Capítulo 9

—Hermanos míos, preparémonos, vamos a hacer renacer la cadena de unión rota por la muerte.

Resonó un mazazo.

—¡En pie, hermanos!

Lentamente, de hermano en hermano, la cadena de unión se rehízo.

—Hermanos míos, nuestra cadena ha vuelto a formarse. Mostrémonos a la altura de aquellos a los que lloramos, volvámonos sin miedo al Oriente eterno.

El primer vigilante tomó la palabra.

—El miedo es una de las causas de la infelicidad del hombre.

El segundo vigilante añadió:

—Solo la fraternidad puede devolver al hombre a sí mismo.

No era la primera sesión fúnebre a la que Antoine asistía. Sin embargo, la ceremonia lo emocionaba. Aquellos hombres que, sin la masonería, nunca se habrían conocido, se sentían allí en una comunión perfecta. Un mismo fervor se adivinaba en la gravedad de los semblantes; todos estaban concentrados en el desarrollo preciso e inmutable de la tenida. Decididamente, lo sagrado no residía solo en las iglesias. Se revelaba dondequiera que unos hombres se congregasen para buscar una verdad superior.

De esa opinión era también Anselme, que veía en la profusión anárquica de sectas una necesidad imperiosa de lo sagrado.

Un profundo deseo de espiritualidad que las sociedades de consumo eran incapaces de satisfacer, cuando no agravaban el Mal.

En este caldo de cultivo materialista del consumo desenfrenado era donde las sectas prosperaban, falsas rosas en un montón de estiércol. Y los grupúsculos sectarios conocían también la ley de la competencia. Una rivalidad despiadada entre gurúes, magos y otros guías espirituales; una oferta constante de misterios, cultos y devociones herméticas. A tal punto que ciertas sectas resultaban peligrosas a fuerza de encerrarse en sus propias verdades. Una paranoia que culminaba en prácticas aberrantes y hasta en homicidios colectivos.

El venerable maestro se puso en pie.

—Hermano gran experto y hermano maestro de ceremonias, rodeen la tumba simbólica.

Los dos oficiales ocuparon sus puestos. El Venerable continuó:

—Francmasones, extendamos la mano hacia el lugar que ha dejado nuestro hermano Anselme. Solemnemente, comprometámonos a mantener unida nuestra cadena y a trabajar sin descanso en la armonía universal.

El Gran Experto se volvió hacia Oriente.

—En nombre de todos los hermanos presentes, lo prometo.

—Tomo nota efe vuestra promesa —contestó el Venerable.

Marcas recordaba una cita de Paul Valéry que Anselme le había enseñado después del divorcio. «Don Juan buscaba a las mujeres y el amor de las mujeres no por el placer en sí mismo, ni por gozar de la victoria… Sino porque sentía, y quizá sabía, que los primeros momentos del amor, los primeros momentos después del triunfo, engendran en el ser una energía de calidad suprema, una especie de embriaguez y de juventud que hacen la vida ligera y poderosa, el espíritu brillante, el alma extrañamente agradable a sí misma».

En broma, había repetido para sí mismo esta frase cien veces por consejo de su mentor, como una lección escolar. Anselme veía en ella un sentido profundo que Marcas se veía incapaz de explicar.

¿El poder del amor? Antoine sonrió para sus adentros. Comprendía que Anselme se hubiera lanzado a tal aventura. Después de todo, el deseo de comprender mejor su destino, de darle un sentido que lo aclarase y lo trascendiera, era una noble aspiración. Pero a él, Marcas, ¿qué le quedaba?

El venerable maestro dio un mazazo, que los dos vigilantes repitieron.

—Hermano primer vigilante, ¿a qué hora concluyen los francmasones sus ceremonias fúnebres?

—Al rayar el día.

—¿Qué hora es, hermano segundo vigilante?

—La hora en que aparece la aurora.

—Puesto que es la hora…

La sesión fúnebre había concluido. Los hermanos se pusieron de pie para dar el último adiós. A coro, mientras el mazo se abatía tres veces, una palabra se repitió en el templo:

—¡Esperemos! ¡Esperemos! ¡Esperemos!

Las luces se apagaron.

Ahora Marcas sí estaba solo.