Capítulo 5

—Calma, signorina. Stati tranquilla.

El hombre se había retirado precipitadamente al final del cuarto, tras haberle destapado la cara a Anaïs, y una anciana de pelo plateado le sonreía tratando de tranquilizarla. Anaïs no reconocía sus caras, nunca los había visto en la Abadía. El hombre había encendido una vieja pipa y echaba bocanadas de humo que se elevaban hacia el techo. Un olor ambarino llenaba la estancia, como para dulcificar el espartano ambiente.

La anciana señora alargó su mano apergaminada y le acarició la frente.

Anaïs no entendía lo que la siciliana decía, pero su tono la tranquilizó.

—Non parlo francese. Non lo capisco.

La anciana hizo una seña con la cabeza al hombre.

—Giuseppe.

El hombre miró con aire soñador el cuerpo medio desnudo de Anaïs, tras lo cual, de mala gana, salió del cuarto. La vieja tomó una pequeña palangana que había al pie de la cama y sacó un trapo amarillento empapado en un líquido marrón que olía acre. Delicadamente, dio unos golpecitos en las manos y la pierna de la joven. Anaïs dio un respingo de dolor. El contacto del trapo áspero sobre sus ampollas la dejó sin aliento.

—Me escuece, pare.

Sin hacer caso de sus quejas, la vieja seguía aplicando su cataplasma.

—Calma.

La joven francesa apretó los dientes, por sus mejillas caían lágrimas de dolor. De pronto notó que la cara también le escocía, se llevó la mano libre a la frente y los pómulos. La anciana le dirigió otra sonrisa y, como si adivinara sus pensamientos, cabeceó en señal de negación. Luego, al oír pasos tras la puerta, le tapó el pecho con la sábana.

El hombre de la pipa entró en el cuarto acompañado de un joven alto vestido con vaqueros y un jersey en el que se leía el nombre de un grupo de rock. Este se dirigió hacia la cama quitándose los auriculares, por los que se oía el rítmico zumbar de un bajo. Se sentó a los pies de la cama y cruzó los brazos.

—Me llamo Giuseppe, mi padre ha deducido que era usted francesa. Hablo un poco su lengua, en verano trabajo de guía para pagarme los estudios. Si procura usted hablar despacio, responderé a sus preguntas.

Anaïs esbozó una pálida sonrisa.

—Gracias. ¿Dónde estoy, por favor?

—En la granja de mi padre, a diez kilómetros de Cefalú, al lado de un pueblecito que se llama Santa Rieta. Uno de los pastores la ha encontrado cuando encerraba las ovejas. ¿Qué le ha pasado?

Anaïs dio otro respingo, el líquido que corría por sus heridas inflamaba su piel.

—Tengo que hablar con la policía. Por favor, se han cometido unos asesinatos. Conozco a los asesinos…

Las palabras salían atropelladamente. La garganta se le resecaba al hablar.

—Denme de beber, ¡me muero de sed!

El joven hizo una seña a la anciana, que tomó un vaso de agua que había en la cabecera de la cama y se lo ofreció a Anaïs. El líquido tibio inundó su boca y bajó de golpe a su estómago.

—Más, por favor.

Bebió el segundo vaso más deprisa que el primero y descansó la cabeza en la almohada. Giuseppe le dio unos golpecitos en el pie.

—Lo de la policía no es una buena idea, signorina. Aquí está usted segura. Si hay gente que la persigue, llamar a la policía no es lo más discreto…

—No me entiende, he visto cómo mis amigos morían quemados vivos, ¡hay que arrestar a los asesinos!

El hombre de la pipa masculló unas palabras al muchacho, que se puso tenso al borde de la cama.

—Mi padre dice que es una tontería. Aquí estamos acostumbrados a los asesinatos y lo solucionamos entre nosotros. Me pide detalles. Le aconsejo que le conteste, no tiene mucha paciencia.

Anaïs sorprendió un destello de irritación en la mirada del hombre mayor y comprendió que no tenía nada que perder; aquella gente la había llevado a su casa y la había cuidado. No tenía más remedio que confiar en ellos. Bebió un tercer vaso de agua y contó brevemente lo que le había ocurrido en las horas anteriores a su desaforada huida. Mientras ella hablaba despacio, con lágrimas que de nuevo perlaban sus mejillas, Giuseppe iba traduciéndoselo a sus padres, en un italiano rudo, casi inaudible.

Anaïs interrumpió el relato al ver que el hombre fruncía el ceño y sacudía la cabeza en señal de negación.

—¿Por qué pone tu padre esa cara?

—No comprendo esa expresión, «pone esa cara»…

—Parece que no me cree.

El joven parecía incómodo.

—Cree que es usted una…

—Una ¿qué?

—¡Una prostituta!

Anaïs abrió mucho los ojos y se quedó muda. Se lo esperaba todo menos aquello. El joven se retorció en el extremo de la cama, parecía buscar las palabras mientras su padre hablaba en voz baja.

—Dice que no sabe usted lo que dice. Que se ha inventado esa historia para no denunciar a su proxeneta. Desde el año pasado han llegado albaneses que hacen trabajar a extranjeras con el consentimiento de una de las familias de Palermo que controlan la prostitución. Los albaneses suelen torturar a sus mujeres, las queman para que trabajen más. Encontraron a un par cerca de la ciudad de Bagheria con la cara y el cuerpo desfigurados por quemaduras de cigarrillo. Usted también tiene quemaduras en el cuerpo. Además, cuando la encontraron en el aprisco, llevaba usted una falda muy corta, no es ropa con la que se haga turismo…

Anaïs comprendió al ver la mirada despreciativa del hombre y el apuro del hijo que su historia de piras humanas no los había convencido.

—Pero yo soy francesa. Las prostitutas de las que ustedes hablan deben de ser albanesas o no sé de dónde. Por Dios, usted comprende mi idioma.

—Eso no quiere decir nada, los albaneses traen mujeres de Oriente Próximo o de Túnez, de países donde se habla francés.

Aquellas palabras sonaban duras para Anaïs. No sabía cómo convencerlos de que decía la verdad.

«Qué absurdo, me toman por una puta, tengo que encontrar otra cosa».

—¿Qué piensan hacer conmigo?

Giuseppe desvió la mirada.

—Aquí no queremos prostitutas, deshonran a la mujer. Lo… lo siento. Mi padre no bromea con las cuestiones de honor, y es posible que…

—¿Qué?

El joven miró largo rato a su padre, que lucía una sonrisa torva, y dijo con voz queda:

—Si no consigue usted hacer que cambie de idea, la entregará a sus braceros, y luego a los chulos de usted.