Capítulo 8

«¡Qué locura! ¡Escapar de la muerte para acabar violada por unos campesinos sicilianos! Estos paletos me toman por una puta». Lo absurdo de la situación había agotado el caudal de emociones. Por primera vez desde que había despertado la razón se imponía.

El miedo se atenuaba. Acostada desnuda ante aquellos desconocidos, vulnerable, trataba de encontrar en su mente una solución para salir de aquella interminable pesadilla. El hombre de la pipa parecía coriáceo y difícil de convencer. Y encima sus ojos, cuando la miraba…

Se incorporó en la cama y procurando emplear un tono reposado dijo:

—¿Qué debo hacer para que me crea?

Un silencio violento acogió su pregunta. La anciana había acabado de prodigarle sus cuidados y escurría el trapo sucio en la palangana gris. Giuseppe miraba una y otra vez de reojo al hombre, que acababa de correr los visillos con gesto brusco.

—No tengo ningún documento aquí, pero puedo darles detalles, el lugar en el que he estado estos días, la gente con la que estaba, yo…

Zitta, puttana! —espetó el hombre mayor con voz brutal.

Giuseppe parecía cada vez más incómodo. Echaba a Anaïs miradas de impotencia.

—Dice que habla usted demasiado para ser una…

—… una puta, ¡entiendo, gracias!

—Mire, él no es malo, pero en su posición, si la gente se entera de que ha socorrido a una mujer como usted, sería considerado un acto de guerra contra las familias que trafican con ellas. No puede permitírselo.

—¿Y por qué no me deja que me vaya, sencillamente? Aquí nadie me conoce. Yo desaparecería y listo.

—¡No es tan sencillo! Los pastores que la han recogido la han visto… así vestida. Y se comentará en todo el pueblo.

Anaïs suspiró. No veía cómo volver la situación a su favor. La vieja se había levantado y había dejado la palangana junto a la pared; era la única que parecía comprensiva. Anaïs se dirigió a ella, suplicante:

—Señora, por favor, ayúdeme; usted es una mujer, debe creerme.

La vieja se acercó al joven murmurando algo en italiano.

—¿Qué dice?

—Que es usted una joven muy guapa para sufrir tanto y que rezará por usted. Pero no hará nada más, no es más que una criada. Dice que le ha echado un somnífero en el vaso, que le hará bien.

Todo estaba contra ella. Anaïs se sentía de nuevo acometida por la desesperación como una ola que fuera a tragársela para siempre. Rompió a sollozar. Todo afloró de nuevo; la cara de Thomas bailaba ante ella, todos aquellos momentos de felicidad idos para siempre. Y Dionisos, al que tanto admiraban y que los había traicionado para entregarlos a las llamas de la muerte. Se derrumbó en la cama; sus fuerzas empezaban de nuevo a flaquear.

De repente, la vieja exclamó algo, acercó la mano al cuello de Anaïs, de un tirón le arrancó un fino collar y lo agitó con una energía insospechada para una mujer de su edad. El hombre de la pipa se le acercó frunciendo el ceño. Cogió el collar, del que colgaba un símbolo de alabastro, y lo contempló con aire reflexivo echando ojeadas a Anaïs. Se volvió hacia su hijo y le susurró algo al oído.

—Quiere saber quién le ha dado este collar —dijo Giuseppe.

Anaïs juzgó la pregunta grotesca y contestó con voz fatigada:

—¿Para qué? ¿Quiere venderlo? Dígale que no vale nada.

El hombre se acercó a ella y se dejó caer en la silla. Sus ojos parecían traspasarla. Anaïs percibió un leve olor a piel curtida.

—¡Contéstele, rápido!

—El dueño de la Abadía nos dio uno al llegar. Es un símbolo egipcio, un ojo de Horus. Parece ser que trac suerte.

Lo dijo consciente de qué ridícula sonaba la respuesta. El hijo fue traduciendo.

—¿Quiere saber qué abadía?

—Es el nombre del paraje, cerca de Cefalú, donde he estado…

El hombre lanzó una maldición, escupió al suelo como si ella hubiera proferido un insulto y se levantó bruscamente. Anaïs se sobresaltó.

—¿Qué le ocurre?

—Conoce muy bien ese lugar. Es la morada del diablo.

Anaïs esbozó una sonrisa crispada.

—¡El diablo! Sí, precisamente.

—No lo entiende. Nuestro vecino, don Sebastiano, perdió a una de sus hijas hace dos años, la encontraron muerta en el camino que lleva a la casa donde se alojaba usted. Se tiró del acantilado que hay al lado. En la mano llevaba el mismo colgante que lleva usted al cuello. La muchacha tenía quince años y se había enamorado de uno de los que residían en lo que usted llama la Abadía. Don Sebastiano había prohibido a su hija seguir viendo al forastero. Desde entonces es un lugar maldito.

Por primera vez Anaïs vio preocupación en sus guardianes. La cabeza empezaba a darle vueltas, el somnífero surtía efecto. Dijo:

—Dígale que no miento… Si tan mal piensa de los de la Abadía, que vaya a echar un vistazo. Verá que digo la verdad. Yo…

Anaïs no pudo seguir hablando; de nuevo se sentía mareada. Veía las caras borrosas, el colchón parecía ceder bajo su peso, como si quisiera tragársela. Perdió el conocimiento.