Capítulo 7

Dionisos miró por la ventana la llovizna que caía sobre el grisáceo Sena; tiempo normal para la estación, muy lejos de la primavera soleada de Sicilia. Allí, los naranjos daban sus primeros frutos bajo un cielo radiante. Al dejar la Abadía, había echado un último vistazo a los olivares inmóviles en la noche. Un olor acre subía de la playa. Para él no había diferencia: era la misma fuerza que hacía crecer los troncos nudosos del suelo y arder los cuerpos en las hogueras; el mismo poder que él acababa de revelar.

Se le escapó una sonrisa al tiempo que un estremecimiento de calor recorría lentamente su ser. Le gustaba esta sensación de vértigo. Lo buscaban en toda Europa sin conocer ni su nombre ni su rostro. Era el fantasma del Mal absoluto. El que había liderado una secta asesina capaz de quemar a sus discípulos. Los policías no tardaron mucho en recabar testimonios de los lugareños sobre las curiosas actividades de los hombres y mujeres que vivían en la Abadía. En todas las cadenas de televisión del mundo emitían una y otra vez las mismas imágenes de cuerpos calcinados, sirenas estridentes, todo lo que había convertido una playa de Sicilia en antesala del Infierno.

¡El fuego! Había dado a sus discípulos lo que faltaba a sus vidas grises: La llama purificadora y la inmortalidad. Se sintió de nuevo invadido por otra oleada de calor. Conocía esa sensación. Pronto se desbordaría. Solo tenía que quererlo.

Se dirigió a la cámara conectada a una pantalla de plasma. Allí, en la memoria digital, estaba la imagen absoluta, la que despertaría y aunaría a todos los demonios: la imagen de la muerte.

Nadie más había visto aquella cinta. Él mismo la había filmado en la playa, para uso personal.

Se dirigía a la cámara cuando sonó el interfono.

—Una visita para usted. Señor… señor Edouard Kerll.

El librero era puntual, pero el maestro tenía otra cita; consigo mismo.

—Hágale subir. Lo atenderá uno de mis colaboradores.

El maestro pasó a la antesala. Sentado en un sillón de cara a la puerta, un hombre con traje negro se levantó bruscamente.

—Tenemos visita. El librero Edouard Kerll.

—¿Va usted a recibirlo?

—No, no tengo tiempo. Dígale que estoy ocupado.

—Bien.

—Pero me trae un libro. He firmado un cheque, déselo.

—Así lo haré.

Dionisos volvió junto a la pantalla. Las primeras imágenes empezaban a desfilar. Una llamarada roja estalló en un haz de chispas mientras un bulto negro se retorcía en una danza macabra. Sus hombres habían hecho un buen trabajo con la cámara último modelo. Una superproducción que superaba la realidad.

El maestro se llevó lentamente la mano al ombligo. La fuerza iba en aumento. El vientre empezaba a arderle por efecto de un poder ascendente. Una tras otra, las hogueras se encendían en una conflagración de luz. La mano subió hacia el pecho como siguiendo un sendero invisible que se abría paso por el cuerpo. El incendio ocupó toda la pantalla. La mano, con el pulgar alzado, se pegó a la garganta. La fuerza estaba ahí. La que los hombres gastaban sin medida en el acto de amor. La fuerza que él, el maestro, sabía canalizar; solo él.

Durante mucho tiempo había buscado, frecuentado círculos iniciáticos. Pero nada le parecía a la altura de su deseo de absoluto. Hasta el día que… Nunca habría imaginado que la fuerza estaba allí, en la unión de los cuerpos. Una revelación. Desde entonces, había aprendido a dominar ese poder. Había leído, practicado los textos esenciales de la tradición verdadera. Una tradición dispersa que algunos buscadores de absoluto encontraban como un camino recóndito perdido en la jungla de las inquietudes sexuales.

En Oriente, esta práctica, aunque caída en desuso, subsistía aún en ciertos ambientes. Los etnólogos mostraban poco interés por ello. Lo consideraban un mero conjunto heterogéneo de supersticiones. Y lo que en Europa se conocía de la trascendencia del sexo se limitaba a un simple folclore de recetas eróticas. Un Kamasutra para ejecutivos estresados, obsesionados con la impotencia; un consultorio para amas de casa en busca de fantasmas exóticos.

No obstante, también en Occidente se había dado esa misma búsqueda de un amor más allá del acto carnal. El maestro había indagado, desde ciertas enseñanzas de la Cábala hasta la refinada pasión de los amantes de la Edad Media, pasando por las sectas esotéricas de Alemania e Italia. Un laberinto cuyo centro había acabado encontrando. Pero como en la leyenda de Teseo, semejante búsqueda iniciática exigía sacrificio. Para acceder a la verdad del mito, había que matar al Minotauro.

Matar para renacer.

Se hizo la oscuridad en el recinto. En la pantalla de televisión, un ballet simétrico de puntos luminosos desfilaba en silencio. El maestro abrió la puerta de la antesala. El libro que el librero Kerll había traído estaba en el velador de la entrada. Lo acompañaba un sobre.

Como usted sabe, la venta del manuscrito de Casanova ha suscitado en los medios una viva curiosidad. Sé cuánto desea usted mantener el anonimato. Pero si no damos ninguna información, cierto pábulo a los periodistas, nos exponemos a que las autoridades, presionadas, reaccionen y se pregunten por la identidad del comprador. Tampoco yo deseo ninguna indiscreción en este asunto, que debe seguir siendo secreto.

Por eso le propongo que organicemos, en mi nombre, una exposición del manuscrito a fin de satisfacer la curiosidad pública. Tal acontecimiento, que yo mismo prepararía con el máximo esmero, sería la mejor garantía de su tranquilidad…

El maestro dobló la carta. Era una decisión arriesgada, pero necesaria; un hueso que dar a roer al público.

—Llame a Édouard Kerll y dígale que estoy de acuerdo. Que pase a recoger el manuscrito el día de la exposición.

—Bien, maestro. Ahora mismo lo hago. Yo…

—¿Qué?

—En cuanto a lo de Sicilia…

—¿Qué?

—Por la radio dicen que hay nueve víctimas, cinco hombres… y solo cuatro mujeres.

—Puedes retirarte. Yo me ocupo —contestó con calma el maestro.

De pronto, se hizo el silencio en la estancia.