber más! Debería usted avergonzarse todavía más por no haberse portado como un hombre.

El insulto me hizo apretar la empuñadura de mi espada. La berlina se detuvo, sin lo cual mi honor ultrajado me habría llevado, creo, a los peores extremos.

Llegados al lugar, me despojé de mi chaqueta y empuñé la primera pistola que se me ofreció. El conde cogió la otra. Viendo mi resolución, palideció; luego se quitó la camisa y me mostró su pecho desnudo. También yo le mostré el mío, y retrocedí cinco o seis pasos. No podíamos alejarnos más. Al verlo tan decidido como yo a acabar de una vez, le brindé el honor de disparar primero. No me contestó; me apuntó, ocultando la cabeza detrás de la culata de la pistola. Aquella cobardía me disgustó. En el mismo momento en el que él disparaba abrí yo fuego.

Cuando lo vi caer me abalancé hacia él. Yacía en el suelo con el pecho abierto y ensangrentado. Quise ayudarlo a levantarse, pero él exclamó:

—No lo haga. Se ha comportado usted como un hombre de honor. Pero no olvide que es un extranjero, y además francmasón; mis amigos no lo perdonarán. ¡Abandone ahora mismo la ciudad y no se preocupe por mí!

Aquella misma tarde partí hacia Granada.

Sonó el teléfono. Dionisos interrumpió la lectura.

—¿Tiene usted más noticias?

—Los medios de comunicación italianos confirman que un discípulo escapó de la hoguera. Una mujer sin duda, visto que el número de víctimas de su mismo sexo es inferior.

Silencio.

—Se la considera una testigo clave y quizá una cómplice.

El maestro tomó el libro y acarició suavemente la piel de la cubierta.

—Los caminos del destino son inescrutables.