Capítulo 4

… El hombre de la máscara de gorila continuó despedazando el cuerpo ya mutilado de la joven secretaria del médico. Sordo a los gritos ahogados de su víctima, sentía un placer creciente en desgarrar la entrepierna, preparando con ansiedad voluptuosa el momento en el que el ensangrentado filo de la cuchilla acometiera el sexo palpitante. Asesino metódico, dejaría en la carne de la víctima las señales de siempre, a la atención del inspector Hunter, jefe de la brigada de homicidios de Washington, el único al que consideraba a la altura de su inteligencia fulgurante y que podría comprender el sentido profundo de sus crímenes, qué palabra tan fea, más bien de sus obras de arte. Subió el volumen del equipo de música, los gritos estridentes de «Dead can Dance» atronaron el espacio azulado de la húmeda caverna. En el momento en que perforaba la ingle, el asesino reparó en que el niño atado junto a su madre estaba llorando…

Marcas suspiró con asco y cerró las páginas del thriller que le había recomendado uno de sus colegas. Lamentaba haber llevado consigo el libro. Estaba harto de historias de asesinos en serie inteligentísimos que se reían de policías obtusos.

Sin embargo, aunque solo por curiosidad morbosa, abrió la novela por la página en la que lo había dejado. Como esperaba, el asesino se cebaba también con la pobre criatura.

«¡Repugnante!».

No quiso seguir.

Cuanto más éxito tenían los thrillers menos respetaban los tabúes más sagrados. En aquel momento, los niños y los adolescentes ocupaban los primeros puestos en la lista de víctimas de los asesinos en serie, sección charcutería.

Marcas arrojó el libro al otro extremo del banco en el que se había sentado. Él, padre divorciado de un chiquillo, no soportaba las escenas de sufrimiento o tortura de niños o mujeres indefensas. Instintivamente, pensaba en su hijo cuando leía aquel tipo de libros y se lo imaginaba en el lugar de las víctimas.

Al comienzo de su carrera, Marcas investigó dos casos de asesinato de niños, experiencia de la que guardaba un recuerdo amargo. Ver el cadáver de un chaval envuelto en bolsas de plástico era una experiencia que no le deseaba ni a su peor enemigo.

No obstante, el comisario Marcas no se tenía por un hombre sin carácter, y le encantaban las películas de terror, pero aquello ya era demasiado, por ahí ya no pasaba; miró con una mueca de repulsa la cubierta del libro.

El colega de la brigada que le había prestado el libro —Gritos en Washington, ¡vaya título!— coleccionaba esas obras con la intención de inventar él mismo el mejor asesino en serie, el genio del mal absoluto, el híbrido perfecto de Hannibal el Caníbal y de Einstein, para escribir un supervenías y dejar la policía.

Marcas le había propuesto un modelo algo más original. Para él, el mejor asesino en serie sería un idiota, un débil mental sangriento que asesinaría a la gente valiéndose de los objetos que regalaban con los tebeos Pif. Un retrasado cuyo cometido sería erradicar de la faz de la tierra a… los escritores de libros sobre asesinos en serie. Y para dar cuerpo a la trama, lo perseguiría un poli aún más estúpido que él, salido para la ocasión de una casa de orates. Al final, los dos deficientes caerían el uno en brazos del otro al descubrir que eran hermanos gemelos a los que separaron al nacer. Se convertirían en estrellas mediáticas y escribirían a su vez sus memorias, que serían un superventas.

Marcas consultó su reloj: las seis y cuarto. El consejero del nuevo ministro del Interior se retrasaba. Lo había visto dos veces en menos de un año. Un trepa que utilizaba el ministerio como trampolín para sus ambiciones. Y que tenía además la particularidad de no ser un hermano. Excepción rarísima tratándose de un consejero del Ministerio del Interior.

La noche empezaba a caer sobre el parque. Los transeúntes aligeraban el paso hacia la salida de la rue Manin. Las verjas cerrarían en menos de un cuarto de hora y el parque quedaría sumido en su sopor nocturno.

Sentado en el banco de piedra, al pie del templete de Sibila, gozaba de una vista despejada de todo el este de París. «Como en una glorieta», decía su hijo siempre que lo llevaba allí de merienda en verano.

El parque iba poco a poco sumiéndose en las tinieblas.

Marcas pensó en la tenida fúnebre que celebraba la logia en memoria de Anselme aquella misma noche, y una vez más echó de menos a su amigo, masón como él al que añoraba terriblemente.

Un hombre con traje y chaleco fue a su encuentro con paso firme y se sentó apartando el libro de tapa rojo sangre. Marcas no lo había oído salir del sendero estrecho.

—Curioso, no creía que leyera usted esta clase de libros. ¿Me lo recomienda?

Marcas le tendió la mano, fingiendo no reparar en el tonillo irónico.

—No, muy convencional, diez escenas de tortura, tres violaciones, una de ellas a un cadáver, nada del otro mundo.

—A mi ministro a lo mejor le gusta…

—Sobre gustos no hay nada escrito. ¿Vamos al grano? Tengo una cita y no querría llegar tarde.

El hombre encendió un cigarrillo mentolado con filtro blanco que le daba un aire distinguido. Aspiró el humo, lo expelió despacio y observó cómo las volutas se disipaban en la atmósfera del atardecer.

—Caro. Como suele pasar, el asunto es a la vez claro y oscuro. No le repetiré el caso del Palais Royal, mi adjunto ya lo habrá puesto al corriente. Mañana se le informará oficialmente. El fiscal ha dictado una investigación preliminar y lo hemos elegido a usted para llevarla a cabo.

—¿Por qué yo? Ahora estoy a cargo de un caso de robo de obras de arte. Mejor candidato sería mi colega Loigril, que está de buena racha desde que resolvió el caso de los asesinatos de la rue Moabon.

El hombre tamborileó sobre el banco con aire distraído.

—También pensamos en él, en efecto, pero le gusta mucho alardear ante los medios de comunicación. Da entrevistas sin ton ni son. Se ha pavoneado ante la prensa y las cámaras de televisión más que el asesino de ancianas de la rue Moabon. Hemos creído más pertinente escoger a alguien más discreto. Usted sigue perteneciendo a la brigada criminal, aunque esté apartado. Y conoce el mundo de la cultura. Puede usted negarse, pero no sería bien visto en el Ministerio del Interior, no se lo oculto.

—No he dicho que me niegue, pero quiero más detalles.

El hombre lanzó el cigarrillo medio consumido hacia un grupo de palomas, que levantaron el vuelo alborotadas.

—A su debido tiempo. El ministro ha sido hallado en sus apartamentos privados con su amante muerta, hacia las cuatro de esta tarde. Parece ser que se trata de un derrame cerebral, la pareja acababa de hacer el amor.

—Lo sé, su adjunto me ha dado parte por teléfono. Es extraño, yo creía que los que mueren después de hacer el amor son los hombres, no las mujeres.

—¿Como el buen cardenal de Gaules, que falleció en brazos de una hermosa joven? ¿Cómo se llamaba, por cierto?

—Danielou, creo, cardenal de Lyon.

—Eso es, Danielou, una muerte magnífica que muchos hombres envidian… En fin, todo lo que empieza acaba. El problema, volviendo a lo nuestro, es que el ministro ha caído en una especie de delirio y no cesa de repetir que la ha matado él. Lo hemos enviado, debidamente escoltado, al hospital Val-de-Grâce para hacerle unas pruebas neurológicas.

Marcas no pudo evitar sonreír, se imaginaba el panorama.

—Ya veo. Un ministro de Cultura asesino. Tiene gracia.

El hombre lo atajó secamente.

—No comprende usted. Es una noticia bomba de la que los medios de comunicación se pitorrearán durante semanas. ¡Un político en pleno ascenso que se vuelve completamente loco! ¡Una amante ligera de cascos, muerta! Es el escándalo perfecto para tener en vilo a toda Francia. Añada a eso que el ministro de Cultura es amigo del nuestro.

Marcas advirtió en el tono de voz de su interlocutor un asomo de duda.

—¿Hay algo más que deba saber?

El hombre encendió otro cigarrillo de boquilla inmaculada. Una nube de humo con olor a mentol lo envolvió.

—El ministro es masón, como usted, ¿lo sabía?

El comisario hizo una vaga seña negativa.

—Fue iniciado en la logia Regius hace diez años.

—¡Vaya, vaya!

—Esa logia estuvo implicada en el caso del tráfico de influencias de Île-de-France… ¡Así que imagínese las consecuencias si hubiera documentos inéditos en su caja fuerte!

Marcas apretó las mandíbulas. ¡Vuelta a lo mismo! Por lo visto todos los masones de Francia tenían que verse salpicados por el caso de la logia Regius, antesala emblemática de los dudosos asuntos que habían manchado la imagen de los hermanos. Una logia de artistas de falsa factura, de agentes financieros dudosos y de políticos mercenarios que finalmente dejaron la escena nacional. Marcas visitaba a menudo diversas logias y la mayoría de los hermanos y hermanas de otras obediencias tenían profesiones absolutamente normales: eran profesores, médicos, policías, empresarios, sindicalistas; gente normal y corriente que intentaba perfeccionarse en su propia vida. Nada que ver con los hermanos descarriados que iban a las logias para «atiborrarse en el banquete de los tres puntos», como decía el venerable Anselme.

Marcas bajó la guardia diplomática.

—No quiero ni oír hablar de la logia Regius. Esos sinvergüenzas tendrían que haber sido expulsados de la masonería a patadas desde el principio. ¿Y esperan ustedes que yo recupere esos documentos? Me temo que la conversación está tomando un cariz que no me gusta nada. Acepto aclarar el asunto, si es que hay algo que aclarar, pero no me pidan que juegue a los espías. Pídale eso a Loigril; seguro que estará encantado de allanar casas y robar cajas fuertes.

—No diga tonterías, Marcas, sabe usted muy bien que…

Antoine se levantó sin esperar a que el hombre terminara la frase; olfateó ruidosamente.

—¿No huele usted nada?

La brusca reacción del comisario dejó al otro desconcertado.

—Pues… No.

—Huele mal, a podrido. Y eso que estamos en un parque, al aire libre. ¡No! No me gusta su historia, búsquese a otro.

El consejero cogió a Marcas de la manga y dijo en tono amistoso:

—Lo siento. No querríamos que la cosa se convirtiera en un escándalo político y financiero con drama sexual incluido. Si esos hipotéticos documentos cayeran en malas manos podrían resultar catastróficos.

—¡Me la suda! Mi trabajo no es salvar la reputación de políticos ni de masones indignos; para eso hay organismos especializados.

—Por eso es usted el hombre ideal, porque su integridad está fuera de toda sospecha. Su labor consiste en averiguar qué ha ocurrido, sin ocultar nada al juez, naturalmente, e informarle de cuanto descubra.

—Naturalmente… Y si por casualidad alguna caja fuerte o cajón contiene secretos que apestan, supongo que tendré que confiárselos al juez, ¿verdad?

—No se trata de eso. Si la investigación preliminar condujera a una clara sospecha de crimen, se abrirá una instrucción y será nombrado un juez. Ya ve que no hay nada ilegal. El magistrado que instruya el caso decidirá si pide una investigación complementaria.

Marcas clavó la mirada en los ojos de su interlocutor y se ajustó el abrigo.

—Claro, y si no me equivoco, el juez podrá correr delicadamente un tupido velo sobre viejos asuntos surgidos de un pasado comprometedor.

El hombre se encogió de hombros.

—No necesariamente. Pero en todo caso no filtrará nada a la prensa antes de instruir el caso. Le digo una vez más que no se trata de echar tierra sobre nada, sino de no mezclar las cosas. Eso es lo que no quiere el gobierno.

—Los gobiernos nunca quieren eso.

—¿Acepta entonces? ¿Puedo llamar al ministerio?

Marcas guardó silencio, el caso lo intrigaba. En ese momento el tráfico de obras de arte estaba en un punto muerto, y él también. Echaba de menos la acción. Necesitaba de nuevo emociones fuertes, pero incluso antes de aceptar aquel caso sabía que el juego estaría en parte amañado. Ya había pasado la edad de creer en la libertad de acción; la búsqueda de la verdad no era sino un puro cuento en un mundo que lo desbordaba. Tendría que rendir cuentas, hacer las llamadas adecuadas, avisar a mediadores de peces gordos.

Ese juego sutil y perverso ya no lo divertía, le dejaba un regusto amargo. Pero ciertamente debía aceptar y tratar de mantener limpia su conciencia. ¿Cuántas veces había tenido que transigir? El hijo de un diputado acusado de maltratar a una prostituta y puesto en libertad por una presión amistosa; no por una orden, nunca por una orden. Un viejo periodista adicto a la cocaína sorprendido esnifando en una discoteca de la Rive Gauche al que hubo que dejar en paz porque era confidente de la policía e informaba de antemano de los asuntos que su periódico investigaba…

Bien mirado, comparado con el número de casos de los que se ocupaba, el de las presiones no era tan elevado, pero las pocas veces que las recibía le costaba avenirse a componendas. Lo absoluto no es de este mundo y él debía transigir; transigir, ¡qué maravillosa palabra para ocultarse a sí mismo las corruptelas que tendría que aceptar en su nivel!

—De acuerdo, pero se lo advierto, no quiero amenazas ni presiones. Al primer chantaje, abandono.

Marcas sabía que su interlocutor no era tonto. Había que guardar las apariencias.

—Prometido. Tiene usted cita mañana a las nueve en el quai des Orfèvres. Dispondrá de un despacho, dos hombres de su antiguo equipo y una comisión rogatoria recién nombrada. Su superior de la OCBC ha sido ya avisado de su cese temporal.

—Tenía entre manos el caso de un falso Giacometti.

—Deberá esperar. Una obra de arte es por definición algo que dura —ironizó el consejero.

—¿Cuándo serán informados los medios? Y sobre todo, ¿cuál será la versión oficial?

—El departamento de prensa del Ministerio de Cultura emitirá un comunicado explicando que el ministro cancela todas sus citas por cansancio y se toma unas vacaciones.

—¿Y de verdad cree que los periodistas se lo tragarán?

—No, pero le dejará a usted unos días para investigar y cruzar los dedos para que el ministro se reponga. Si resultara que la dama ha muerto accidentalmente, habrá una filtración para limitar el caso a un simple asunto de faldas. El ocupante del Palais Royal dimitirá por razones personales, como suele decirse.

—¿Y si la ha matado?

—Eso nos lo dirá el juez. Pero en tal caso habrá que hacer de tripas corazón y capear el temporal como buenamente se pueda.

—Supongo que el Elíseo y Matignon ya han metido la nariz en el caso.

—Sí y no. Quieren ser informados para prevenir los efectos colaterales, pero tampoco desean mezclarse. El ministro no forma parte de la guardia personal del presidente ni del primer ministro.

El hombre miró su reloj y se levantó.

—He terminado. Esta investigación preliminar requiere la máxima discreción. El director de la Dirección Central de la Policía Judicial y el secretario general del ministerio han dado su beneplácito. Le seré franco, yo no puse su nombre en cabeza de la lista, pero parece ser que su historial y su pertenencia a la misma obediencia que el desgraciado ministro hacen de usted la persona ideal.

El consejero del ministro tendió la mano a Marcas, que la estrechó sin fuerza, y se alejó hacia el puente que comunicaba el islote con el parque; el puente de los suicidas, nombre debido a su altura vertiginosa y a los desesperados que hacían en él su deporte favorito.

El consejero del ministro había cumplido su cometido y sin duda daría un telefonazo en cuanto dejara a Marcas. Transmitiría su respuesta a las altas esferas, no sin advertir que había que vigilarlo discretamente y no fiarse de sus veleidades de independencia.

Marcas no se decidía a dejar el banco, habría preferido volver atrás en el tiempo. Ser como aquellos niños que empujaban barcos en el estanque. ¿Cuántos de ellos serían adultos poderosos que se ocuparían de asuntos sórdidos y de secretos lamentables? Tuvo el impulso de echar a correr tras el hombre de gris y decirle que renunciaba a encargarse del caso. No sería bien visto. Daba igual. De todas formas, cada vez creía menos en su oficio y tampoco se arriesgaba a que lo relegaran a alguna insignificante comisaría, la fraternidad masónica lo protegería. No se tocaba a hermanos como él, al menos a los que habían dado prueba de su valía.

Se oyó un silbato, los guardas agitaban la mano para hacer salir a los paseantes. El parque se vaciaría como por arte de magia.

Marcas no tenía ganas de obedecer y se sentó aposta sin hacer caso del guarda que iba hacia él con aire ceñudo. Podía permitírselo; un comisario estaba muy por encima de un simple guarda, aunque fuera un guarda de los Buttes-Chaumont.

Este, un antillano macizo, señaló con el dedo las altas verjas.

—Señor, es hora de irse.

—No.

El hombre del quepis se quedó mirándolo, extrañado por aquella absurda contestación.

—Son las normas, si no llamaremos a la policía y le pondrán una multa.

Marcas agitó su placa ante las narices del vigilante.

—Yo soy la policía, estoy siguiendo a un sospechoso. Este banco me es muy útil.

Al ver el grado inscrito en la placa, el guarda se quedó parado y balbució:

—Lo siento, señor comisario. ¿Podemos serle de ayuda mis colegas y yo?

—Sí, estoy buscando a un hombre patizambo, calvo, con perilla pelirroja, un exhibicionista que se esconde entre los árboles. Diga a sus compañeros que lo inspeccionen todo, pero en silencio. No es peligroso pero quiero echarle el guante.

El guarda asintió y echó a correr hacia la caseta que servía de oficina a sus colegas. Marcas sonrió. Tenía ganas de joder a alguien y les había tocado a los guardas del parque; era todo un abuso de poder, pero lo reconfortaba. Disfrutaría del parque para él solo, un lujo incomparable. Sacó su reproductor MP3 y lo puso en un pasaje del grupo This Mortal Coil, ideal para relajarse en tan benigno crepúsculo. La voz pura y sombría de la cantante llenaba el parque.

«Help me lift you up».

Veinte o treinta metros más abajo, la bombilla de una farola se fundió de pronto. Marcas vio en ello un mal presagio.