Capítulo 2

—¿Un café?

El comisario Antoine Marcas asintió con expresión adusta. El camarero se alejó. De espaldas parecía aún joven, pero Maurice, como lo llamaban los parroquianos, recorría la terraza del Bon Roy Henry IV hacía cuarenta años. Un récord para un camarero de cafetería. Madrugaba para preparar el ritual café a los galeristas que tenían sus locales bajo las arcadas y trasnochaba para servir a los turistas que admiraban la arquitectura clásica de la antigua place Royale. Maurice no conocía otra cosa que su vida cotidiana; una vida simple, sin peligros ni sorpresas.

Una vida que a veces Marcas envidiaba.

El comisario suspiró.

Últimamente se hacía preguntas existenciales y sentía nacer en sí cierta tendencia asocial. Había arrojado el periódico sobre la mesa, exasperado por el titular. «¡Matanza en Sicilia!». Ya estaba harto de leer siempre las mismas noticias desastrosas; harto de aquel río de imágenes y palabras que se desbordaba con cada desgracia. La sangre que se exhibía en la primera página no halagaba su gusto voyeur. Pero debía de ser el único, visto que los demás clientes del café se aglomeraban ante el televisor, donde se veían una y otra vez imágenes de cuerpos carbonizados con fondo de sirenas. «En directo desde Sicilia».

Otra carnicería. Antoine Marcas estaba sentado demasiado lejos de la televisión para oír la voz de la periodista que comentaba el suceso. Él ya tenía suficientes muertes violentas, suicidios, torturas, y cuantos horrores es capaz de inventar la locura de los hombres para perjudicar al prójimo. Hacía un año había pedido que lo trasladaran de la Brigada Criminal a la OCBC, la Oficina Central de Lucha contra el Tráfico de Bienes Culturales, y aspiraba a una vida más interior, más serena; su último caso había estado a punto de costarle la vida[1]. Había captado el mensaje y se había apresurado a pedir otro destino.

Sus colegas de la Brigada Criminal se burlaron. ¡Él con los de la OCBC! Falsas obras maestras, pillajes de iglesias en la región de Morbihan, tráfico de esculturas mayas, eran por lo que había sustituido los asesinatos sórdidos de su anterior destino. Ahora trataba con anticuarios, libreros, expertos de todo tipo, un mundo más agradable que el de los lunáticos que frecuentaba en el número 36 del quai des Orfèvres, sede de la policía judicial francesa.

Y sin embargo se aburría.

—¿Ha visto, comisario? ¡Menuda faena tienen sus colegas italianos! —dijo Maurice con aire socarrón.

—No estoy de servicio.

—Nueve cadáveres. Y todos asados como salchichas; una secta, por lo visto.

Antoine cogió de nuevo el periódico. Si fingía leer, a lo mejor Maurice se buscaría otro interlocutor.

—Antorchas vivientes, dicen. Cinco hombres y cuatro mujeres. ¡Pobres desgraciados! ¿Usted qué piensa?

—¿Quiere saberlo?

—Pues… sí.

—Pues no pienso nada.

Maurice pareció escandalizado.

—¡Pero es usted poli… policía!

—¿Y?

—¿No le interesa?

—¿Quieres saberlo?

Maurice vaciló.

—La verdad —prosiguió Marcas— es que me importa un comino. He venido a tomar un café, a leer el periódico, si es que encuentro algún artículo interesante, y a admirar las fachadas Luis XIII, en cuya dichosa época no había noticias de actualidad. Además, este poli ya no trabaja en homicidios.

El camarero giró sobre sus talones, desconcertado. Marcas suspiró y abrió las páginas culturales del periódico, de lectura obligada desde que se había incorporado a su nuevo destino.

VENTA RÉCORD EN LA SALA DE SUBASTAS DROUOT

POR UN MANUSCRITO DE CASANOVA

Creíamos saberlo todo del legendario Casanova. Error. El caballero de Seingalt, como se hacía llamar, reserva a todos sus admiradores, doscientos años después de su muerte, una nueva sorpresa. El jueves pasado, en la sala de subastas Drouot, se vendió un manuscrito inédito del eterno seductor por la friolera de un millón de euros a un librero parisiense, Edouard Kerll, en nombre de un aficionado anónimo. «Es una venta digna de los mejores momentos de Drouot, un verdadero gozo —explica el adjudicador—. El precio de salida era de 250.000 euros, y sinceramente, no creí que se llegaría al millón. ¡Qué mejor prueba de que Casanova, además de su fama de donjuán, era sobre todo un gran escritor!».

Durante la puja, los asistentes estaban en ascuas ante la determinación de los compradores. «Personalmente temía que el representante de fondos de pensiones norteamericano decidiera intervenir —comenta jubiloso el escritor Philippe Rubis, admirador de Casanova, que asistía a la sesión—. Yo mismo pujé para salvar el manuscrito, sin disponer de esa suma. Habrían sido capaces de utilizarlo para lanzar al mercado todo tipo de productos, perfumes o cosas así, algo infamante para Casanova. Que uno de sus manuscritos acabara, aunque fuera indirectamente, en manos de unos jubilados de Miami habría sido mancillar indeleblemente la memoria del evadido de la prisión de los Plomos».

Asistieron al acontecimiento escritores, artistas, miembros de la jet set, incluso el ministro de Cultura, que quiso solemnizar con su presencia la venta de los preciosos pliegos y que, una vez adjudicados, felicitó al afortunado comprador, acompañado por la deslumbrante actriz Manuela Real, que rueda en París.

Con todo, dos misterios bien guardados quedan por revelar en esta venta. ¿Quién se ha llevado la pasta? Nadie conoce la identidad del vendedor, al que representa una sociedad fiduciaria con sede en Zúrich. Se ha insinuado que podría tratarse de algún descendiente lejano del gran hombre. Otra pregunta estaba en la mente de los presentes: ¿por qué ha llegado la puja a tal cantidad? Pero aunque el nuevo propietario no se pronuncia, nuestras informaciones apuntan a que el manuscrito puede contener revelaciones sobre la vida secreta del gran veneciano. Durante la visita previa a la venta, uno de los posibles compradores, el gran modisto Henry Dupin, acudió con un estudiante norteamericano, Lawrence Childer, especialista en Casanova, quien, al acabar la subasta, quiso confiarnos sus impresiones: «La verdad es que no hemos podido consultar el manuscrito, por lo que no podría decirles qué encierra. Henry Dupin y yo solo hemos tenido acceso a ciertos pasajes transcritos por el experto. Como ustedes sabrán sin duda, Edouard Kerll desea organizar próximamente, si obtiene el beneplácito del nuevo propietario, una velada de presentación del manuscrito. Espero que entonces descubramos más cosas».

En el cóctel ofrecido tras la subasta corrió la voz de que dos grandes editores, uno americano y otro italiano, estaban dispuestos a comprar los derechos de edición a un precio superior al del remate. «Aprovecho para lanzar el siguiente llamamiento: que parte del dinero recaudado se destine a financiar la erección de una estatua de Casanova en la piazza San Marcos. Sería lo justo», dijo Philippe Rubis, que ofreció un brindis en honor del gentilhombre italiano. Un deseo que comparten todos los admiradores de Casanova, muy numerosos en Francia y el resto de Europa.

Antoine dobló el periódico.

Un millón de euros. Marcas seguía sin acostumbrarse a las cantidades astronómicas que se manejaban en ese mundillo. Se preguntó, por deformación profesional, por qué las identidades de vendedor y comprador quedaban ocultas. Las falsificaciones circulaban con frecuencia en el reservado circuito de los manuscritos antiguos, visto los precios de venta exorbitantes que algunos alcanzaban. Que aquel viejo zorro de Kerll hubiera hecho de intermediario le hacía dudar de que el de Casanova lo fuera.

Los escritos del señor Casanova valían mucho. ¡Casanova! Su amigo Anselme, que acababa de fallecer, le había hablado a menudo de él. Algunas noches, el hermano masón, venerable de la logia de las Tres Acacias, sacaba de la biblioteca la edición de las Memorias y le leía algún pasaje. «Las mujeres son siempre las mismas», decía riendo. ¡Casanova! Las imágenes del eterno seductor, del orgulloso libertino, el patético pelele con peluca y polvos de Fellini, acudían a su pensamiento. Seductor, sin duda. ¿Por qué tenían ciertos hombres ese poder de seducción?

«O mejor dicho, ¿por qué él y no yo?», se preguntó Antoine, dándose cuenta de lo pueril de la pregunta. Su poder de seducción lo había abandonado tras su divorcio, como si este, aunque deseado, le hubiera pagado con una pérdida de confianza en sí mismo.

De casado siempre se sintió seguro ante las mujeres, y llegó incluso a seducir por el placer de hacerlo. Desde que estaba solo, era vulnerable. Había perdido aquella ligereza calculada que era su encanto.

Un encanto que desgraciadamente le faltaba en su estado de soltero.

Su cara, su aspecto, no habían cambiado, pero ya no era el de antes.

Cruel ironía.

Probablemente, no debía de tener madera de donjuán, ni ganas de tenerla. No, estar solo no era la libertad conquistada, sino más bien una soledad penosa de la que no acababa de salir.

Su última aventura había resultado un gran chasco. Y tendría que empezar desde cero con otra; conocer, asombrar, atraer, seducir. Seducir…

«¿Qué dices? Tú no eres Casanova».

¡Casanova! Este nombre lo hacía sentirse mal, le recordaba sus fracasos. ¿Quién le mandaba abrir el periódico?

Antoine volvió la cabeza hacia la place des Vosges. Justo al otro lado estaba la casa museo de Victor Hugo, otro gran seductor. Decididamente, mejor habría hecho quedándose en casa.

El móvil vibró. Al ver el número supo que le habían jodido el día libre. Ser poli era, en verdad, como ser un sacerdote republicano; un sacerdote sin gloria, ni fortuna… y, sobre todo, sin amor.

Se puso de pie y arrojó un billete sobre la mesa.

No, decididamente no era su día.