Capítulo 3

Anaïs abrió los ojos.

No reconoció el lugar donde se hallaba. Un cuarto vacío, desguarnecido, con un cuadro en la pared que representaba la Virgen con el niño; la Virgen de mirada pétrea, sin compasión ni ternura. Trozos de yeso caían del techo en el que colgaba una vieja bombilla. Parpadeó para acostumbrarse a la tenue luz del día que se filtraba por unos raídos visillos amarillentos. Solo el ruido de una televisión que resonaba en otro cuarto turbaba el silencio.

Instintivamente crispó las manos y se dio cuenta de que yacía en una cama; una cama… Estaba completamente desnuda bajo unas sábanas grasientas y húmedas. Le ardía la garganta, quería beber algo fresco, lo que fuera.

Una sensación opresiva embargó su ánimo. Recordó que no se había acostado en ninguna cama la noche anterior; su corazón se aceleró.

«¿Dónde estoy? La sala iluminada por velas, veo a Thomas y… las llamas, las hogueras. Nuestros amigos atados. Se quema. Su rostro se ennegrece, su largo pelo rubio está ardiendo… Sus ojos, Dios mío, sus ojos revientan…».

Dio un grito. Todo volvía a su memoria.

Dio otro grito, y otro, como si quisiera resquebrajar las paredes. Su alma era presa del terror.

Las imágenes se volvían más precisas.

Las llamas, la hoguera a la que estaba atada con su amante; era una escena de pesadilla que se extendía por su mente como un veneno.

Trataba de liberarse mientras el fuego prendía en los cuerpos. El rostro de Thomas se descomponía ante su vista. Como por milagro, las cuerdas que la amarraban al poste se quemaron y ella se soltó en el momento en que resonó un disparo. Su cuerpo rodó por el talud que había al pie de las hogueras sacrificiales.

Se representaba la escena con una claridad atroz.

Sobre ella, los cinco palos ardiendo iluminaban la noche. Un olor infecto de carne carbonizada emponzoñaba su nariz. Reptando, se deslizó por detrás de los bultos y vio la silueta del Maestro, Dionisos, que, inmóvil, contemplaba el espectáculo.

La acometió un arrebato de odio contra el responsable de aquella atrocidad. Tras echar un último vistazo a su amante, reducido a una antorcha humana, corrió desalada hacia el monte. Llorando, tambaleándose, era como un animal salvaje huyendo de los cazadores.

Vio la masa oscura, amenazante, de la Rocca y hacia allí se dirigió; la única escapatoria para pedir ayuda en Cefalú.

No sabía cuántos kilómetros había recorrido descalza, sangrándole los pies. Daba gracias al cielo por haber practicado atletismo en su juventud. Bajo los efectos del miedo, los músculos de sus piernas parecían tener vida propia. Había corrido como un condenado que huyera del último círculo del infierno. El suplicio del que había escapado no tenía sentido, ni siquiera intentaba comprender las razones de aquel espectáculo demencial; lo único que importaba era huir. Por fin, pasada una eternidad, se desplomó en un aprisco perdido en el bosque.

La puerta de la habitación se abrió bruscamente y una luz viva inundó la estancia. Anaïs se acurrucó bajo las sábanas como un niño asustado. Eran ellos. Venían a quemarla de nuevo. Rompió a llorar, esperando que el embozo que la cubría la hiciera desaparecer para siempre, lejos de sus agresores. Su cuerpo temblaba presa de convulsiones incontenibles.

Oyó cuchicheos en el cuarto. Una sombra se inclinó sobre ella, separada únicamente por la fina protección de la sábana. Los murmullos se intensificaron, las voces la rodeaban por los cuatro costados. Anaïs se resguardaba en su terror. Ni tan siquiera podía ya gritar para pedir clemencia a sus verdugos. De sus labios pugnaban por salir sonidos que solo ella oía. «¡Por favor, dejadme en paz! ¡Piedad!».

Una segunda sombra apareció por encima de la sábana. Notó que levantaban su coraza de tela para exponerla a la luz. Bruscamente cogió la sábana y volvió a tapar su cuerpo. No quería verles la cara. Con eso ganó unos instantes de respiro. Tronó sobre ella una voz de hombre. La sombra ocupó todo su campo visual. Sintió el contacto de una mano extraña que pasaba por su cintura. Una mano ancha, de dedos poderosos que trataba de arrancarle la sábana, como para penetrar en su intimidad. Se resistió con todas sus fuerzas y se hizo un ovillo. Otra mano se deslizó por su cara para destapársela. Llorando, furiosa, Anaïs hincó los dientes a través de la sábana en aquella cosa extraña. Mordió con ferocidad. Se oyó un alarido de mujer, como una maldición, y la mano se retiró. «¡Os digo que me dejéis! ¡Idos! ¡Largaos!».

Su triunfo duró una fracción de segundo, la sombra se abatió sobre ella. Se sintió aplastada. El peso del hombre sobre sus brazos la paralizó de dolor. No quería ver la cara de su agresor y cerró los ojos. Se acabó, no le quedaban fuerzas para luchar.

Le arrebataron la sábana de las manos.

Anaïs se sumió en las tinieblas.