Las paredes del Templo estaban revestidas de colgaduras negras. Ante la mesa del Venerable se veía una calavera sobre dos huesos cruzados a la luz verdosa de una lámpara funeraria. En las columnas, los hermanos, vestidos todos de luto, contemplaban con gravedad el centro del pavimento, donde estaba extendida una sábana oscura ribeteada de blanco y rodeada de tres candelabros con crespón. Lentamente, los oficiales, primero y segundo vigilante, ponían trozos de tupida lana en sus mazos: al golpear, los martillos solo debían producir un ruido sordo en señal de duelo.
Antoine Marcas se había colocado en la columna del Norte. Atraía su mirada un machón triangular hueco, débilmente iluminado por un cirio, en el que había escrito un nombre en letras negras; uno solo.
—Hermano primer vigilante, ¿a qué hora inician los hermanos las ceremonias fúnebres?
—A la hora en que el día se junta con la noche.
—¿Por qué a esa hora?
—Porque es la hora del duelo.
—¿Qué hora es, hermano segundo vigilante?
—La hora del llanto.
La letanía del ritual de duelo proseguiría así. Invariable desile hacía siglos. En primavera, todas las logias debían conmemorar a sus muertos del año, a los hermanos que se habían ido al Oriente eterno, como rezaba la fórmula tradicional. Una ceremonia que equilibraba sutilmente memoria y esperanza, y en la que, excepcionalmente, la familia del difunto estaba invitada. Era la única vez en que los profanos podían entrar en el Templo. Pero en este caso no habría familia. Anselme, el venerable viejo de la logia, muerto de repente, no juzgó nunca conveniente casarse ni tener hijos. Solo sus hermanos lo acompañarían en su postrer tránsito.
Tres mazazos sordos resonaron lúgubremente bajo la bóveda estrellada, a los que al punto hicieron eco los golpes amortiguados de los dos vigilantes.
Todos los hermanos se pusieron de pie, y todos a la vez empezaron a golpearse el brazo con la palma de la mano, acompañando aquel palmoteo uniforme con una sola palabra, repetida sin cesar:
—¡Lloremos! ¡Lloremos! ¡Lloremos!
La ceremonia fúnebre daba así inicio.
Antoine Marcas conocía a Anselme desde hacía años y todo tendría que haberlos separado. El viejo venerable pertenecía a la alta burguesía, tenía un hábil sentido del compromiso humano y sobre todo una pasión desenfrenada por la seducción. Sin embargo, la fraternidad los había unido. Cuando Marcas se divorció, fue Anselme quien le hizo compañía durante los meses sombríos en que el comisario se encontró solo. Una época dolorosa de su vida que resurgía bruscamente. Abogados con prisas, jueces indiferentes y un hijo de nueve años en medio de la discordia y el desastre familiar. Anselme había estado allí, único punto estable en aquel torbellino que destrozaba vidas. Encarnaba la luz de la fraternidad, la luz que todo verdadero masón debe compartir.
—Hermano primer vigilante —la voz del Venerable resonó en el Templo—, ¿están presentes todos los miembros de nuestro respetable taller?
—Hay que averiguarlo, venerable maestro.
—¿Cómo, hermano segundo vigilante?
—Comprobando si nuestra cadena de unión está completa.
Todos se levantaron y se quitaron los guantes. Con los brazos cruzados sobre el pecho, cada uno de los hermanos cogió la mano del que tenía al lado; se formó lentamente una cadena humana que se interrumpió donde solía situarse el difunto: faltaba un eslabón.
El primer vigilante retomó la palabra.
—¡Está rota!
El silencio ritual pareció aún más profundo.
El Venerable preguntó:
—¿Qué eslabón falta?
—El hermano Anselme, que fue el Venerable de nuestra logia.
Marcas contemplaba el hueco en el que había un ramo de flores con una larga cinta negra. Allí se colocaba Anselme cuando se sentaba en las columnas en medio de sus hermanos. De repente, Antoine pensó en una película de Truffaut, El hombre que amaba a las mujeres, y sobre todo en la última escena: el entierro del protagonista, un seductor impenitente. Volvía a ver a todas las mujeres a las que amó y abandonó; reaparecían en el cementerio con un velo negro y se reunían en torno a la tumba unidas por una sola cadena invisible, la del amor que sintieron por el mismo hombre. A ellas tendrían que haber invitado, pensó Marcas, a todas las mujeres de la vida de Anselme; su verdadera familia. «Y él, un experto amante».
Sentado a la izquierda del Venerable, el hermano orador acababa de empezar el elogio fúnebre. Una tradición oratoria, pero que en nada se parecía a lo que podía oírse en el mundo profano, pues solo hablaban de la vida y los trabajos masónicos del difunto. De hecho, como explicaba el hermano encargado del discurso, poco antes de morir, Anselme había empezado una plancha sobre un tema que le interesaba mucho: las sectas y el erotismo.
Antoine alzó la cabeza. Recordaba las últimas conversaciones con Anselme acerca de los suicidios colectivos de sectas. El grupo de Jim Jones en Guyana, la secta de Waco en Estados Unidos, para terminar con las matanzas de la Orden del Templo Solar en Suiza y Francia. En total, varios cientos de muertos. Adeptos manipulados por gurúes paranoicos y megalómanos. Enfermos mentales que arrastraban en su delirio homicida a mentes serviles. Aunque Anselme compartía este punto de vista, pensaba también que esas matanzas contaban casi siempre con el consentimiento de los adeptos. Como si les hubieran insuflado una extraña energía, un poder desconocido que todos compartían. Anselme estaba obsesionado por ese misterio.
Esta cuestión fascinaba al antiguo Venerable. A la vez que su salud declinaba, lo que lo obligaba a abandonar muchos de sus placeres, su mente no dejaba de preguntarse por las sectas y su poder. Y cada vez que se encontraba con Antoine, sacaba el tema.
Un hermano acababa de levantarse; llevaba ramas de acacia que fue repartiendo entre los miembros de la logia.
—Hermanos, es hora de darle el último adiós. Acerquémonos todos al lugar fúnebre y depositemos este ramo, símbolo de nuestra fraternidad más allá de la muerte.
Marcas ocupó su puesto en la cadena que conducía al sitio vacante de Anselme. Algún día sería a su sitio al que hermanos que aún no conocía irían a depositar el ramo del adiós.
En los últimos tiempos Anselme leía con voracidad todo cuanto encontraba sobre sectas. Los libros se acumulaban en su despacho, las notas de lectura, los apuntes. Un trabajo de gran aliento que superaba con mucho los límites de una plancha masónica, sobre todo porque ahondaba en una temática muy determinada.
A Anselme le había interesado toda la vida la cuestión de la seducción, pero su búsqueda había acabado tomando un cariz claramente esotérico. Como si la dimensión amorosa presentara de pronto un aspecto muy distinto. Por momentos, Marcas tenía la impresión de que, llegado al final de su vida, el antiguo Venerable descubría una terra incognita, un continente nuevo cuyas riquezas sabía de antemano que no tendría tiempo de explorar. Tras el amor que había sido la pasión de su vida, parecía percibir otra realidad; intuición sin duda amarga para un hombre que había amado sin más finalidad ni razón que su propio placer. De pronto tomaba conciencia de algo que le hacía adivinar otras vías más allá de la simple satisfacción de sus inclinaciones; otros caminos que, a lo largo de la historia, otras sectas habían explorado con resultados imprevistos. Antoine no acertaba a entender el origen de una curiosidad tan devoradora. Y cuando Anselme le hablaba de determinada secta gnóstica que pretendía santificar el amor mediante prácticas orgiásticas o de una cofradía iniciática que exploraba la vía de la castidad absoluta para alcanzar una iluminación suprema, el comisario, fiel a la razón, no comprendía ni la unidad oculta de tales prácticas ni por qué su amigo sonreía de aquella manera.
Para Marcas, aquello no era sino la última ilusión de un hombre senescente. Pero cada vez que visitaba al amigo, lo impresionaba el afán de conocimiento de su hermano de logia. Y cuando se burlaba de él, le contestaba con una frase terminante: «Ha llegado la hora del destino».